«El trabajo es cosa buena, es lo mejor de la vida; pero la vida es perdida trabajando en campo ajeno. Unos cinchan como trueno y es de otros la llovida» . Atahualpa Yupanqui «El ojo del amo engorda el ganado», suele decirse desde una posición conservadora, de derecha, pensando sólo en la ganancia empresarial. Solidaria […]
«El trabajo es cosa buena, es lo mejor de la vida;
pero la vida es perdida trabajando en campo ajeno.
Unos cinchan como trueno y es de otros la llovida» .
Atahualpa Yupanqui
«El ojo del amo engorda el ganado», suele decirse desde una posición conservadora, de derecha, pensando sólo en la ganancia empresarial. Solidaria con ello marcha la creencia respecto a que la empresa privada es eficiente, tiene una relación costo/beneficio positiva, jamás dilapida ni «pierde tiempo» (el tiempo es oro, puede llegar a afirmar esta lógica del capital), en tanto los emprendimientos públicos son siempre deficitarios, paquidérmicos e ineficientes, intrínsecamente corruptos y torpes.
Todos estos no son temas económicos. O, al menos, no deben ser temas solamente económicos, sino que deben abordarse con la complejidad del caso como cuestiones políticas y sociales donde todos estamos convocados a participar, opinar e incidir. Es decir: no son temas del dominio exclusivo de los economistas profesionales. Para un planteo socialista puede decirse que es uno de sus temas claves, porque de ello depende la posibilidad de construir la ansiada sociedad nueva. En ese sentido, es una cuestión de la más relevante importancia a la que todos los sectores están convocados a aportar. En otros términos, la pregunta de fondo es: ¿cómo trabajamos?, ¿es cierto que estamos condenados a que el «ojo del amo» sea el garante de la productividad? ¿Qué significa parir el «hombre nuevo», responsable y dueño de sus actos? Contrariamente a lo que hoy podemos sentir en muy buena medida respecto al trabajo: un peso, una carga, una maldición, ¿cómo llegar a hacer evidente que él es nuestra realización como humanos? ¿Cómo lograr que el trabajo sea nuestra fuente de felicidad y no una atadura?
Estas breves palabras introductorias pretenden mostrar que lo que está en juego es algo más -mucho más- que una cuestión puramente econométrica. Es una cuestión ética, por tanto política. Se trata del proyecto social (filosófico, en última instancia) que está detrás de todo esto: ¿qué somos? ¿Cómo queremos ser?
Definitivamente es un mito mantenido desde interesadas posiciones ideológicas aquello de la eficiencia de la empresa privada. La misma es eficiente en su misión última, es decir: lucrar. En eso no falla. No importa el costo a que lo logre, la obtención de ganancia la mueve con fuerza ciclónica, lo cual le permite justificar cualquier cosa: explotación inmisericorde del recurso humano que maneja, trabajo infantil, degradación ambiental, espionaje industrial, creación de necesidades superfluas para vender y vender sin límites, obsolescencia programada de los productos que ofrece para no detener el ciclo de la ganancia, guerras por materias primas y mercados, invasiones, muerte y dolor de las mayorías para no mermar el beneficio de los propietarios… La lista es tan larga como patética y sangrienta, todo lo cual lleva a pensar que es muy discutible llamar a eso «eficiencia». Descaro, en todo caso; impunidad, manipulación, tergiversación de los hechos…., pero ¿por qué eficiencia? Si por la misma entendemos la «capacidad para conseguir un efecto determinado», sin dudas es eficiente. Pero la definición en abstracto sin considerar las circunstancias del caso (explotación del hombre por el hombre, desastre ecológico concomitante…) pone en duda la definición misma. Si no, estaríamos asintiendo que el fin justifica los medios. Y no es ese el caso, definitivamente. Si por eficiencia entendemos la exclusión de buena parte de los interesados, hay algún error en la concepción.
Incluso si medimos el comportamiento de la empresa privada con estos parámetros del éxito, de la eficiencia y el triunfalismo tan típicos de la cultura capitalista, dista mucho de ser eficiente. En infinidad de casos ofrece bienes y servicios altamente deficientes, perniciosos, contrarios a la salud y la ética de los consumidores, desproporcionadamente caros y en muchos casos inservibles, pero no hay mayor espacio para adversarle. El mito en juego, repetido hasta el hartazgo a punto que ya pareciera algo natural, es que la empresa privada produce sin desmayo y logra sus metas, en tanto el ámbito público es lento, perezoso, holgazán. Lo privado «gana dinero» sin cesar mientras que lo público «no es rentable».
Por supuesto, todas estas son patrañas ideológicas; puros mitos y no realidades. Aunque si consideramos el rendimiento de uno y otro modelo, vemos que hay fenómenos que debemos considerar: ¿por qué en el Estado suceden ciertas acomodaciones y constatamos, como generalidad, una actitud laboral complaciente, relajada, suavecita? Ahí está la necesidad de abrir la crítica al respecto, crítica con conceptos socialistas, crítica implacable en búsqueda de la verdad para proponer alternativas superadoras. Con esto, que puede sonar a abogado del diablo, no queremos sino descartar el mito capitalista de la eficiencia para abrir un debate serio sobre la alternativa a la que aspiramos: un mundo de «productores libres asociados» donde el trabajo es la fuente de dicha y no una carga.
La empresa privada produce incansablemente ganancias, sólo ganancias. Ganancias, lo sabemos, que son propiedad privada de sus propietarios. No hay idea de bien colectivo. Para mantener y reproducir eso afina su eficiencia logrando grados increíblemente sutiles (o despiadados) de explotación: se controla a nivel de segundos cuánto demora cada trabajador en la línea de montaje, se piensa hasta en el más mínimo detalle que pueda favorecer la loca carrera por la acumulación buscando reducir costos de producción, se despliegan las más refinadas políticas de mercadeo auxiliándose de todas las tecnologías disponibles. En definitiva: se explota, se enajena la vida de inmensas masas, se fuerza a grandes mayorías a trabajar en condiciones alienadas y a consumir vorazmente cosas prescindibles. En este circuito la empresa privada se asegura no perder; si pierde, quiebra, por lo que su hambre voraz de lucro es inherente a su sobrevivencia misma. El sistema capitalista, en definitiva, se sostiene de esa irracionalidad: no se produce para llenar necesidades sino para ganar dinero. Círculo vicioso que no tiene salida. Si se rompe, se detiene todo el sistema. Patéticamente, sus crisis periódicas lo dejan ver con claridad: no es la escasez lo que lo traba sino su sobreproducción. Por todo eso es absolutamente conservador: la empresa privada no puede ser solidaria por principios. En función de ello eficientiza sus procedimientos para seguir reproduciéndose y abomina (con sangre si es preciso) cualquier intento de transformación, de repartir ganancias, de horizontalizarse. Es en esa lógica que fuerza a los trabajadores a trabajar sin desmayo, siempre, continuamente, porque si no, se niega a sí misma como empresa lucrativa. Quien no cumple con los requerimientos de la empresa, va a la calle. La cuestión es: ¿por qué llamar a eso eficiencia?
Ahora bien: desde la ideología dominante se ha construido el mito que alimenta esa pretendida «super eficiencia» a prueba de todo de la libre empresa y la ineficiencia como consustancial al sector público. Mito, solamente mito ideológico-cultural mantenido desde una situación de poder. Lo público, lo estatal, puede ser tan eficiente como lo privado. Es sólo cuestión de voluntad política, del proyecto en juego. Cuando la empresa privada hace agua, más allá de su tradicional prédica neoliberal antiestatista, es el Estado el que sale a rescatarla. La crisis financiera que estamos viviendo lo evidencia: ante la caída de los grandes bancos privados o de la General Motors, por ejemplo, es el «ineficiente, burocrático y corrupto» Estado el que se hace cargo de su salvataje. ¿Dónde queda entonces la cantinela de la ineficiencia estatal? Lo público estatal puede ser tan eficiente como la más privada de las corporaciones; el asunto radica en el proyecto político que lo alienta. El punto máximo del desarrollo científico-técnico de la super potencia dominante del mundo en este inicio de milenio, encargada de la investigación más avanzada, a la vanguardia en infinidad de sectores, es un emprendimiento público: la NASA. Y nadie, absolutamente nadie osaría decir que la NASA es ineficiente. ¿Por qué y desde dónde se mantiene el mito entonces?
Pero aún sabiendo que el mito en juego es producto de una ideología que necesita ensalzar el individualismo como valor supremo en detrimento de lo colectivo, el ámbito de lo público no deja de plantearnos interrogantes, a veces inquietantes, que deben ser abordados con honestidad. La Unión Soviética no cayó sólo por la Guerra Fría que la sometió a una carrera sin salida donde se dilapidaban recursos; también había un atraso comparativo en la productividad de su población trabajadora. ¿De dónde surge el prejuicio de que «el ojo del amo engorda el ganado»? ¿Qué anclaje con la realidad tiene? ¿Es puro mito, o debe ser repensado críticamente? Lo cual no quiere decir justificarlo; quiere decir, en todo caso, entender la dinámica real que se juega ahí, porque no es mentira que no se trabaja de la misma manera en una empresa privada que en un puesto estatal.
No es ninguna novedad para nadie que en los puestos públicos es bastante común trabajar «suavecito». Ahora bien: ¿en qué medida es eso un «error» del sistema? ¿Acaso el hecho de no tener encima un ojo controlador del amo que supervisa casi militarmente el proceso de trabajo fomenta esa «suavidad», esa cierta tranquilidad excesiva? ¿Hasta qué punto es fatalmente cierto que sólo esa dialéctica de amo controlador, látigo en mano, sobre el esclavo encadenado, permite una alta productividad? ¿Estamos condenados a ese ciclo? La invocación a una nueva ética, y por tanto, nueva productividad socialista: ¿dónde quedan entonces? ¿En qué medida y de qué manera son posibles crear el «hombre nuevo» que pueda saltar sobre esos moldes del trabajo esclavizado que se realiza porque no queda otra alternativa, siempre pesado, molesto, fatigoso? Ahí se inscriben los planteamientos de incentivos materiales que surgen en la economía socialista, los que diseñó la Perestroika soviética, los que actualmente se diagraman en Cuba. ¿Es un límite infranqueable esto de la necesidad de estímulos materiales, más allá de una vocación militante, de una mística que pareciera no surgir tan espontáneamente como quisiéramos? ¿Tiene eso que ver con el peso de una historia milenaria basada en la propiedad privada y el individualismo que nos marca un camino muy difícil de torcer? («es más fácil desintegrar un átomo que un prejuicio»).
Dentro de los estrechos moldes del capitalismo no podemos esperar un cambio de actitudes realmente genuino: se trabaja en el marco de la esclavitud asalariada, y ello, por principios, no puede ser edificante. El trabajador (manual o intelectual, no calificado o altamente calificado, para el caso es lo mismo) es un engranaje más de la cadena productiva, y el producto que elabora no le pertenece. Por tanto, más allá de las engañosas técnicas motivacionales que intentan hacerlo sentir parte de «una gran familia» que sería la empresa privada a la que pertenece, jamás puede tomar como propio lo producido, aunque lo llenen de halagos y lo nombren «empleado del mes». Cuando la empresa empieza a hacer agua, no duda en despedirlo si la situación económica no le es favorable. En ese marco, entonces, con esos condicionantes, se explica y es absolutamente funcional aquello del ojo del amo como garantía de la productividad. En esa lógica, igualmente, dentro del ámbito público donde ese ojo del amo está más relajado, cobra sentido aquella suavidad, aquella cierta indolencia que podemos ver en los puestos públicos; allí no hay patrón, por tanto, nadie controla. Y nadie puede negar que, hoy por hoy, las empresas públicas muestran una actitud laboral en sus trabajadores que muchas veces está reñida con una ética de la productividad a prueba de balas. Se saca la tarea…, pero de ahí a dar la vida por el trabajo, un mundo.
Ese es el reto abierto para concebir una nueva sociedad: ¿cómo generar una nueva ética del trabajo? ¿Cómo trabajar en función de un proyecto superior de índole colectiva y no desde la mezquina perspectiva que «si me supervisan, lo hago; si no, me hago el loco»? Las experiencias socialistas habidas hasta la fecha son un punto de partida. Todo demuestra que construir -y realmente solidificar- esa nueva ética no es en absoluto fácil. Los trabajadores que podríamos hacer parte de una nueva experiencia de sociedad, de un nuevo proyecto socialista, venimos arrastrando una cultura ancestral en la que el trabajo es carga pesada, y no más que eso (trabajo alienado, trabajo para la propia sobrevivencia y para engordar al patrón). Romper ese ciclo es durísimo. Cambiar moldes culturales, cambiar por dentro cada uno de los sujetos que mantienen la sociedad es más duro, más difícil, más cuesta arriba que el cambio político de una administración. Lejos de ser un marxista convencido, el financista multimillonario George Soros lo expresó con agudeza entendiendo a cabalidad el fenómeno en juego: [no importa el candidato de turno porque] «a la larga gobiernan los mercados, que son quienes votan todos los días». Lamentablemente: sabias palabras. El mercado capitalista manda, y crea modelos culturales que repetimos día a día. Los moldes culturales que portamos nos tienen absolutamente condicionados, y el ojo del amo que nos controla ya está incorporado como modo de vida. Si falta, si no está presente, cobra sentido y se hace evidente el refrán: «cuando el gato no está, los ratones hacen fiesta».
¿Pero quién dijo que estamos inexorablemente condenados a repetir ese ciclo? ¿O acaso está en nuestra genética esta «necesidad» de amo controlador? Observando una oficina pública de cualquier país latinoamericano podríamos estar tentados de decir que sí, entre ritmos excesivamente suaves de trabajo, empleadas que se pintan las uñas en horas laborales y aprovechados de toda laya que hacen «trabajitos extras» en horario oficial de atención al público. ¿Se soluciona esto colocando un capataz con cara de perro? ¿Es connatural a la empresa pública esta laxitud y, por el contrario, connatural a la empresa privada su alto rendimiento, su productividad casi de robot? Repitámoslo una vez más: todo depende del proyecto político en juego. Y proyecto político significa, en definitiva, proyecto de vida. Trabajar bajo un látigo (hoy día los látigos son mucho más sutiles que aquellos esgrimidos por los caporales: la precariedad laboral es quizá el más evidente y efectivo de esos látigos) no significa eficiencia; significa simplemente lo que es: explotación. La contracara de eso es el puesto público, mal necesario para la lógica del capital. Desde esta cultura de la eficiencia desarrollada por la empresa privada, el Estado, en tanto mal necesario según esa cosmovisión, no apunta a la eficiencia ni a la calidad, por lo que se permite su característica «flojedad». Pero cuando los emprendimientos públicos tienen que ser eficientes -las fuerzas armadas, por ejemplo- lo son. Latinoamérica tristemente lo pudo constatar en las pasadas décadas. ¿O alguien en su sano juicio podría negarlo?
El desafío que se abre es ver cómo en las nuevas sociedades que se aspira construir, en las utopías posibles, podremos ir edificando una nueva ética del trabajo. Si hasta ahora las experiencias socialistas lograron resultados parciales en ello (porque todavía persisten ineficiencias reales, derroche de recursos, falta de compromiso y actitudes perezosas y acomodaticias entre otras cosas, y esto hay que afrontarlo con actitud crítica), eso no es resultado directo de la práctica estatal y del ideario socialista: es herencia de una cultura de la pura sobrevivencia en un mundo de clases sociales tajantemente diferenciadas donde se trabaja sólo para ganar un salario. De momento, la idea de que «el trabajo nos hace libres» (Arbeit macht frei) no pasó de ser un morboso chiste de humor negro colocado por los nazis en el campo de concentración de Auschwitz. El desafío es ver cómo eso se puede tornar realidad.