Una de las cosas más emocionantes que me han ocurrido en los últimos meses tiene que ver con un descubrimiento inesperado en los archivos del Centro Nacional de Cine de Francia. Es una pequeña película de un minuto y doce segundos de duración que recoge la salida de la iglesia, en 1904, de los invitados […]
Una de las cosas más emocionantes que me han ocurrido en los últimos meses tiene que ver con un descubrimiento inesperado en los archivos del Centro Nacional de Cine de Francia. Es una pequeña película de un minuto y doce segundos de duración que recoge la salida de la iglesia, en 1904, de los invitados a la boda de Elaine Greffulhe, hija de la condesa Greffulhe, y de Armand de Guiche. Por la larga escalinata alfombrada van descendiendo soldados imperiales con bicornio, mujeres emplumadas, hombres elegantísimos con sombrero de copa, leontina y bastón. De pronto, en el segundo 37, como una anomalía esperada, superando a las parejas parsimoniosas y solemnes que lo preceden, baja a saltitos… Marcel Proust. Es él, no hay duda. Cualquier lector de En busca del tiempo perdido, aunque no haya visto el famoso retrato de Jacques-Emile Blanche ni leído la famosa biografía de George Pinter, sabe que es él. Incluso si los expertos siguen analizando con prudencia las imágenes, los proustianos, al ver el paso rápido, la mirada fugitiva, el bigotito fino bajo el bombín, el redingote gris perla, lo reconocemos enseguida. Incluso si no supiéramos nada de la condesa de Greffulhe, modelo inspirador de la duquesa de Guermantes, ni de Armand de Guiche, uno de sus mejores amigos, sería imposible equivocarse. Sentimos un pinchazo de dolorosa emoción. Marcel Proust baja muy deprisa las escaleras de una iglesia en 1904, con 33 años, y de pronto cae y queda atrapado en su propia fugacidad, como un mosquito en el ámbar, y allí se queda, pasando y pasando para siempre, a la espera de que nuestra mirada venga a confirmar su prisión.
Se puede hablar, sí, de la melancolía de esa imagen. Proust es un mosquito atrapado en el tiempo: un tiempo sepia y hollín, un presente antiguo que ha perdido el color y en el que el atildado Marcel, demodé, acontece ante nuestros ojos con toda la brutalidad de un cuerpo vivo y concreto. Proust, atrapado en el tiempo, hijo a la par de su época y de su obra, es un mosquito y un santo: se nos aparece, sí, como la Virgen a los pastorcitos de Lourdes, pero no procede, al contrario que María, con su aura y su abstracción talar, de la futura eternidad sin arrugas. Proust viene, trajeado de belle époque, de la transitoriedad, donde ya nadie lo hubiera previsto o esperado.
Es una aparición antirreligiosa. Un fósil. Por eso esta repentina epifanía, sin duda melancólica, es también una lección de paleontología visual. Marcel Proust, durante esos tres diminutos segundos, cayendo de arriba abajo por la pantalla, es, en todos los sentidos, un mosquito atrapado en el ámbar. Es un mosquito porque Proust siempre tuvo la elegancia de un insecto; y es un mosquito porque, al igual que el fósil, no puede ya salir de esos tres segundos de visibilidad cautiva. Lo que ocurre es que, al contrario que el mosquito, detenido en su vuelo, inmovilizado y endurecido para siempre en una piedra, Proust es prisionero de su propio movimiento. El fósil es la fugacidad misma: el escritor –un pequeño chismoso fracasado en 1904– está tanto más atrapado en su cuerpo cuanto más pasa y pasa y no deja de pasar.
El cine, como las rocas sedimentarias, como el jurásico, produce fósiles. La emoción de ver a Proust descender por esa escalera alfombrada tiene que ver, desde luego, con nuestra memoria literaria, intensificada en este caso por el contenido mismo de la obra proustiana. Admiramos a Proust porque supo conservarse de tal modo vivo en las páginas de En busca del tiempo perdido que ya lo conocemos íntimamente cuando lo vemos, de pronto, salir de la iglesia en 1904; y esa aparición misma parece casi una consecuencia o un pasaje de su novela. Ahora bien, la emoción de esa imagen inesperada –fósil de la fugacidad– está relacionada también con un estadio paleontológico de la historia del cine en el que los hombres atrapados en imágenes eran tan raros como lo son los mosquitos atrapados en ámbar del precámbrico. Las cámaras fotográficas guardaban en su gelatina muy pocos momentos de la vida de un ser humano concreto; y era su propia excepcionalidad –presente aún en los álbumes de nuestros abuelos– la que daba a la existencia individual y a sus momentos iniciáticos, como a la especie Notiothauma reedi, algún valor «ejemplar». Hasta los años sesenta del siglo pasado –digamos– un ser humano se resumía en un puñadito de fotografías convencionales (el bautizo, la mili, la boda, el carnet de identidad) y, salvo los ricos y los actores, no legaban al mundo ninguna imagen en movimiento. Hoy la multiplicación tecnológica de las imágenes manufacturadas, que cubren el tiempo entero como una capa de nata, ha desvalorizado radicalmente la presencia física del ser humano concreto y su aura particular.
La paradoja es que las nuevas tecnologías, obligando a los humanos a fotografíar cada instante del tiempo biográfico, han despojado a la cámara de su papel paleontológico; nos han hecho perder la fugacidad misma. La fugacidad, por así decirlo, es ahora una ley, pero no un fósil. Hasta tal punto lo fotografiamos todo, átomo por átomo y grano por grano, tránsito a tránsito, que nadie puede fotografiar ya la transitoriedad; nadie puede registrar los fragilísimos tres segundos, separados del flujo cronorrágico de la vida, en los que pasamos de largo para siempre. Proust está vivo, nosotros no. Proust es un mosquito y un santo; nosotros sólo una especie. No somos una aparición y, por lo tanto, tampoco desaparecemos. Nos limitamos a deshacernos, como una pastilla de jabón, en los ojos de todo el mundo.
Como explico en mi último libro, el hecho de que nuestro cuerpo viva en un círculo mucho más estrecho que nuestras imágenes, liberadas –y manipuladas– en la red, multiplicadas hasta la autodestrucción, determina el extraño efecto antropológico de que de pronto, frente a esta membrana o costra fotográfica que flota por encima del mundo, percibamos el cuerpo mismo como lo verdaderamente insólito, lo excepcional, lo inesperado y disruptivo; como lo atrozmente paleontológico. Lo que nos emociona, y hasta nos traumatiza, de la aparición de Proust en la película de 1904 es que, al contrario que las Kardashian o Ylenia o el mismísimo Trump, Proust tiene cuerpo. ¡Y lo hemos recuperado en toda su temblorosa y opaca fragilidad!
Proust está vivo, nosotros no. Proust tiene cuerpo, nosotros no. Proust es un fósil y un zombi, como las mariposas, los árboles, el valle del Tiétar, nuestro vecino del tercero y, desde luego, los refugiados y los gitanos.
Lo que no se espera: eso es cuerpo. Todo lo demás es imagen. Qué emocionantes, incómodas, comprometidas, amenazadoras y bellas son las cosas que pierden la imagen y cobran de pronto cuerpo ante nuestros ojos. Si hay alguna raíz común entre la estética y la política hay que buscarla ahí: la fugacidad atrapada en una cadera; la fugacidad atrapada en una ladera. Nosotros estamos vivos; nosotros no.
Santiago Alba Rico es filósofo y escritor. Nacido en 1960 en Madrid, vive desde hace cerca de dos décadas en Túnez, donde ha desarrollado gran parte de su obra. El último de sus libros se titula Ser o no ser (un cuerpo).