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Pueblo Sarayaku, crónicas del buen vivir

Fuentes: Ojarasca

«Sarayaku es un símbolo de la resistencia invicta donde todo está conectado y hace sentido todavía. Haber impedido el ingreso de las empresas petroleras en su territorio fortaleció al pueblo con una identidad moderna y una experiencia de gobierno y vida autónoma.» Pocos lugares en el mundo le hacen mejor propaganda a la vida que […]

«Sarayaku es un símbolo de la resistencia invicta donde todo está conectado y hace sentido todavía. Haber impedido el ingreso de las empresas petroleras en su territorio fortaleció al pueblo con una identidad moderna y una experiencia de gobierno y vida autónoma.»

Pocos lugares en el mundo le hacen mejor propaganda a la vida que este pueblo (como prefieren llamarlo en vez de comunidad) kichwa, en las riberas del río Bobonaza, que mucho más abajo será el Amazonas. En el corazón de la selva ecuatoriana, Sarayaku es un símbolo de la resistencia invicta donde todo está conectado y hace sentido todavía. Haber impedido el ingreso de las empresas petroleras en su territorio una y otra vez fortaleció al pueblo con una identidad moderna y una experiencia de gobierno y vida autónoma que ya quisieran muchos países que se dicen democráticos. Eso explica lo que le ocurrió a Gerardo, que andaba de viaje para tres meses en Suiza en representación de su pueblo. «No aguanté ni un mes» confiesa. «Y me regresé». Su certidumbre por lo que hizo no quita que, durante una festiva chichada en casa de los Santi una tarde de agosto, fuera objeto de carrilla colectiva durante un buen rato, a carcajadas en kichwa. Hasta él se reía. Luego tradujo: «Se están burlando porque me regresé antes de Europa». Con un poco de pena, pero sin la menor sombra de duda: «Aquí es donde me gusta estar».

Es un hombre serio, reflexivo, orgulloso en el buen sentido, con posturas muy claras respecto al valor de la educación y la importancia definitiva del territorio. Nos aloja en su casa, en la parte del Centro de Sarayaku llamada Pista; un barrio grande en la ribera opuesta del Bobonaza, el cual rodea la pista de aterrizaje de las avionetas (uno de los dos medios de transporte que unen al pueblo con el exterior, siendo el otro el río Bobonaza, que en tiempo de secas toma dos días o más de trayecto). No tienen carreteras, ni las necesitan. No hay carros. Y de animales domésticos, ni caballos, ni vacas ni cerdos. Pollos y perros sí. Los rodea una fauna portentosa con la cual han cohabitado durante siglos.

Son cazadores, campesinos, pescadores, en un territorio dotado de agua y una vegetación llena de propiedades alimentarias y farmacológicas cuyo aprovechamiento conocen a fondo y usan sin abusar, en las antípodas de la depredación y la contaminación. No huele mal, no hay basura ni desechos industriales. Ningún niño se ve desnutrido. Y de hecho, todos van a la escuela.

Cuidan y cultivan un arsenal de hierbas, cortezas, flores, hongos, raíces, semillas. Como no le queda sino reconocer al doctor Galo, enviado a la clínica por el gobierno provincial de Pastaza, «lo notable es que poseen el conocimiento». Aunque el médico lleva muchos años aquí, y entiende la resistencia de los sarayaku, no comparte con ellos la visión de las petroleras transnacionales como el enemigo. Él mismo trabajó para una firma italiana que le quedó a deber un dinero que todavía pelea.

Gerardo no es tan benévolo. Estos días le toca ser guardián de la «frontera viviente» del pueblo, así que sale desde temprano, armado, para caminar hasta el confín oriental y patrullarlo. Las petroleras, el gobierno, los gambusinos de las mineras acechan, entran, listos para saquear. Él, como otros en los diferentes extremos del territorio en los demás poblados, patrulla a diario la frontera más hermosa del mundo, consistente en árboles florecientes de diez y veinte metros de altura que marcan el «camino de las flores», dónde queda Sarayaku.

Este confín es relativamente tranquilo, no colinda con la selva colonizada sino con los shuar, otro pueblo amazónico que mantiene con ellos una relación de siglos en un común respeto de la selva y todo lo viviente, lo cual incluye a los vecinos kichwas. En otras direcciones no ocurre lo mismo. Una mañana llegan dos guardianes de Sarayakillo, que patrullaban otro confín de Pastaza, a casa de José Gualinga, presidente del gobierno, quien regresa de una reunión del consejo de gobierno y aún lo acompañan todos sus miembros. Los guardias traen la noticia de que un grupo de invasores ingresó al territorio para derribar más de 60 árboles plantados y cultivados desde hace seis años, en terrenos recuperados de la depredación petrolera.

El lugar talado es próximo a los pozos petroleros en dirección a Puyo. «De por allá siempre vienen los sabotajes» dice José con una calma que no impide su indignación: «Es un crimen. No vamos a aceptarlo. Son árboles sagrados. Provocan, provocan, para poder culparnos de violentos, de terroristas. Vamos a advertir al gobernador de Pastaza, a la subsecretaría de Tierra y al Ministerio de Justicia que si los agresores vuelven les aplicaremos nuestra propia justicia, los vamos a detener». Esto es relevante, toda vez que sostienen una relación tensa con el gobierno de Rafael Correa, al igual que el resto de pueblos organizados en la Confederación de Nacionalidades Indígenas de Ecuador (Conaie). El gobierno insiste en abrir la explotación de hidrocarburos, y queriendo «negociar» el presidente ha intentado aterrizar en Sarayaku, de manera oficial o «de vacaciones», pero no se lo han permitido.

Gualinga explica que los atacantes pertenecen a un pequeño grupo de antiguos pobladores de Sarayaku que optaron por respaldar a las petroleras, y fueron expulsados por traición; ahora las empresas buscan «abrirles un nuevo territorio», para legitimar su ingreso «negociando» con al menos una «comunidad». Lo que en términos militares se llama cabeza de playa. En el predio atacado a machetazos «hay un pozo que cerramos hace 20 años; lo que quieren es violar nuestra frontera de vida».

El buen vivir cuesta trabajo. Mucho. Las mujeres se encargan de la chacra, el campo de cultivo en las distintas direcciones de la selva a cargo de la cada familia, todas con tierra. Allí se siembra, cultiva o cosecha yuca, el tubérculo base de la dieta kichwa. Todo el año se trabaja la yuca, bajo solazo o aguacero. Pero la recompensa es festiva. El ciclo entero de la chicha, bebida que se obtiene de la yuca, corre a cargo de las mujeres. Asua en su lengua, la yuca se consume frita, cocida, en masa, asada.

Pero sobre todo macerada por los dientes de las mujeres, que luego la escupen para colocarla en grandes tinajas de barro, con frecuencia decoradas con grecas y bestias, y la dejan fermentar.

La chicha, bebida un poco fermentada que se obtiene del proceso, es compartida a lo largo del día por las familias, los cazadores en la selva, los guardianes, los agricultores y los visitantes, uno por uno, servida en varios pilches, guajes que van de boca en boca llevados por mujeres que ofician un doméstico y cotidiano ritual que pone a todos de buen humor.

Cada detalle de los días aquí es para vivir bien. Las palmas poseen por ejemplo una utilidad casi infinita en la confección de cestas, diademas, lazos, mochilas, tejidos de trabajo, techos tejidos con laborioso primor para durar décadas de tizne e inclemencias que nunca faltan en estos trópicos de la mitad del mundo. De algunas palmas se comen la médula o sus aceitosos frutos. Los kichwas desarrollaron métodos de uso y conservación de los bosques sin depredar la madera. En sus anchos y navegables ríos la pesca es regulada. Y más aún la caza. Viven de ellas. Establecen especies en veda, y otras protegidas.

Rozan y tumban las plantaciones, pero sólo queman la hojarasca. Los incendios son un problema casi desconocido para ellos. «Nuestro principal enemigo son las serpientes», dice una mañana Edmundo, designado nuestro guía durante la visita, mientras nos internamos en la selva varias horas hasta casi extraviarnos. En el recorrido ha ido llamando a mujeres y hombres dispersos en sus labores mediante un intrincado leguaje de silbidos y gritos, como un idioma de pájaros.

Explica que han aprendido a cultivar peces industriales como la tilapia, pero sólo en estanques lejos de los ríos para no «contaminar» las aguas vivas de su territorio.

La centralidad política de los sarayaku en la lucha indígena nacional de Ecuador ha llevado a sus dirigentes y jóvenes a salir a las ciudades, estudiar en universidades y viajar por el mundo. Serán silvestres, pero sutiles y cosmopolitas. Cuentan con escuelas preescolar, primaria y bachillerato completo. Por un tiempo tuvieron universidad, pero resultó poco viable. En el Tayak Wasi, «centro educativo de los ancestros», los niños aprenden los saberes del pueblo mismo.

Hay una clínica médica modesta pero bien equipada. También un centro de atención para los pacientes de los chamanes, Sasi Wasi, una casa de medicina ancestral cercana a la Pista que es, arquitectónicamente, la más hermosa edificación de Sarayaku.

Los chamanes de mayor respeto, yachak, son Antonio Manya y Sabino Gualinga Cuji. Don Antonio se fue con su familia a un rancho selva adentro, como la mayor parte de los pobladores que se dan verdaderas vacaciones en esta época del año. Don Sabino, con más de 90 años de edad, se mantiene activo y una mañana de sábado se presenta a trabajar en la minga de construir la casa de un vecino como sólo uno más, con su machete, para tumbar arbustos y maleza. Don Sabino es un hombre célebre no sólo en la selva amazónica. Su fama ha cruzado océanos y hemisferios.

Noches después, convertido por necesidad en hombre de poder, instalado en una gran silla donde lo abrazan un águila y un jaguar labrados, bebe ayahuasca y canta durante horas antes de efectuar una ceremonia de curación para gente que vino de los Andes. Edmundo lo asiste, también bebe ayahuasca. A la mañana siguiente, el joven guía luce contento: «soñé muy bien» celebra. Sin embargo, sostiene que no guarda la menor intención de ser chamán.

Para llegar a este monumental recinto natural a salvo de las petroleras, irónicamente uno sale de un poblado llamado Shell, nombrado así por la petrolera holandesa cerca de la ciudad de Puyo, capital de Pastaza. En Shell, tres líneas aéreas comparten con el ejército ecuatoriano el amplio aeropuerto Río Amazonas. Una de dichas empresas, Aerolíneas Kichwa, pertenece en colectivo a los pueblos indígenas de la región, tiene una flotilla en buen estado y pilotos profesionales, algunos nativos.

La trasnacional Shell intentó establecerse en Pastaza hacia 1930, sin éxito, pero como recuerdo dejó esa población, a su modo una frontera, que en su plaza central exhibe un monumento a la avioneta: una nave amarilla tamaño casi natural sobre un pedestal de piedra. En esta localidad se inicia el vuelo sobre el verde océano verde de la Amazonía que se pierde en el horizonte, sobre el alto grito amarillo de los guayacanes y la serpenteante ruta del río Bobonaza hacia el oriente. Así se llega por ejemplo a Sarayaku.

Aquí como en la selva de Bolivia y Perú, los gobiernos nacionales, se supone que progresistas, acusan a los pueblos y las nacionalidades indígenas de «vivir bien» en territorios que son «para beneficio de todos», sobre todo si contienen oro negro, oro azul u oro a secas. Ni siquiera por el lado del turismo han logrado doblegarlos. A diferencia de selvas como la Lacandona o el Petén, donde los gobiernos impulsan el turismo para las grandes hoteleras y el clientelismo político, en Sarayaku y otros territorios amazónicos, el manejo racional del turismo corresponde a los propios pueblos, que lo regulan y aprovechan como escudo contra las depredaciones «por interés nacional».

Patricia, hija de don Sabino, dirigente de las mujeres kichwas, un verdadero cuadro político, señala que los kichwas de Pastaza que aceptaron el bloque petrolero 10, «años después se arrepienten y buscan nuestra alianza porque su vida ya no es la misma, están enfermos, desintegrándose». Recuerda las históricas marchas amazónicas de 1990 y 1992, impulsadas entre otros por Sarayaku, que atravesaron el país durante 20 días hasta Quito, y cambiaron las cosas para siempre. Hoy sería difícil entender el movimiento indígena nacional sin los amazónicos, que dieron la cara a millones de ecuatorianos y desafiaron al gobierno con lanzas y demandas claras y ejemplares.

Aquí también el día comienza por el principio. A las 4 y media de la mañana los adultos se reúnen en un solar techado a beber guayusa y platicar sobre los problemas que se tienen, y si anoche hubo desavenencias se ventilan y aligeran al calor de esa infusión de hoja, servida en un guaje oblongo directamente del fuego.

Es la hora de los acuerdos y los recuerdos. La hoja de guayusa, entera en el pilche, es un estimulante prístino y digestivo. También hablan de política, de sus experiencias pasadas, de los retos actuales.

Ya después se despiertan los jóvenes y los niños, siempre cerca de un río, y poco a poco cada quién sale a sus deberes. Los niños a la escuela, las mujeres a la chacra, los hombres al monte. Para entonces ya discutieron cómo los proyectos de «reservas» impulsados por el gobierno abren la vía al despojo, y mencionaron el caso de Yasuní, donde Correa podría encontrar su Waterloo. Conversaciones chispeantes, donde la voz de don Sabino es al fin audible y puntual, aunque el hilo lo lleven sus hijos, nietos y vecinos. Doña Corina Montalvo, su mujer, pese a la edad conserva una inteligencia punzante. Ha sido dirigente destacada, confrontó a los trabajadores de la petrolera CGC en 2002 y 2003, al ejército que intentó ocupar el territorio de Sarayaku. Las mujeres del pueblo impidieron el paso a los soldados, los cuales tarde o temprano se tuvieron que marchar. Esto fue antes de Correa, en tiempos del coronel Lucio Gutiérrez. Hasta acá tuvo que venir el presidente a firmar la paz.

La última mañana en Sarayaku me alcanza en una vereda Franco Viteli, ex presidente de gobierno, que asesora a la actual Tayjasaruta. Aunque Gerardo me recomendó repetidamente hablar con él, no había tenido la oportunidad. Franco va con cierta prisa al trabajo, explica, pero desea exponer su preocupación porque se formen nuevos dirigentes y la transformación del papel de la mujer. Conoce «bien» los Acuerdos de San Andrés, y comprende el papel de la comandanta Ramona en la insurrección zapatista, lo interesante de que los cuadros dirigentes no sean protagónicos. Y se dice identificado con los principios del zapatismo de Chiapas: representar y no suplantar, servir y no servirse. Y en sostener posturas firmes ante el Estado.

Horas más tarde, desde el avión que parte distingo a Franco en un banco del río. Suspende sus labores y agita la mano en un adiós que la altura y la selva van devorando hacia Shell. Ya cerca de Puyo, la deforestación y las retroexcavadoras anuncian la presencia del progreso. Allá al oriente, en lo que llaman corazón de la selva, hay un pueblo entero que resiste, y asegura que hará lo necesario para proteger sus lugares, sus ríos, sus florestas, su pajarerío, sus chacras, su atmósfera, sus intangibles memorias y el tangible, palpable, concreto y gran tesoro de su territorio, Kawsak Sacha, la selva viviente.

Como dijera una mujer aquí a Lucio Gutiérrez: «Ya no es tiempo de colonia. Somos otros indios».

Fuente: http://www.jornada.unam.mx/2011/10/08/oja-vivir.html