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Presentación de «Telón de acero sobre el Bulevar Saint Michel: Formateo y desinformación en el mundo libre»

Fuentes: Corriente Roja

El libro de Jean Salem, profesor de Filosofía en la Sorbona, Rideau de fer sur le Boul’Mich, fue escrito en 1985, en pleno proceso de desmantelamiento de la URSS, con las consiguientes repercusiones sobre la izquierda, cuyo referente era, y sobre las generaciones que empezaban a participar en el movimiento sociopolítico, sensibles al tratamiento mediático del proceso. La perspicacia de su análisis hace que hoy, 25 años después, amigos del autor le hayan pedido su reedición. El prólogo a esta reedición muestra la total vigencia de su reflexión.

Presentación y de traducción de José Mª Fernández Criado (CorrienteRoja)

¿Porqué reeditar un libro que habla de batallas ya pasadas, de un sistema social que se dice fuera de uso, de países que ya no existen? ¿Por qué volver a hablar de campañas de propaganda que, hace demasiado tiempo ya, han agotado todo lo que se esperaba de ellas? ¿Por qué volver de nuevo en 2009 sobre el antisovietismo y, de manera más general, sobre el anticomunismode finales del siglo anterior? La ‘culpa’, si estuviese obligado a responder a estas preguntas, la culpa corresponde: 1º) a la coyuntura, 2º) a la editorial Delga; 3º) a la katastroika cuyo actor más representativo fue Michail Gorvachov; y 4º) al recrudecimiento del delirio tendente a criminalizar todo sistema, todo movimiento social hostil al culto al becerro de oro y a los valores del capital.

I

«Dice el refrán: muerto el perro se acabó la rabia. Pero, ¿muere la rabia tan deprisa como el perro? Más aun, ¿está muerto el perro?» [1], se preguntaba muy en serio el ensayista Vladimir Volkoff ya en 1992. El mismo que, deplorando a vuelta de página que el gobierno de la Cuarta República hubiese permitido «insultar, desacreditar, burlarse, desmoralizar al ejército que el mismo gobierno enviaba a combatir en Indochina y en Argelia, por gente que despotricaba en los cafés de Saint-Germain-des-Près o que escupía impunemente su hiel en páginas que en tiempos de Clemanceau no hubiesen aparecido dos veces» [2], ese mismo prevenía, ya desde el aquel momento, contra el «nacimiento de una conspiración a cielo abierto»: el «neo-comunismo», amenazante en Rusia y quejumbroso en Occidente, se cuidaba de precisar [3]. Pues en ello estamos. O casi. Así, un ejemplo entre mil, la Universidad francesa conoció, durante los meses de febrero a mayo de 2009, el más amplio movimiento de protesta jamás visto desde mayo-junio 1968. En él se pudieron oír, durante esos tan hermosos momentos, eslóganes típicamente ‘neo-comunistas’, como: «La Universidad no es una empresa, el saber no es mercancía». Delante de la Sorbona filtrada, cercada, cerrada, por si acaso, por un cordón policial que duplicaban los escuadrones de guardias de seguridad, se oía a los estudiantes gritar: » Policía por todas partes, Justicia en ninguna parte», «La Facultad abierta a los hijos de obreros, cerrada al interés privado», etc. En las asambleas que reunían 500, a veces hasta 1.000 jóvenes, palabras que se dirían surgidas de fondo de los siglos eran pronunciadas con entusiasmo y casi con convicción: «¡Viva la juventud y la clase obrera!», «El capitalismo es el culpable de todos nuestros males». La ‘cadena humana’ de 3000 personas que se formó alrededor de la Sorbona el 4 de marzo de 2009, con el fin de ‘proteger’ la Universidad contra el destrozo neo-liberal, el círculo de los obstinados, en la plaza de Greve, eco lejano de la lucha de las Locas de la plaza de Mayo en Buenos Aires; los 3 millones de franceses que el 19 de marzo desfilaron en las marchas sindicales; todo esto -además de otros miles de movimientos sociales aún balbucientes, esporádicos, lamentablemente faltos de organización y, peor aún, de perspectivas- marcaba el fin de veinticinco años de plomo o, si se prefiere, mostraba a pleno día la amplitud de la crisis del capitalismo y la necesidad vital de un proyecto que sobrepasase las tan simpáticas pero estériles chácharas altermunditas.

En el marco de una ‘huelga activa’ que, a falta de clases, proponíamos a los estudiantes, di una conferencia en el Instituto de Artes Pláticas de nuestra Universidad que titulé: «La crisis: su lógica y la nuestra». Era el 16 de marzo de 2009 con ocasión de una «Gran Fiesta por los condenados de la Tierra». Al final, una chica cantó acompañándose del piano. Después de un aperitivo, a las ocho de la tarde, se proclamó por fin ¡»el fin oficial del capitalismo»! En otra ocasión, presentando a estudiantes de primer y segundo curso un: «Karl Marx, la vuelta», una conferencia en la que daba cuenta del impresionante resurgir y el creciente éxito de los estudios marxistas, en Francia y en el mundo entero. Inevitablemente mencioné de pasada el dinamismo y la acogida más que favorableque se hizo en el seminario que desde 2005 organizamos Stahis Kouvelakis, Isabelle Garo y yo mismo, en la Sorbona, con el concurso del colectivo «Marx en el siglo XXI».

En todas esas felices ocasiones, o casi en todas, pude medir que la predicción que yo me había hecho a principios de los años 80 estaba a punto de realizarse: feliz, me decía yo, bienaventurado será (a diferencia de todos aquellos que tomaron la «tangente» o la traición pura y simple), aquél que cumplidos los cincuenta años, se encuentre al nivel de la juventud. Porque es eso justamente lo que ocurre: por fin asistimos a la «vuelta» de las clases sociales, a la resurrección de los muertos, a la puesta al desnudo de la relaciones sociales en todo su salvajismo, en toda su inhumanidad, en todo su cinismo. El capitalismo de hoy, triunfante y desregulado, se acerca como nunca a su concepto y a sus principios fundacionales. Y la juventud de este mundo apenas cree ya en él, por no decir que le vuelve la espalda masivamente. No obstante, había un punto por el cual yo constaté que esta corriente no pasaba. Era la cuestión de los países llamados «del Este» y sobre la historia del movimiento comunista; el lavado de cerebro ha sido perdurablemente logrado. Algunos de mis interlocutores, los más movilizados, los mejor dispuestos, incluso los más instruidos, me hicieron valer con una extraña convicción que comunismo y nazismo debían de ser tenidos ambos por dos «atrocidades» comparables, prácticamente equivalentes, y que no era cuestión de rebatir este dato incontestable. Así que, es primero en estos jóvenes tan sinceros y muy justamente rebeldes, en los que yo pienso al permitir de nuevo la publicación de unas líneas escritas hace ya tanto tiempo.

II

Veinte años después. Veinticinco incluso… Fue, en efecto en 1985 cuando publiqué el panfleto que van a leer; y más de veinticinco años después de que mis amigos Aymeric Monville y Edmond Janssen (dicho de otra manera, la editorial Delga) me presionaron amablemente a reeditarlo. Desde la fecha de su aparición, como habría dicho uno de los autores citados más adelante, me rompí el tobillo derecho, después recuperé perfectamente la flexibilidad de mi pierna, a pesar de que países de los que se trata en la obra desaparecerían cuerpo y bienes [4]. Empezando por la Unión Soviética. Y toda una serie de otros emergiendo, algunos de ninguna parte. Hoy «yo me destapo». Me habré ganado, durante este lapso de tiempo bastante considerable a nivel dela vida de un hombre, la posibilidad de no tener que recurrir al empleo de narices falsas o de seudónimo, en una Universidad francesa que ha brillado particularmente durante este último cuarto de siglo por eso que Eric Hobsawm llamaba su «antimarxismo furioso» [5]. No sin haber soportado allí algunos chistes bastante memorables, y no sin que muchas luchas no me dieran la ocasión, me crucé con colegas brillantes, talentosos, valientes, en todo punto amables. Pero también me hice de paso un gran número de ‘amigos’ entre todos aquéllos, numerosos, que con frenesí volvieron la espalda a sus compromisos de juventud y no tienen absolutamente nada que decir a aquéllos y a aquéllas a quienes corresponde en adelante ser jóvenes: antiguos sesentayocheros más o menos notabilizados, ex maoístas que apelan sin cesar constantemente haciendo votos por la próxima guerra proyectada por el Imperio, tapando los asesinatos, digiriendo ávidamente las torturas, los bombardeos, las masacres e, incluso muy cerca de ellos, la destrucción metódica de las bases mismas de la civilización.

La edición original de este libro (que sin embargo no habla más que de ellos) «llegó» a un centenar de «profesionales» de los medios. Una línea en L’Humanité, de Arnaud Spire, y una nota en la revista France-URSS, fue todo el eco que tuvo en el mudillo de los medios franceses. Pero con la ayuda de Daniel Billard (que redactó el prólogo del editor) y la de muchos militantes benévolos, logramos, mal que bien, vender los 3.000 ejemplares que entonces se imprimieron en las Éditions de la Croix de Chavaux.

La otra razón por la que me parece bien reeditar este libro es el encuentro con jóvenes editores resueltos a enfrentarse a la censura, a la capa de silencio y de conformismo impuesta en Francia, desde hace veinticinco o treinta años, a la simple expresión de las ideas comunistas.

III

«Caída del muro». Caída del muro de Berlín-de-la-vergüenza, por supuesto (¿todos los otros muros que se han levantado en este mundo, cada día un poco más bunkerizado, son, acaso, todo menos vergonzosos?). Caída del muro de Berlín de la que pronto se va a festejar hasta la náusea el 20 aniversario, tanto que ya se habla hasta de «institucionalizarla» de alguna manera, nazificando urgente y oficialmente el balance del «socialismo real» en alguna moción oficial, en un texto que se votaría en Estrasburgo o en cualquier otro sitio, a fin de evitar que los jóvenes vean cada vez más en el comunismo una alternativa a la «democracia liberal».

Daño colateral monumental, pronto se ha venido a añorar por parte de los observadores menos prevenidos a favor de los antiguos regímenes llamados «del Este», los buenos tiempos de la Guerra Fría. Si el siglo XX comenzó con la Primera Guerra Mundial, terminó en 1991 con el fin de un sueño, de una esperanza, pero también con el fin la ruptura de un mundo que se apresura a declararse desde entonces, pacificado [6]. «El duopolio americano-soviético se fundaba en una relación extremadamente peligrosa, pero estable», escribía Hervé Coutau -Bégarie [7]. Ahora bien, «el optimismo engendrado por este fin inesperado […] de la Unión Soviética», añade más adelante el mismo autor, «dio lugar a un pesimismo ampliamente compartido» [8]. Un desencantamiento generalizado ha seguido muy de cerca, en efecto, a la euforia por mandato, a la alegría teledirigida. Y la paz, desde entonces, ha llegado a ser más improbable que nunca [9].

La elección el 11 de marzo de 1985, de Mijail Gorbachov como secretario general del PCUS, cubrió pues la última fase del periodo soviético de la historia rusa, un periodo de seis años en el curso del cual, de reforma en reforma, de acelerón en acelerón, un proyecto que se creía que iba a hacer más eficiente el sistema soviético existente, desembocó en el estallido, seguido de la desaparición de la URSS. Así, el año 1991 entró en la historia como el término de una experiencia comenzada en 1917, institucionalizada en 1922 por el Tratado que creó la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. Una inmensa «revolución» ideológica, política, diplomática, económica y social agitó no sólo el conjunto de las estructuras estatales y económicas puesto en pie desde 1917, sino también el orden europeo y mundial. De modo que el paisaje internacional que dio lugar a la división del mundo en dos «bloques», y después a la hegemonía de una de los dos antiguas «superpotencias», tiende hacia un sistema cada día más fraccionado, con grandes bloques regionales, separados por vastas zonas de inestabilidad del que estos últimos países cada vez más quieren separarse y protegerse.

Algunos clichés, repetidos hasta el hartazgo, han actuado, «en caliente», de análisis o, el menos, de consigna del acontecimiento. «Incapaz de renovarse, así zanjaba Anne de Tinguy, el sistema ‘se autodrestuyó'» [10]. Y unas páginas más adelante la misma idea y la misma jerga mediática: «el régimen soviético, minado en su interior, incapaz de reformarse, se autodestruyó» [11]. Sin poner mayor reparo, se añade que»este fenómeno […] no es el resultado de presiones externas» [12];es justamente como si se admitiera que fue «precipitado por la evolución de la relación de la URSS con el mundo exterior» [13].

«La URSS se autodestruyó» se repite en la página 76, por si alguien aún no lo ha entendido. «[La URSS] se cayó porque la ideología que subyacía en el sistema sociopolítico que había construido no era más que una añagaza. Este acontecimiento podría haberse producido más pronto o más tarde. Ocurrió el día en que se emprendieron reformas que afectaron a los fundamentos del sistema, reformas que fracasaron todas» [14]. «Ante el asombro general», «en unos meses, como un castillo de naipes», el sistema «por sí mismo se hundió» [15], etc. El breakdown (dicho de otra manera el colapso, la descomposición, más aún, el estallido de la Unión soviética), escribía más cerca de aquí Nick Besley, se debería a cuatro causas, en última instancia, internas: el ascenso de los nacionalismos que hizo posible el final de la Guerra fría; los malos resultados del sistema económico; la «fragmentación de la elite» y la caída de las instituciones del Estado [16]. Moshe Lewin, ordinariamente más circunspecto, afirmaba por su parte en 1997, que «no fue la carrera armamentística […] la que causó la muerte de la URSS, aunque tuvo su influencia en ella». El «factor decisivo» habría que buscarlo, según él, «del lado de ‘los mecanismos’ propios del sistema soviético» [17].

Todo esto ya lo indiqué en la Introducción de mi libro titulado «Lenin y la revolución» [18]. The Fall of the Soviet Empire [19], The Disintegration of the Soviet Union [20], The Causes of the Soviet Collapse [21], L’Énigme de la désagrégation communiste  [22], etc., la lista de expresiones o de declaraciones de este tipo concernientes al fin de la Unión soviética en 1989-1991, daría lugar a una letanía de opiniones todas convergentes: La URSS, como lo haría un niño torpe (o un disminuidos motriz), se cayó ella sola. Albert Soboul gustaba de repetir, sin embargo, en aquellos cursos consagrados a la Revolución Francesa que el 10 de agosto de 1792 (el día en que la insurrección popular obligó a la Asamblea legislativa a pronunciarse a favor de la suspensión del monarca), no había habido «caída» sino derrocamiento de la monarquía. Porque, añadía con una sonrisa, ésta ¡no se cayó sola! Y la URSS en 1991 tampoco. El principio de la «Guerra Fría» y el fin de su resurgimiento, después del intermedio de la ‘detente’ en los años 72-80, ¿acaso no habían sido señalados por dos advertencias militares de lo más explícito? Fueron dos amenazas, no sólo de guerra, sino de guerra total o de aniquilamiento: la destrucción atómica de Hiroshima y Nagasaki decidida por Henry Truman y el programa de «guerra de las galaxias» lanzada por Ronald Reagan [23]. Nadie, o casi nadie, de aquellos que han descrito el reciente fin de la URSS habrá dado cuenta de que uno de los objetivos explícitos de la Iniciativa de Defensa Estratégica (SDI) lanzada en 1983 por el equipo de Reagan, era «poner de rodillas a la potencia soviética», quebrantarla, para después arruinarla por medio de un relanzamiento desenfrenado de la carrera armamentística. Por eso nos parece absolutamente evidente el carácter mistificador de categorías que pretenden definir como un proceso puramente espontáneo e interno una crisis que no se puede separar de la formidable presión ejercida por el campo contrario. Y la categoría de ‘implosión’ o ‘colapso’, así como todos sus sucedáneos enumerados más arriba, podría por tanto formar parte perfectamentede una mitología apologética del capitalismo y del imperialismo. Como escribe Losurdo, ya no sirva más que para «coronar a los vencedores» [24].

A decir verdad, la URSS se había implicado, a principios de los 80, en una competición militar no sólo con los Estados Unidos, sino con el conjunto del mundo exterior, incluidas Europa, China y Japón. Los adversarios de los soviéticos tenían, tácita o explícitamente, la posibilidad de compartir el peso de esta competición militar, coordinando sus políticas y uniendo más o menos sus esfuerzos. La situación era muy diferente en la URSS. Sus aliados y clientes de Europa, de América central, de Asia del Este, del Oriente Medio y de África, apenas estaban en disposición de ayudarle. Es evidente que la decisión estadounidense de subir el nivel tecnológico de la carrera armamentística puso a la Unión soviética en una posición más que difícil. Frente a la iniciativa de defensa estratégica lanzada por la administración Reagan en 1983, o la URSS perdía la apuesta debido a su incapacidad demigualarse con los Estados Unidos en el dominio económico y tecnológico, o emprendía reformas políticas y económicas radicales. Correspondió en cierta manera al complejo «militar-industrial» soviético, que hasta entonces había sido el principal obstáculo a las reformas, la misión de emprender los cambios que, en definitiva, costaron la vida a la URSS.

Parece natural, a la vista de algunos datos, que si la Unión soviética hubiese utilizado su potencial humano, intelectual y económico a fines civiles en lugar demalgastarlos fabricando cada vez más armas, habría podido vivir mucho más tiempo, y sin duda habría podido transformarse en un Estado más próspero y más estable. De todos modos se «hundió» en 1991 y no en 1951 o en 1971, cuando incluso el peso de la carrera de armamentos sobre la economía soviética (en porcentaje gastado en la defensa en el PIB) era mucho más pesado al principio de la Guerra Fría que al final. En total que el comunismo al principio fue triunfador, enseguida se estancó y al final declinó. El inmovilismo político que prevaleció durante dos decenios, la extensión de la corrupción, el escepticismo generalizado en materia ideológica, la división del movimiento comunista internacional, etc., habrán evidentemente favorecido la disgregación de un sistema ya con dificultades por el coste insoportable de una carrera de armamentos que, más abiertamente que nunca, le había sido impuesta.

Con ocasión del pleno de abril 1985, Mijail Gorbachov pronunció su gran discurso sobre una crítica de la situación de la economía y de la sociedad haciendo apelación a una «aceleración» (uskorenie) del ritmo de desarrollo nacional, que registraba un inquietante estancamiento dese hacía ya varios años. Perestroika (la ‘reconstrucción’) no lo expresa del todo, pero la palabra se convirtió en el lema oficial con ocasión del XXVII Congreso del Partido, en marzo de 1986. Para M. Gorbachov, la perestroika es «la política cuyo fin es activar los progresos sociales y económicos del país y crear una renovación en todas las esferas de la vida». En el plano económico, el balance de los años 1985-1991 fue sencillamente catastrófico. El nivel de vida de los soviéticos se hundió, lo que hizo cada día menos creíble a los ojos de la gente el discurso sobre las reformas económicas. Los resultados agrícolas cayeron y el abastecimiento se resintió inmediatamente. Las tasas de crecimiento industrial no cesaron de bajar, alcanzando cero en 1989 y menos 8% en 1990. Las tensiones inflacionistas se agravaron, unido a un muy importante déficit presupuestario que sobrepasó, entre 1988 y 1989, 100.000 millones de rublos (el 11% del PIB). El rublo cayó de 10 rublos por 1 dólar en 1990 a 120 rublos por 1 dólar un año más tarde, y la organización de la producción constriñó al gobierno a reintroducir las cartillas de racionamiento para algunos productos [25].

La perestroika de Gorbachov originalmente fue una revolución por arriba, y así se mantuvo en lo esencial. Al destruir los mecanismos que mantenían la cohesión de la sociedad se produjo, y casi todo el mundo está de acuerdo con ello, una «curiosa revolución», una «revolución sin revolucionarios», una «revolución de terciopelo»… [26], un «acontecimiento que nos cuesta llamar revolución» [27]. Sirvió sobre todo para los intereses de una joven generación de burócratas, la más dinámica, particularmente aquella que, en las repúblicas, deseaba deshacerse de los supervivientes del periodo de Breznev. Esa parte de la nomenklatura, a la que Gorbachov decepcionó muy pronto, se asentó como uno de esos grupos que podían por privilegio formar el nudo de una futura clase propietaria que inmediatamente se puso del lado de Boris Yelsin; de hecho, favoreció después la concentración del poder en manos de la oligarquía financiera.

En cuanto a la no menos célebre glasnost («transparencia», «publicidad»), llevó sobre todo a una extraordinaria floración de medios de comunicación reaccionarios o socialdemócratas y a un desmoronamiento de las posiciones comunistas. Y habría permitido, de paso, una revisión de arriba a abajo, véase una desmelenada satanización del conjunto de la historia soviética. «En el curso de dos años echó por tierra setenta años de trabajo ideológico», escribía, con regocijo, Martin Malia [28]. El Partido dejó a la derecha imponer poco a poco su interpretación de las reformas. Y se pasó así del reconocimiento de la diversidad de las formas de propiedad a la condena sin apelación del sector público y a la exaltación desmedida de lo privado. Con respecto a las identidades nacionales, poco a poco se llegó a las peores derivas identitarias, chovinistas, centrífugas, mortíferas [29].

El fracaso del golpe de Estado del 19 de agosto de 1991 permitió al fin a Boris Yelsin, por entonces presidente del Parlamento de la Federación Rusa, suspender el Partido Comunista y más tarde prohibirlo [30]. El fracaso del golpe, muy mal tramado, aceleró además la disgregación de la Unión: ocho repúblicas proclamaron su independencia. Las tres repúblicas bálticas obtuvieron inmediatamente un reconocimiento internacional. El 8 de diciembre de 1991, los presidentes de Rusia, de Ucrania y de Bielosrusia, reunidos en Minsk, al constatar que «la Unión soviética ya no existe», deciden formar una «Comunidad de Estados Independientes» abierta a «todos los Estados de la ex URSS». Sólo le quedaba a Gorbachov poner fn a sus funciones de presidente de una entidad que había dejado de existir. Como escribe Lilly Marcou, «haciendo que la lucha entre los dos sistemas se esfume, situando la lucha de clases en segundo lugar y borrando la guerra ideológica que tejía la coexistencia pacífica poniendo el acento sobre los problemas humanitarios como patrimonio común», la perestroika había quitado su razón de ser a los viejos cánones del comunismo [31]. Eso me da, si se me permite, una tercera razón para que se reedite un libro que data de este periodo durante el cual tanto se «gorbacheveó» en Moscú [32] con los notables resultados que acabamos de recapitular brevemente.

IV

No es éste el lugar de multiplicar «preguntas» susceptibles de contradecir el prêt-à-penser del momento. Ni es el lugar de preguntarse cómo una fuerza tan nociva como el comunismo pudo mantenerse tanto y cómo pudo continuar obteniendo éxitos electorales, a veces brillantes, como fue el caso en diciembre de 1995, con la victoria de los comunistas rusos en la Duma, por ejemplo [33]. Un año más tarde, en 1996, cuando todo el aparato administrativo se movilizó para la reelección de Boris Yelsin, éste último finalmente no obtuvo más que el 53,7% de votos, contra el 40,4% el dirigente comunista Guenadi Ziuganov. Tampoco es lugar de glosar sobre la historia soñada, la historia pasada por el molinillo de la prédica liberal que en adelante hace de koiné aquí y allá. Según un estudio del IFOP, sólo el 20% de los franceses pensaba en 2004 que la participación de la URSS fue preponderante en la victoria sobre el nazismo (contra, según parece, el 57% en 1945). La ignorancia sobre este punto es tanenorme que una mayoría de jóvenes franceses preguntados en 1984, con ocasión de un «sondeo», opinó que la URSS había sido la aliada de… la Alemania hitleriana durante la Segunda Guerra  Mundial [34].

Mi libro Rideau de fer sur le Boul’Mich de ninguna manera pretendía presentar un rosario de pensamientos edificantes sobre el ideal comunista, y menos intentar estudiar con un mínimo de seriedad la historia diplomática de la Unión Soviética [35]. Tampoco se trataba, y yo lo precisaba de entrada, de componer una apología del «socialismo real» [36]. Sobre todo intentaba subrayar la aterradora porosidad que, sobre este capítulo más que sobre muchos otros, existe entre el embuste puro y simple, su amplificación mediática y el discurso pretendidamente sabio de los «investigadores» cada vez más partidistas y cada vez menos rigurosos. El resultado no me decepcionó… En 1992, V. Volkoff, el ensayista ya citado, declaraba sin vacilar, que «el comunismo […] causó de unos setenta a doscientos millones de muertos» [37]. En un registro apenas más serio, Le libre noir du comunisme, (200.000 ejemplares vendidos en Francia y otros tantos en Italia) reducía generosamente a la mitad el pretendido balance, pero se benefició de una verdadera campaña de propaganda destinada a meter en los cráneos la idea de que la criminalidad reside en el corazón mismo de la empresa comunista [38]. Ya no era «la paradoja de un gran ideal que lleva a un gran crimen» [39], era una «lógica genocida» de la que se podía hablar protegido con un casco del CNR [40]. Dos años antes, Le Passé d’une illusion, el libro de François Furet, fruto tardío de la Guerra Fría y de la caza de brujas, tuvo derecho a una promoción de la misma envergadura [41].Otra razón de no arrepentirme de haber escrito ya en 1985 sobre las pseudo-cifras y las cuantificaciones infinitas: «La sovietología es la aventura del Puorquoi pas? [42]

Y cuando se invocan sin partirse de risa «estudios» estadounidenses que comparan, con toda la seriedad, a la URSS («superpotencia subdesarrollada», añadía el autor) con «un Alto Volta [con] armas nucleares», cada cual puede comprender bastante fácilmente que lo que se propone a los lectores equipara la propaganda pura y simple con la investigación universitaria [43]. En efecto, habíamos creído ingenuamente hasta ahora que la transformación de la URSS en semi-colonia, su tercermundialización, la huida de cerebros y el sentimiento de que allí todo estaba en venta, habían seguido, no precedido, a la dolarización progresiva de su economía, a la imposición de un modelo americano omnipresente, invasor, con sus subproductos deletéreos (reportajes publicitarios, como «Dallas») [44]. Pensábamos que era eso lo que había invadido a un país-continente que había sido, precisamente, «un país del Tercer mundo que había logrado resolver los tres problemas fundamentales: alimentar, educar, cuidar» [45].

A decir verdad, se me podría objetar con razón, en el país del Tour de France gangrenado por el dopaje y por los numerosos cánceres muy sospechosos que sufren los campeones ciclistas, que las hormonas de Alemania del Este no eran una pura invención; que las hormonas efectivamente parece que fueron objeto de una cultura bastante floreciente en la antigua RDA. Admitiría incluso sin inconveniente, que el machaqueo era tal que, durante dos o tres días de abril de 1986, el desastre de Chernóbil pudo parecerme por un momento muy probablemente una exageración, como todas las demás, de los medios occidentales. El resultado muy pronto demostró la amplitud de la catástrofe y nos mostró, por añadidura, que ésta había sido subestimada a sabiendas por la «comunicación» gubernamental francesa y sus complacientes repetidores. Mientras se denigraba una y otra vez la opacidad de la información soviética, ellos mismos pregonaron, todos serios y a la vez, que la nube radioactiva se había parado muy oportunamente… justo a las fronteras del hexágono. Se me pueden decir todos los discursos que se quiera sobre la realidad del fracaso del «socialismo real». Tú tienes, querido lector, incluso la autorización para considerar, como lo hizo Zinoviev, que la diferencia entre socialismo y perestroika es más que tenue:

– «¿Sabes cuál es la diferencia entre el desarrollo acelerado y el estancamiento?

– No

– Pues es la misma que entre la diarrea y el estreñimiento. Es siempre la misma mierda, sólo que más acelerada» [46].

No voy a desviarme lo más mínimo de la línea que me tracé en la época en que redacté el libro que van a leer: porque se trataba de hacer resaltar a qué altura de odio y de «autofobia» había llegado el discurso estandarizado de la izquierda francesa alineada bajo el régimen de la hegemonía socialdemócrata. Por cierto, y esta crítica me parece más seria, sería totalmente desencaminado pretender que el sistema capitalista no se basa más que en «un simple atracón mental» y que la batalla ideológica se limita a la denuncia de «un conjunto de enunciados engañosos» [47].

Fuente: http://www.correntroig.org/spip.php?article1642 

rCR