Existe un debate sobre el papel y carácter de los estratos de intelectuales, pensadores, cultores, artistas, científicos, activistas, formadores de opinión, profesionales y técnicos en un proceso que se auto-comprende como una «revolución democrática y socialista». En contraste con los «socialismos realmente inexistentes» en la historia (sobremanera con el modelo soviético a partir de la […]
Existe un debate sobre el papel y carácter de los estratos de intelectuales, pensadores, cultores, artistas, científicos, activistas, formadores de opinión, profesionales y técnicos en un proceso que se auto-comprende como una «revolución democrática y socialista». En contraste con los «socialismos realmente inexistentes» en la historia (sobremanera con el modelo soviético a partir de la 1934), se ha señalado que los intelectuales no pueden cumplir el rol histórico de simples apologistas o propagandistas del «status quo»; es decir, cumplir la función de «intelectuales palaciegos» o «cortesanos del poder».
Uno de los más emblemáticos ejemplos de las actitudes palaciegas y cortesanas, en sus relaciones con los dispositivos de poder, es relatado en referencia a la llamada «Aldea de Potemkin», una aldea ficticia, que ordenó levantar Potemkin, Ministro y favorito de Catalina de Rusia, a cierta distancia, pero bien visible en el horizonte del camino que ésta había de recorrer, para mantener en ella la ilusión de la prosperidad de su Imperio.
La idea de construir estas fachadas ilusorias, o como crudamente se les denomina en la vida política venezolana: «potes de humo», es lograr construir una muralla de protección, mecanismos de defensa simbólicos e imaginarios que organicen y estabilicen un esquema de significados dominantes, una coartada ideológica para presuponer que «así como van las cosas, todo va bien».
La tentación de la apología es esencial para mantener la ilusión creada por Potemkin. El arte del simulacro y el disimulo ha sido esencial en los análisis de la teatrología del poder, por ejemplo en la socio-antropología dinamista de G. Balandier, indagando como, en ciertas circunstancias, un sistema de dominación política y desigualdad social intenta disimular su desastroso estado real. A primera vista, las fachadas proyectan muy buenos acabados y deja a todos impresionados; sin embargo, tras bastidores encontramos los agujeros de lo real.
De modo que, recordando el famoso triángulo de gobierno de Carlos Matus (el proyecto de gobierno, la gobernabilidad del sistema social y la acción de Gobierno), es posible evaluar las fortalezas y debilidades de sus tres vértices principales, así como las relaciones que entre ellos se establecen. La ilusión de Potemkin remite a la evaluación, seguimiento y control de la acción de gobierno, a la matriz de criterios que establecen los saldos o balances acumulados y combinados en los ámbitos de la política internacional, la gestión económica, la política social, comunicacional y la macropolítica interna.
Evaluar la acción de gobierno implica realizar un balance combinado de logros y fallas en diferentes áreas de política, así como en las diferentes dimensiones que es posible analizar en el interior de cada ámbito de gobernabilidad y actuación. Si el resultado global es positivo es porque se dan resultados favorables por compensaciones de aciertos y fallas en cada una de las áreas de la acción de gobierno. Si el resultado es negativo es porque la acumulación de desaciertos en todas las áreas es mayor que los logros.
Un gobierno progresista no debería olvidar que no basta con asegurar la estabilidad política (esto es lo que busca un gobierno conservador con amenazas abiertas, coerción y diseminación del fatalismo en la población), sino que es preciso logros en la acción de gobierno y legitimidad democrática en las mayorías nacional-populares.
Por otra parte no hay que olvidar que existe una poderosas maquinaria de evaluación sesgada de la acción de los gobiernos que depende de la cartelización de la opinión pública, lo que Chomsky ha denominado acertadamente como los «Guardianes de la libertad»: dispositivos massmediáticos de reproducción de patrones de legitimación simbólica e imaginaria de la reglas y recursos de las sociedades capitalistas realmente existentes. De hecho, sin dispositivos massmediáticos, las sociedades capitalistas se verían turbadas por la explotación económica cruda y la dominación política cada vez menos disfrazada. Les quedaría comprar lealtades, la violencia psíquica y el uso de la represión.
De hecho, el llamado «cuarto poder», como factor fáctico de poder, ha pretendido suplantar a poderes legitimados democráticamente, intentando imponer sus creencias, valores, ideas, razones, intereses, pasiones, afectividades y polos de identificación social. Para estos fines, moviliza todo sus recursos tecnológicos y sus herramientas para configurar representaciones e imaginarios sociales, hasta llegar incluso a lo que Vicente Romano llamó procesos de «intoxicación lingüística».
Efectivamente, la llamada «batalla de ideas» es un campo de poder donde rivalizan modelos culturales, con toda la complejidad de sus registros simbólicos, imaginarios e ideológicos. De modo que cabe distinguir la «opinión publicada» por la gran prensa y sus medios, de la «esfera pública» de la ciudadanía y sus diferentes campos de experiencia y comprensión cultural.
No siempre (y en algunos ámbitos, casi nunca) los grandes medios representan las necesidades, aspiraciones, expectativas y demandas de la ciudadanía común, en especial de los trabajadores y los sectores populares. De hecho, más bien muchas veces pretenden suplantar e imponer sus versiones de la realidad (que generalmente coinciden con el sentido común legitimador del capitalismo como única y deseada alternativa), llevando al silencio y a lo invisible, las representaciones sociales elaboradas en la experiencia cotidiana y en los mundo de vida de diferentes sectores, grupos y clases sociales.
La opinión publicada es muchas veces una representaciones configurada desde intereses creados por grupos económicos de poder y de presión social, a través de la manipulación de agendas temáticas, mensajes altamente codificados y anclas de opinión que cumplen sus roles de funcionarios del consenso ideológico massmediático.
En efecto, sin una lectura crítica de los medios y los mensajes, no es posible reconocer que no solo las aldeas de Potemkin son elaboradas por Gobernantes de turno, sino también por quienes controlan los aparatos y dispositivos massmediáticos, quienes al decidir cuál gobierno no conviene, activan campañas de asedio y derrumbe de gobiernos incómodos.
En algunos casos, la acción de gobierno vista desde cierta distancia y cierto horizonte tiene un aspecto idílico e impecable. De hecho, en algunos países gobernados por la derecha, en los cuales hay una alianza abierta entre los propietarios de medios y los gobiernos, se impone un neoliberalismo idílico e impecable. Basta escuchar en la reciente Cumbre de las Américas al Presidente de Honduras, para que el velo de los éxitos de las políticas neoliberales se conviertan en efecto demostración para toda Centroamérica y hasta quizás Suramérica.
Pero a la vez, en aquellas experiencias donde gobiernos populares y progresistas, cuentan con recursos massmediáticos, y desarrollan una refriega cotidiana contra la orquestación mediática de la derecha, ya los temas relevantes y significativos para los sectores populares, para los trabajadores y para los excluidos, dejan de tener visibilidad y relevancia.
Lo fundamental es la lucha entre unidades organizadas y jerarquizadas de poder, la lucha por la conquista o el mantenimiento del poder. El debate se reduce a gobierno progresista contra oposición derechista, pero poco se habla de las contradicciones entre los privilegiados del poder y la oligarquía del dinero, y las clases populares en su intento por construir autentica justicia social, mejorar sus condiciones de vida y democratizar efectivamente el poder.
En este último escenario, los gobiernos progresistas tienen un doble reto. Defender sus logros, sus conquistas y su gobierno, sin someter a silencio e invisibilizar la agenda de necesidades, aspiraciones, demandas y hasta reclamos de las mayorías nacional-populares. Muchos gobiernos progresistas se han vuelto extraordinariamente efectivos en su maquinaria propagandística, pero famélicos a la hora de escuchar, procesar y levantar las experiencias cotidianas de los sectores populares, de los trabajadores, las mujeres, los campesinos, indígenas y los excluidos de siempre.
Es tarea de los activistas, intelectuales, científicos, cultores, artistas y profesionales de diversas áreas: educativas, salud, vivienda, seguridad social, alimentación, empleo y un largo etc., levantar tribunas y agendas para que las pequeñas voces de la historia no sean suplantadas ni por la orquestación mediática de los grupos del capital, ni por la maquinaria propagandística de los gobiernos progresistas.
De hecho, a quién le conviene mejor calibrar y sintonizarse con las voces de las clases populares y subalternas es a los gobiernos progresistas, si no quieren ver reducida su capacidad de influencia, consenso y dirección política; y en fin, su propia legitimidad democrática. De manera, que es allí que surge la denostada palabra y praxis de la «crítica social y política».
Gobierno progresista que no sepa leer a contrapelo las voces críticas del pueblo, de los trabajadores, campesinos, indígenas y capas medias (recuperar el grano de verdad, rectitud ética y pertinencia de cualquier crítica), se ve llevado a colocar la interpelación, demanda y queja realizada desde las experiencias referidas de las clases populares y subalternas, al campo de los «adversarios y los enemigos del gobierno».
Gobierno progresista que incluso no logre separar lo útil y lo inútil, lo relevante o irrelevante, de las críticas de la oposición y de los grupos tradicionales de poder económico, para encontrar allí elementos de control, evaluación y corrección de errores, termina siendo un gobierno sordo y ciego para prever realidades y tendencias de su entorno.
De manera que si algo deben identificar, valorar y procesar los sensores y radares de un gobierno progresista son las voces críticas, sin convertirlas a todas en una masa ruidosa que simplemente aspira a «derrocar o deslegitimar» al Gobierno.
En consecuencia, el peor trabajo que le puede prestar un estrato de intelectuales orgánicos al propio gobierno es no lograr discernir en la crítica social y política los elementos para mejorar la acción de gobierno, para corregir rumbos, para encarar situaciones. Más que reaccionar con estereotipos y estigmas hacia la crítica social y política, se requiere una alta capacidad de escucha, una receptividad hacia el debate de alta intensidad que opera en las fachadas y tras bastidores de la opinión pública y los mundos de vida populares.
Quizás ver realidades desde la lejanía y desde el horizonte de la idealización del proyecto, impide que los decisores se mezclen con la gente común y corriente, con sus necesidades, demandas, aspiraciones y expectativas. Se llega a los extremos de construir «jaulas de cristal», incluso colocando como fundamental pretexto, las necesarias cuestiones de seguridad.
Sin embargo, es preciso que los decisores políticos comprendan que no es conveniente percibir el mundo político y social, sólo y exclusivamente, a partir de fachadas y versiones oficiosas. Tras bastidores, muchas veces construidos a la propia medida de los deseos de los gobernantes, se llega a palpar con todos los sentidos que nada o muy poco se había hecho para encarar las demandas y necesidades de las gentes del pueblo, que incluso se seguían manteniendo condiciones de la más completa miseria material y espiritual.
Un gobierno progresista hipersensible a la crítica pero insensible a la «miseria social», está condenado a su progresivo aislamiento. Así pues, y volviendo al ejemplo citado, durante las visitas de Catalina la Grande, iban era a pueblos de ficción y que además siempre era el mismo montaje, pues al terminar la visita a un pueblo, era desmontado y se volvía a montar en otro emplazamiento distinto que sería visitado después. De modo, que las visitas del gobernante cabalgaban su cronograma de un «pote de humo» a otro «pote de humo». Y allí cortesanos y aduladores construían una verdadera pantalla protectora, donde el gobernantes escuchaba de manera selectiva lo que él quería en su deseo simplemente oír. La zarina regresaba convencida de que se estaban haciendo políticas correctas para llevar bienestar a su pueblo. Pero nunca imaginó que era engañada, preñados sus engañadores de supuestas buenas (convenientes) intenciones.
Los pensadores, activistas, trabajadores intelectuales, científicos, técnicos, profesionales, artistas y funcionarios comprometidos con la crítica social y política no deben dejar de hablarle claro al poder. Sin una crítica radical a la dominación política y social no habrá revolución alguna.
El rol del trabajo intelectual, científico, técnico, en el terreno de las artes y las humanidades es el de despejar obstáculos, bloqueos, estancamientos, ofrecer alternativas, imaginar posibilidades, explorar lo que las rutinas, hábitos y rituales cierran por imperativo de la conservación de instituciones, intereses y rieles culturales.
La creación y la contestación social se han imbricado de tal manera en la historia de los estratos intelectuales, que allí luce desaconsejable colocar grilletes a lo que Manuel González Prada (Maestro de J. C Mariátegui) o Simón Rodríguez (Maestro del Libertador Simón Bolívar) practicaron como «libre-pensamiento».
Una revolución domesticada naufraga como revolución interrumpida, estancada, bloqueada. De allí que sea importante adéntranos en las ambivalencias del amaestramiento. Dicta el DRAE: Amaestrar. (De maestro). 1. tr. Enseñar o adiestrar. U. t. c. prnl. 2. tr. Domar a un animal, a veces enseñándole a hacer habilidades.
¿Qué se pretende en una revolución democrática rumbo a la transición al socialismo? ¿Educar para la libertad y la liberación social, o domesticar para el conformismo y la obediencia?
El discurso histórico de la izquierda siempre ha reiterado que no hay revolución sin condiciones objetivas y subjetivas. Pero, si de verdad se quiere que existan condiciones subjetivas; es decir, construir desde la eticidad de los espacios de libertad, el devenir de la subjetividad revolucionaria, esto no se hará por el camino de la sujeción o el avasallamiento.
¿Cómo hacer revolución desde la sujeción, la domesticación de la rebeldía o el avasallamiento?
Esta es la antinomia del adoctrinamiento y la «propaganda bancaria» (Freire dixit) por una parte, y el compromiso subjetivo en un proceso de insumisión común; es decir, nuevos modos de relación social y nuevos lazos inter-subjetivos: entre-ayudarse en vez de entre-joderse, o someterse unos a otros. Puede sonar abstracto, pero si en una llamada revolución se piensa que la solidaridad, lo común, la ayuda mutua son ilusiones para tontos, y que lo que debe predominar es el canibalismo político, la ambición por el poder y la intriga, entonces es porque los rasgos predominantes apuntan a una deriva despótica y a una afectividad más bien contra-revolucionaria, o al menos conservadora de privilegios y prerrogativas.
Los códigos de comportamiento, las técnicas de amaestramiento (dressage) funcionales a las medidas disciplinarias, que integran a los individuos al sistema mismo, las prácticas de estímulo, de intimidación, de coerción, son los mecanismos que constituyen a los sujetos desde la sujeción, una lógica dictada desde las estructuras de poder.
Si se anulase la capacidad activa de mediación simbólica autónoma, que se manifiesta en la capacidad de apropiación, negación o toma de distancia respecto a significados o practicas dominantes, impidiendo la elaboración reflexiva de la experiencia propia, entonces no habrá condiciones subjetivas para una revolución que no sea sino «revolución administrada desde arriba»; es decir, farsa revolucionaria. El imaginario de los partidos únicos, de los líderes infalibles, de las disciplinas sin sustancia ética, del conformismo ciego, de las lenguas amarradas, de la clientela intelectual, no contribuyen a un clima cultural que se pueda llamar revolucionario.
Mucho aprenderíamos de la historia de las revoluciones truncadas, si identificáramos paso a paso las condiciones, razones y afectos que llevaron a la degradación de condiciones subjetivas y objetivas para avanzar en la construcción del socialismo participativo, desde abajo, con deliberaciones colectivas y una democracia de alta intensidad.
El fracaso de las revoluciones pasa por el espacio del amaestramiento y sus ambivalencias con relación a los procesos de sujeto: o se educa cotidianamente para la libertad y la liberación social, para el ejercicio de una ciudadanía activa y comprometida con el bien común, lo cual implica una fuerte dosis de crítica social y política, de creatividad y apertura a la donación de nuevos sentidos y significados, o simplemente se entiende por revolución una nueva «psicología de masas» para la domesticación e incluso el avasallamiento.
Un ejemplo para concluir: el mejor comentario subversivo que escuché (desde este punto de vista que desarrollo en este artículo) en la Cumbre de las Américas transcurrió cuando interpelaron a Evo Morales como «Señor» en una rueda de prensa con los medios, y Evo respondió:
«¿Señor?… no, no me diga Señor, eso viene del señoreaje, llámeme hermano, Camarada…» y le dijeron luego: «Evo» y contesto: «Si por favor, dígame Evo».
Descolonización en acto. Una lección de la trama de significados que se mueven tras bastidores, sin tanto culto al poder, a jerarquías y a estructuras de dominio.
Así los pueblos saldrán de los abismos. Cuando las cumbres no sean para los poderosos, sean nuevos o viejos poderosos, y sean cumbres lo más parecidas a los pueblos protagonistas que buscan caminos de liberación con justicia social.
¿Dijo usted justicia social? Obviamente, con corrupción, pobreza y avasallamiento no habrá Socialismo del siglo XXI.
Una lección para buenos entendedores y entendedoras, no para cortesanos ni palaciegos como Potemkin.
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