Podríamos decir que el modo de ver y acercarse al mundo no es algo estrictamente individual y peculiar de cada persona, surge como resultado del proceso dialéctico entre la individualidad en desarrollo y de la socialización con la naturaleza y otros individuos. Es decir, es fruto de la historia, de lo que acontece. Las formas previamente construidas de entendimiento del mundo se instauran por medio de la cultura reinante, y estas formas establecidas son premeditadas y funcionales al orden político-social vigente y llenas, cómo no, en la actualidad, de ideología capitalista. Esa hegemonía cultural actual reside en la cultura burguesa. Los cambios que afloran son fruto del enfrentamiento de clases, del proceso histórico y no surgen por sí solos. Independientemente de los cambios que se produzcan, el objetivo final del capital sigue siendo la reproducción de valor.
Una de estas visiones socialmente establecidas es la que vamos a intentar
exponer brevemente: el pensar que la realidad social está mediada por una
suma de individuos que se desarrollan de manera libre y que por lo tanto
parten y viven de una manera igualitaria. Por lo tanto, significaría que los
individuos se deben a sí mismos y se construyen de una manera casi independiente de los condicionantes políticos, económicos, de valores culturales y procesos históricos que viven. Que cada persona tiene algo innato que le hace desarrollarse de una manera y no de otra. Ahí es donde residiría el concepto de idealismo, que es una de las bases del sistema capitalista para negar la conflictividad y el desarrollo histórico. No hay mayor trampa que responsabilizar y propiamente individualizar las conflictividades y la realidad en el conjunto social, abstracto y amorfo de “la gente” o de los ciudadanos. No hay mayor trampa que ocultar el origen sistémico de todo lo que acontece. Nada es casual, ni ajeno a los condicionantes materiales, culturales y políticos. Y por supuesto nada de lo que ocurre es natural; así la pobreza y desigualdad no es ni una casualidad, ni un mal menor, no se deben a la naturaleza de las personas que hace que algunas se sacrifiquen o trabajen duro para alcanzar una mejor posición, o tampoco son una lacra eterna que siempre existirán y a la cual habrá que poner parches. Sino que es consecuencia de determinado sistema productivo que se basa en el reparto desigual de la riqueza social
generada, en la acumulación en solo unas manos del capital y medios de
producción y en otras dependientes y desposeídas de todo lo que tienen,
quedándoles exclusivamente su capacidad de trabajar para las propietarias.
Por otro lado, y esto tiene una vuelta bastante implantada en gran parte de los voceros del liberalismo y de la socialdemocracia, es pensar que los problemas y la realidad se transformarían desde voluntades o grados de consciencia concretos, desligándose del sistema en el que se desarrollan los individuos, que todo el mundo tendría una parte de responsabilidad. Un ejemplo es lo que vemos a diario en la propaganda de todo tipo para evitar la catástrofe medioambiental en la que nos encontramos y caminar hacia una supuesta transición ecológica. Según ese esquema solo bastaría con la toma de consciencia y responsabilidad individual del problema, una serie de pequeños retoques como reciclar, bajar el consumo de algunos productos y una serie de pequeñas medidas técnicas y reajustes en los procesos productivos por parte de empresas e instituciones. Si nos adentramos en el problema, podremos llegar a entender que es justo las bases del sistema capitalista y su desarrollo histórico el que produce semejante crisis y no una serie de malos hábitos, prácticas concretas o la idea exagerada y algo misántropa de decir que “los seres humano somos así” y que no hay remedio posible. Es la propia estructura, el funcionamiento del capitalismo y el modelo social que necesita para su incansable expansión y ganancia la que produce la crítica situación en
la que nos encontramos. El capital bebe de dos fuentes de riqueza: la humana y la natural. Y no pondrá freno, porque su única garantía de supervivencia es la explotación constante sin una perspectiva de sostenibilidad y visión a medio plazo. Es un caballo debocado hacia el precipicio.
Y así se expande esa idea como plaga de que los problemas de este mundo se resolverían por medio exclusivamente de la educación, sin entender que
justamente la educación es una estructura dominada por los valores y
cosmovisión capitalista, aquella que perpetúa el ideario afín de la estructura originaria. Viéndolo con otro ejemplo simple y cercano; el último anuncio del gobierno de España para luchar contra la adicción al juego. Ya que está subiendo enormemente entre los jóvenes y la población migrante. En el anuncio se llevan acabo una serie de acusaciones de que la culpa es del que se engancha, como del que bebe y coge el coche, que tiene que concienciarse de cuales son las nefastas consecuencias que tiene el juego, de saber decir que no, etc.. Lo curioso es que el anuncio, o ninguna campaña de este tipo, se adentra en ningún momento o pone encima de la mesa, qué procedencia de clase tienen los jóvenes adictos/as al juego, qué motivos les llevan a la población migrante a apostar, bajo qué condiciones económicas o educativas se desarrollan, qué alternativas de ocio tienen a su alrededor, o cuáles son los orígenes y quiénes los beneficiarios de tal lacra para la clase trabajadora. Lo que se suele hacer es una abstracción demagógica al decir que cada joven puede o no engancharse, que cada joven tiene la capacidad de elección, que los orígenes de clase no importan, ni la precariedad existencial que sufren, ni esa falta de alternativas de ocio, ni el nihilismo reinante, ni que el bombardeo de propaganda aspiracional mediante youtubers y redes sociales en internet influye en el desenlace y desarrollo de la juventud. Ni siquiera se pone el foco, (a veces tan solo tímidamente) en aplicar medidas concretas y drásticas que paralicen todos las aperturas de salas de juego, difusión de publicidad o existencia de portales de internet de este tipo. Es evidente porque las reformas
son tenues e inoperantes, estas empresas forman parte de todo un entramado de capitales con grandes intereses e influencias para poder hacer valer su poder, y los poderes políticos institucionales o no quieren o son incapaces de hacerles frente de manera real.
Es sobre estos valores de individualización del escenario social que se asienta uno de los pilares de la sociedad burguesa. Y es que el capitalismo no solo es una relación económica o sistema productivo, sino que se expande por todos los aspectos y esferas de la realidad, incluida la cultural. El nuevo poder que se implantó con el capital y su desarrollo en el siglo XX basado en el consumo, la uniformidad e individualización de los individuos y la coerción, sigue expandiéndose para legitimar todos los cambios culturales necesarios para su desarrollo, y ello lo hace por medios económicos como por ejemplo: el control directo o indirecto de casi todo tipo de producción cultural, ya sea por medio de subvenciones del arte revolucionario y transformador; del lenguaje, con la apropiación de palabras e ideas liberadoras como «libertad» o «solidaridad»; con la mercantilización de la producción audiovisual y la difusión de valores
capitalistas y reaccionarios; de potentes inversiones para el control y
privatización de la educación con las actuales materias y herramientas de
enseñanza implantadas en todo el sistema educativo y también con el dominio del campo del conocimiento e investigación.
Así, la filosofía marxista para explicar esta producción de valores en masa,
habla de hegemonía cultural: como la dominación de la sociedad
culturalmente diversa por la clase dominante, cuya cosmovisión, creencias,
moral, percepciones, instituciones, valores o costumbres se convierten en la norma culturalmente aceptada, con prestigio y propiamente en la ideología dominante, válida y universal. Esta hegemonía cultural es la que justifica y legitima el orden político, social y económico como algo inevitable y natural. Y esto pasa igual en el capitalismo actual en Europa, en el mundo árabe, como en el siglo XV con la hegemonía cultural de la iglesia y la nobleza. Es decir, en cada fase histórica la hegemonía cultural existe y se expande o no en base a la conflictividad entre clases sociales. Por ello, en la actualidad, con la derrota de los movimientos revolucionarios del siglo XX y en un momento de reconfiguración como el actual, el capitalismo gana y domina implacablemente. Se cuela en nuestros valores, pensamientos, juicios de valor y un largo etcétera. Se encuentra tanto en la esfera de la vida pública como en la privada y utiliza toda una serie de medios y herramientas sin precedentes. Una vertebración perfecta que no permite la ajenidad (el estar afuera de la misma). Podríamos decir que no es que formemos parte, sino que nosotras mismas somos el capitalismo. Somos cultura capitalista. De esta manera interpretarlo, analizarlo y estudiarlo no es una tarea cualquiera, sino la base para toda transformación social. La base para comprender su funcionamiento, poder disputar el campo social y poder iniciar profundos cambios que logren derribarlo. Comenzar ya mismo; conocer las experiencias revolucionarias del pasado y sus errores, ahondando en las raíces socialistas de instituciones como el concejo abierto y su sistema comunal, renovar las formas de organización históricas del proletariado como redes de solidaridad y sindicatos, repensar los ateneos, medios de expresión, literatura y arte socialista. Todo ello, para formar hoy una nueva cultura revolucionaria adaptada a las circunstancias, problemáticas y desarrollo histórico, que nos permita adentrarnos en las
conflictividades para hacer crecer la visión de que el análisis de todo lo que
acontece está mediado por los intereses particulares del capital. Trabajar en los espacios sociales oportunos para la construcción de una cultura
revolucionaria socialista; colectiva, internacionalista, basada en la solidaridad, y comunalista de todos los aspectos de la vida para alcanzar el desarrollo libre de cada individuo. Una cultura que derribe el viejo mundo, un nuevo paradigma y cosmovisión en el que sostener la necesaria idea de que el mundo hay que transformarlo.
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