La violencia urbana privatiza la revuelta, individualizada en la acción deletérea del malhechor que, movido por la ambición desmedida, traspasa los límites de la ley y del orden para satisfacer sus deseos. En una sociedad marcada por la desigualdad y por la ‘cultura de la muerte’, denunciada por Juan Pablo II, la ley del talión […]
La violencia urbana privatiza la revuelta, individualizada en la acción deletérea del malhechor que, movido por la ambición desmedida, traspasa los límites de la ley y del orden para satisfacer sus deseos.
En una sociedad marcada por la desigualdad y por la ‘cultura de la muerte’, denunciada por Juan Pablo II, la ley del talión tiende a prevalecer sobre la acción política capaz de asegurar a la mayoría condiciones dignas y pacíficas de vida.
Lo más grave, sin embargo, como lo comprueba la película «Tropas de élite», es la policía y el ciudadano, escépticos frente a los recursos legales, como el Poder Judicial, y que adoptan el mismo procedimiento de los malhechores. Se hace burla de la ley, se tortura, se denigra, se mata, reduciendo el caso de política a un caso de policía.
Se restaura la ley de Linch, ahora puesta en candelero debido al sofisticado llamado a la tercerización: ya no es necesario que el ciudadano manche sus manos de sangre linchando al delincuente. Se le paga a la policía para que lo haga, respaldada por la impunidad y el apoyo de ese segmento de la población convencido de que «el malhechor bueno es el malhechor muerto».
Lo paradójico es que los mismos que defienden el método «ojo por ojo, diente por diente» son contrarios a los derechos humanos… ¡excepto los suyos! Ellos, eso sí, quieren para sí todos los derechos de la Carta de la ONU, que en el 2008 conmemorará los 60 años.
La paradoja se explica porque son portadores de la misma antiética del prejuicio y de la discriminación que motivó a los colonizadores ibéricos a masacrar a los indígenas de América Latina, a Hitler al holocausto de los judíos y a Bush al genocidio en Iraq.
La biodiversidad es un don de Dios. Y debiera servirnos de parámetro para la vida social, sin que transformemos la diferencia en divergencia, como ocurre con frecuencia entre patrón y empleado, blanco y negro, occidental y oriental, etc. Es lo que destaca el episodio bíblico de la torre de Babel. Sus constructores la erigían movidos por el orgullo de «hablar una sola lengua» (unanimidad) y de invertir, prometeicamente, la relación entre el Creador y las criaturas; la torre simbolizaba el poder humano de penetrar los cielos y destronar a Yavé. Pero éste prefirió la pluralidad a la unanimidad, diversificando el lenguaje. Lo que a los humanos les pareció confusión y maldición era bendición a los ojos divinos.
El prejuicio, raíz de la discriminación, nos es interiorizado por la cultura asumida en la familia, la escuela, los medios de comunicación. Le tengo miedo al semejante porque no se viste tan bien como yo, o no tiene una apariencia que me agrada, o adopta actitudes que me parecen amenazadoras, o manifiesta ideas que no coinciden con las mías…
En ningún momento se da cuenta el prejuiciado de que él es mero azar de la lotería biológica. No escogió ni la familia ni la clase social en que nació. Y en un mundo en el que, de cada 3 nacidos vivos, 2 nacen condenados a la pobreza y a la miseria, el privilegio de estar por arriba de la línea de pobreza debiera ser visto como una deuda social.
Peor aún cuando el que procede de la pobreza es investido de una función de poder -como lo es el integrar el aparato policial-militar- y pasa a tratar como desemejante a su semejante de origen. Basta con observar una batida policial en favelas y periferias.
Antes en Brasil la violencia urbana sucedía como fenómeno aislado, hasta el punto de que un bandido famoso como Meneghetti se gloriaba de no haber ocasionado nunca daño físico a sus víctimas. Hoy sucede al por mayor, con bandas organizadas, desde el narcotráfico (abastecido por el mismo consumidor que aplaude al policía que mata a los bandidos) hasta los comandos carcelarios. El Estado, ciego también a las causas, trata de hacer PAC de la Seguridad, construir cárceles, equipar a la policía, prometer rigor, hacer la vista gorda ante la represión que primero dispara y luego pregunta…
Los defensores de Lynch no perciben que, mientras las causas de la violencia no sean erradicadas, ellos mismos también se vuelven víctimas de la violencia más sutil; gastan fortunas en medidas de seguridad, desde la alarma en los vehículos a los cerrojos de las puertas; viven confinados en el síndrome del pavor. Es la cascada sicológica que indujo a la mayoría a aprobar en plebiscito el comercio privado de armas.
Todo lo que el sistema espera de nosotros es que cambiemos los métodos, no el sistema mismo. De tal forma se perfeccionan los recursos represivos -escuchas telefónicas, vigilancia electrónica, gases paralizantes- sin abrir los ojos a la cultura de lo obvio, señalada por el profeta Isaías hace 2700 años: sólo habrá paz como fruto de la justicia. Lo que, en términos actuales, significa que, sin democracia económica, la democracia política será siempre una mofa virtual.
[Autor de «Sobre la esperanza», junto con Mario Sergio Cortilla, entre otros libros].
Traducción de J.L.Burguet