En la revista The Open Chemical Physics Journal, 2009, 2, se ha publicado en abril de este año un artículo titulado: «Active Thermitic Material Discovered in Dust from the 9/11 World Trade Center Castastrophe» (algo así como: «Material de thermita activa descubierto en el polvo de la catástrofe del WTC del 11-S»), que se puede […]
En la revista The Open Chemical Physics Journal, 2009, 2, se ha publicado en abril de este año un artículo titulado: «Active Thermitic Material Discovered in Dust from the 9/11 World Trade Center Castastrophe» (algo así como: «Material de thermita activa descubierto en el polvo de la catástrofe del WTC del 11-S»), que se puede leer en: http://investigar11s.blogspot.com/2009/04/material-de-thermita-activa-descubierto.html . En él se explica que, tras un año y medio de investigaciones en el laboratorio, se han encontrado partículas de un explosivo llamado «nano-thermite» en cuatro muestras del polvo generado por el hundimiento de los edificios del World Trade Center, recogidas en cuatro puntos diferentes de Manhattan justo después de los atentados. El artículo va acompañado de fotografías de las partículas de los explosivos, algunas de las cuales son de un milímetro de tamaño y, por tanto, observables a simple vista. El trabajo está firmado por un equipo de nueve científicos dirigidos por Niels H. Harrit., profesor del Departamento de Química de la Universidad de Copenhague. Su publicación causó un gran revuelo en Dinamarca, hasta el punto que la televisión danesa se hizo eco de la noticia y Niels H. Harrit fue entrevistado en el telediario en horario de máxima audiencia (ver http://investigar11s.blogspot.com/2009/04/television-danes-habla-sobre-los-nano.html .). Por otra parte, el artículo fue entregado en mano a Joe Biden, actual vicepresidente de los EE.UU., por un activista estadounidense del grupo We Are Change en un acto público celebrado en Los Ángeles el quince de mayo pasado. La entrega se puede ver en http://investigar11s.blogspot.com/2009/04/joe-biden-corre-de-las-cameras.html .
El resultado de esta investigación supone una bofetada monumental al informe del gubernamental NIST (Instituto Nacional sobre Estándares y Tecnología) que atribuyó el hundimiento de las tres torres del WTC al efecto combinado del impacto de los aviones y los incendios consiguientes. Hablando en términos jurídicos, constituye una verdadera prueba pericial que echa por tierra un aspecto central de la versión oficial del 11-S y hace más creíble la hipótesis, apuntada ya por los testimonios de centenares de personas que afirmaron haber oído y/o padecidos explosiones antes y mientras se hundían los edificios, según la cual los tres rascacielos (Torre Norte, Torre Sur y Edificio 7) fueron destruidos mediante una demolición controlada, una acción que no se improvisa de un día para el otro: se prepara con semanas o meses de antelación y requiere de la intervención concertada, consciente o inconsciente, de decenas de personas, así como de un fácil acceso a los edificios. ¿Pudo Al Qaeda ejecutar una operación de esa magnitud? Más bien parece fuera del alcance de una organización que supuestamente se movía en la clandestinidad en el país más vigilado del mundo. El hallazgo de restos de explosivos entre los desechos del WTC apunta en otra dirección y exige plantearse algunas cuestiones incómodas.
Los historiadores de dentro de cincuenta años, cuando analicen la política occidental de la primera década del siglo XXI, deberán optar, como mínimo, entre tres líneas de interpretación.
La primera coincidiría con la defendida hasta ahora por todos los gobiernos occidentales. De acuerdo con ella, las agresiones, las guerras, las invasiones y las ocupaciones emprendidas por los EE.UU y sus aliados a partir de 2001 -al igual que los drásticos recortes de derechos y libertades- se explicarían como una reacción a los atentados del 11 de septiembre, esto es, a lo que se presenta como la peor agresión padecida por la superpotencia en toda su historia. Esta interpretación, sin embargo, debe salvar el escollo insuperable de las burdas mentiras sobre la supuesta relación entre Sadam Hussein y Al Qaeda con las que se intentó justificar la invasión de Iraq. Esas mentiras muestran bien a las claras la intención manipuladora de la opinión pública e impiden presentar la invasión de Iraq como una reacción al 11-S. Y por el testimonio de Richard Clarke, asesor por entonces de Bush en materia de terrorismo, sabemos que los planes de ataque a Iraq se comenzaron a discutir el 12 de septiembre de 2001 sin disponer de una sola prueba que fundamentase el supuesto vínculo entre Iraq y los atentados (ver R. Clarke, Contra todos los enemigos, Taurus, Madrid, 2002, págs. 50-55).
La segunda línea de interpretación, sin cuestionar la versión oficial sobre la autoría del 11-S, optaría por presentar lo ocurrido como una reacción al ataque terrorista, pero combinada con la aplicación de una agenda política decidida con anterioridad que respondería a otras motivaciones. En esta visión, el gobierno de Bush II habría instrumentalizado la conmoción colectiva para alcanzar objetivos geoestratégicos y de seguridad energética que nada tenían que ver con el 11-S. El problema que debe resolver esta interpretación es encajar en ella la escasa preocupación por la seguridad nacional que mostró el gobierno de Bush después de haber padecido una agresión tan brutal. En vez de plantearse en serio la protección de su país, Bush adoptó decisiones muy «caras» y arriesgadas en términos económicos y políticos que poco o nada tenían que ver con ese fin, como significativamente la invasión y ocupación de Iraq, las amenazas a Irán o el apoyo incondicional al Estado de Israel, el cual ha aprovechado la oleada «antiterrorista» para radicalizar sus políticas etnocidas contra los palestinos.
La tercera, estando de acuerdo con parte del razonamiento anterior, iría más lejos y hablaría abiertamente de una serie de decisiones tomadas después de un golpe de estado encubierto, tan encubierto que pasó desapercibido a las poblaciones y a gran parte de los intelectuales y creadores de opinión occidentales, los cuales habrían protagonizado un ridículo espantoso: se perpetra un golpe de estado ante sus propias narices y ellos ni se enteran o son tan conformistas que ni siquiera se atreven a llamar a las cosas por su nombre. El golpe, que habría dado paso a un régimen político abiertamente autoritario, se habría implementado en dos actos: el primero, mediante el acceso al poder de la camarilla neoconservadora gracias a unas elecciones tan fraudulentas que al final tuvo que ser el Tribunal Supremo quien nombrase presidente a Bush, convirtiéndole así en el primer presidente no electo de los EE.UU. El segundo se habría producido en los días posteriores a los atentados mediante la declaración de la «guerra contra el terrorismo», el estado de emergencia y la promulgación de la Patriot Act, siendo el 11-S un acto decisivo para generar la legitimación social e institucional necesaria con la que poder aprobar y aplicar dichas decisiones.
De las tres, ésta última es la más coherente, pero debe afrontar sin embargo dos grandes problemas. El primero, señalar los hechos y pruebas que fundamenten la afirmación de que el 11-S no fue una agresión externa, sino un acto criminal realizado por determinadas redes estatales y/o paraestatales al servicio de los golpistas. La investigación de Niels H. Harrit y sus colegas es una aportación notable en ese sentido. Debería abrir los ojos a todos aquellos que se comportan ante este asunto como las personas a quienes se diagnostica una enfermedad grave y se niegan a aceptar su condición de personas enfermas. El segundo, hacer frente al ambiente inquisitorial que demoniza todo cuestionamiento de la versión oficial del 11-S con el latigazo verbal de «teoría conspiranoica», con el que hasta ahora se ha conseguido amedrentar a la mayor parte de los intelectuales y periodistas críticos con el poder. Es tal el ambiente inquisitorial que rodea al tratamiento informativo del 11-S, que el artículo del que se hablaba más arriba no ha merecido ni una sola línea en ningún gran medio de comunicación, cuando está claro que se trata de una noticia de primera página.
La investigación dirigida por Niels H. Harrit no permite acusar a nadie en concreto como el responsable verdadero del 11-S, pero sí es un argumento poderoso para sostener, como ha dicho el filósofo estadounidense David Ray Griffin, que la única verdad que podemos afirmar ahora sobre el 11-S es que la versión oficial sobre su autoría es mentira. De ahí la necesidad urgente de que se abra una nueva investigación sobre unos acontecimientos que sin duda cambiaron el mundo y que todavía hoy se invocan para intentar justificar lo injustificable, como el envío de más soldados españoles a la guerra de Afganistán. Más de 40.000 ciudadanos de Nueva York han firmado una petición en ese sentido (ver http://www.nycan.org/index.php) Merecen el apoyo entusiasta de los demócratas del mundo entero.