El prefijo «post» trae malas sensaciones. Sobre todo en la combinación «postmoderno», que parece sugerir una especie de fría levedad teórica en un fin de los tiempos lleno de prosperidad y democra-cia, progreso, AVE y coche para todos. Máxime, cuando ya se llama «postmoderna» a cualquier cosa, como por lo demás ocurre también con «deconstructiva» […]
El prefijo «post» trae malas sensaciones. Sobre todo en la combinación «postmoderno», que parece sugerir una especie de fría levedad teórica en un fin de los tiempos lleno de prosperidad y democra-cia, progreso, AVE y coche para todos. Máxime, cuando ya se llama «postmoderna» a cualquier cosa, como por lo demás ocurre también con «deconstructiva» o «democrática», y el mundo parece saturado de intelectuales, es decir escribientes, «pos-model- nos». ¿No será más bien una operación publicita- ria para tapar que hemos entrado virtualmente en la política a cara de perro, en la vigilancia electrónica y la guerra virtual por todas partes? ¡Qué bien funcionaría, qué bella sería la democracia sin la gente! ¿Será éste el contenido último de la suavidad «posmodelna»? Pero hagamos un pequeño experimento. ¿Cómo funcionaría, por ejemplo, la combinación «postfascismo»? Por de pronto ya funciona: el fascismo es una fase equilibradamente nazi y soviética que hemos dejado atrás con la «democracia» y a la que ésta se refiere una y otra vez con horror, confirmándose así en su propia bondad. Claro que las cosas podrían verse también de otro modo, menos lineal. No hay por qué suponer, con una ideología tonta del progreso, que todo lo pasado está necesariamente descalificado ante la bondad del progreso y que todo va a ir necesariamente mejor. Un «post» puede ser más primitivo y peor que lo anterior. El filósofo francés Jean-François Lyotard habló incluso de lo postmoderno como anterior a lo moderno, es decir, como recuperación de algo sobre lo que se habría construido lo moderno a base de olvidarlo, como pasa con los cimientos como ocurre, diría yo, con la guerra, que vuelve a ser, lo fue en la Edad Media, la principal industria, mientras que en el siglo pasado se teorizó como un mero procedimiento anticíclico para destruir capital sobrante. «Post» puede muy bien querer decir algo más inteligente: que lo que viene después («post») no podría haber sido sin lo que fue antes, todo lo que hay tiene padre y madre, y los lleva en su interior. Volviendo al ejemplo anterior, sin lo «moderno» no habría «postmoderno»; lo postmoderno es también un resultado de los problemas irresueltos de lo moderno, de su evolución; lo moderno ha sido el suelo en que se ha desarrollado, sin lo moderno no habría postmoderno, ni lo postmoderno es radicalmente distinto de lo moderno. ¿Podría ocurrir entonces que nuestra era democrática, tan preocupada con el fascismo, fuera su reelaboración en otras circunstancias, su corrección y adaptación a la globalización, una nueva política de masas basada en el consumo y no en identitarismos biologistas, en la guerra mundial y no en las guerras nacionales, que a su vez pervertían el recuerdo de las revoluciones nacionales? La aplicación «democrática» del «Derecho del enemigo» ha aprendido de la experiencia fascista en España del franquismo que es mejor no despreciar el Derecho, sino plegarlo a las necesidades del Estado; que es mejor aprovechar las «víctimas» que proclamar el derecho vital a comportarse como «la bestia rubia»; que mejor que despreciar la «ética» es reservarse el derecho de interpretarla. La manipulación de masas a lo Goebbels ha asumido un pluralismo moderado y en vez de un altavoz único maneja una estereofonía controlada. Hay tortura; pero se impide su publicitación. Se evitan los presos políticos que no puedan ser acusados de terrorismo un concepto que debería aplicarse al de ejército y guerra, ahora que éstas se hacen expresamente contra la población civil; pero las cárceles revientan de marginados sociales. En cambio el nazismo ocultaba sus campos de concentración, mientras que Guantánamo es un faro del horror en el mundo, sentando urbi et orbi la pauta del «Derecho del enemigo». Habrá que andar con cuidado en eso de despreciar sin más el «post-«. No es sólo un abalorio propagandístico, sino ante todo una amenaza; y puede ser también una toma de conciencia de dónde estamos realmente, en vez de seguir obnubilados con discursos compactos que suenan irremisiblemente a hueco cuando resbalan sobre la realidad. –