Decía Carlo Frabetti, con el habitual desprecio de la gente de ciencias hacia lo cualitativo, en un artículo anterior al recientemente publicado en el diario Gara y en esta sección con el título de «Princesas invisibles», que «todos somos putas» (http://www.rebelion.org/noticia.php?id=20536 y http://www.rebelion.org/noticia.php?id=354). Entendida tal y como parecía entenderla allí y aquí Carlo, la frase […]
Decía Carlo Frabetti, con el habitual desprecio de la gente de ciencias hacia lo cualitativo, en un artículo anterior al recientemente publicado en el diario Gara y en esta sección con el título de «Princesas invisibles», que «todos somos putas» (http://www.rebelion.org/noticia.php?id=20536 y http://www.rebelion.org/noticia.php?id=354). Entendida tal y como parecía entenderla allí y aquí Carlo, la frase parece ser un tanto contradictoria respecto de la opinión sostenida por el propio Frabetti, pues significa que todos nos hemos visto ya obligados a tomar la decisión de prostituirnos lo queramos o no, de tal manera que ninguna y ninguno de nosotros hemos tomado realmente decisión alguna propiamente dicha, con lo que parece que no se entiende muy bien cómo puede después Frabetti afearle al guionista y director de Princesas, Fernando León, el hecho de que: «lo que no puede o no quiere admitir es que la prostitución pueda ser la elección de una persona adulta y responsable». Frabetti sin embargo resuelve esta aparente contradicción señalando que el término «elegir» no tiene en uno y otro caso el mismo sentido, y que en el segundo: «cuando hablo de elección, huelga señalarlo, no me refiero a una elección plenamente libre, pues casi ninguna lo es en esta sociedad. Que una mujer elija dedicarse a la prostitución no significa que lo haga por gusto, sino que, entre las distintas (y casi siempre limitadas) opciones que se le ofrecen para ganarse la vida, se decanta por ésa».
Dejando al margen la dudosa equiparación que vuelve a establecer Frabetti entre «la mujer que decide vender su cuerpo» y «los que vendemos el alma», o la manera en que deja de soslayo el caso de las «niñas de catorce años que se ven obligadas a prostituirse para sobrevivir» para centrarse en el de las «mujeres adultas, inteligentes, medianamente instruidas y con capacidad de elección» -una insignificante minoría dentro de las que ejercen esta actividad a nivel mundial e incluso nacional (según cualesquiera estadísticas que se consulten)- para basar después sobre esas contadas excepciones su opinión acerca de la cuestión -o su «reflexión política a partir de ciertos datos socioculturales especialmente preocupantes» (datos que no deben ser los de composición de la población mundial o nacional que ejerce la prostitución)-, lo que sin duda ni siquiera Carlo podría discutir es que incluso en el caso de que todos y todas nos encontrásemos en la situación de estar vendiendo siempre ya una u otra cosa y «prostituyéndonos» (en ese sentido), no es de ninguna manera imposible decidir dejar de hacerlo.
Evidentemente si Frabetti decidiese, por ejemplo, dejar de vender su alma escribiendo libros, o bien si decidiese dejar de realizar cualquier otra clase de ocupación corporal o espiritual por la que se hubiese decantado tras decidir no volver a prostituirse jamás, puede que se encontrase, efectivamente, muy pronto, en la más completa miseria, puede incluso que, a costa de mantener con total coherencia la decisión tomada, Frabetti acabase muriendo de hambre a las puertas mismas del Asador Donostiarra mientras rechazaba todo tipo de invitaciones a comer provenientes de todos los ámbitos sociales -desde Florentino Pérez al Partido Comunista de las Tierras Vascas- todo por ser trágicamente fiel a su libre decisión de no prostituirse nunca más de ninguna manera. Tal decisión -o más bien la toma de tal decisión en unas circunstancias como éstas en las que nos encontramos hoy- puede que pudiera llegar a ser considerada por alguien -quizás por el propio Carlo- como una simple «gilipoyez». Ahora bien, lo que nadie puede negar es que es realmente posible tomar dicha decisión, y que es posible incluso mantenerse fiel a ella al menos hasta el extremo de perder la vida por su causa[1]. Puede, pues, que tal decisión sea difícil de mantener, pero en ningún caso es imposible, y lo que es más importante, esa sí que sería una verdadera decisión, una auténtica decisión libre en términos absolutos -una de esas «casi ninguna» posibles en esta sociedad, y no una de esas otras «elecciones entre un número limitado de opciones» que siempre ya hemos llevado a cabo de una manera o de otra todos los que estamos dispuestos a seguir vendiéndonos: los que «somos putas», como Carlo-. Así pues, aunque «casi ninguna» de nuestras decisiones tenga visiblemente esa forma -la de esa decisión tan categórica o tan imperativa que parece ordenarle algo a la realidad (a saber: que respete nuestra decisión de no prostituirnos) en lugar de dejarse aleccionar por ella- eso no significa que no la puedan tener, que sea imposible el que la tengan [2].
Ahora bien, el caso es que por libre, absoluta y sublime que fuera esa decisión, no por ello tendría por qué dejarnos de poder parecer ésta legítimamente, al menos dadas las circunstancias, a cualquiera de nosotras (las personas que vivimos en este mundo de cuya preocupante realidad sociocultural nos mantienen informadas personas como Frabetti), una simple gilipoyez -como sin duda se lo parecerá, con toda razón, también al propio Carlo, dado que en lugar de podérsele ver postrado a las puertas del Asador Donostiarra podemos congraturlarnos de encontrarle en un razonablemente buen estado de conservación gracias a los beneficios que le reporta su ejercicio de la prostitución espiritual-. Así pues, descartada por gilipoyas o por tratarse de una total idiotez la elección absolutamente libre de morirnos de hambre o de asco ante la realidad en la que vivimos, parece que la cosa queda reducida a una cuestión de prostituirse «más» o «menos» -como sostenía también en un reciente artículo Frabetti («Víctimas o culpables») en relación con el ejercicio de la violencia y el terrorismo, que sólo se puede distinguir entre terrorismo «de ricos» o de alta intensidad (el de Estado) y el «de pobres» o de baja intensidad (el de los grupos terroristas), siendo preferible en cualquier caso el segundo por razones «cuantitativas» (a juzgar de Frabetti), esto es, porque «mata menos»-.
1.
Sin embargo, Frabetti parece olvidar que, además de las diferencias cuantitativas hay también en este mundo diferencias cualitativas, y que si bien ni unas ni otras cuentan cuando se toman decisiones absolutas o completamente libres -como aquella que tomaba aquel hipotético Frabetti gilipoyas o idiota perdido del que hablábamos antes (que nada tiene que ver, obviamente, con el Frabetti que firma el artículo, ni con el Carlo que escribe libros y acepta invitaciones a comer de sus amigos)-, cuando de lo que se trata es de tomar decisiones dadas las circunstancias reales (como es el caso de nosotras -las personas humanas-), hay que atender no sólo a las diferencias cuantitativas (que también) sino, igualmente, a las cualitativas, que también son igual de reales -como cualquiera estará dispuesto a reconocer tan pronto como repare en la diferencia entre un tono de rojo «claro» y un tono de rojo «oscuro» o entre un matemático «peor» y un matemático «mejor»[3]-.
Pues bien, siquiera sea desde el punto de vista cualitativo, nadie negará que no es lo mismo renunciar a aquella sublime (o idiota) decisión de morir de hambre ante el Asador Donostiarra antes que prostituirse para, en lugar de ello, prostituirse robando y matando a diestro y siniestro (como Bush), que renunciar a mantener esa determinación para dedicarse a prestar servicios sexuales con el objeto de hacerse un implante mamario (como la protagonista de Princesas), o que hacerlo y ejercer la prostitución para poder sobrevivir (como la inmensa mayoría de las prostitutas), o bien que hacerlo para dedicarse a prostituirse escribiendo libros (como Carlo), o incluso para dedicarse a escribir artículos que permitan a la gente darse cuenta de la necesidad de cambiar unas circunstancias socioculturales que acaban llevando a las personas a tener que tomar sus decisiones (porque son decisiones lo que toman, dado que deciden entre morirse de hambre y no morirse de hambre -o como decía Sartre de los soldados que iban a la guerra, entre ir al frente a matar o dejarse fusilar en la retaguardia-) entre un número extraordinariamente limitado de posibilidades, tan limitado, a menudo, como aquellas que nos ofrece un criminal cuando nos pregunta si preferimos «la bolsa o la vida».
Desde el punto de vista cualitativo no es lo mismo una cosa que otra, pero no sólo porque sea «mejor» (en términos morales o en términos felicitarios, o incluso en términos estéticos) una cosa que otra, sino también porque -al menos hoy, dadas las circunstancias reales- no todas esas elecciones a las que nos hemos referido son «igual de libres». Existen, por el contrario, entre ellas unas diferencias más que notables, y por más que se traten, ciertamente, de unas diferencias «de grado» y, por tanto, de unas diferencias cualitativas, no por ello dejan -como decíamos- de ser perfectamente reales como prueba el hecho de que no sea ni siquiera demasiado difícil el hacerlas perfectamente visibles usando una sencilla «escala»[4]. Así, por ejemplo, si tomásemos como «lo mejor y lo más justo» (lo cual sería entrar ya a valorar cualitativamente) o como «el mayor grado de libertad» (como la elección cualificable como la «más libre») a aquella decisión que puede tomarse en términos absolutos y como si cualquier opción -incluso la idiotez perdida de no prostituirnos en la vida cueste lo que cueste- estuviese en nuestra mano[5], entonces cualquier elección real (por más que la tomásemos atendiendo a las circunstancias) sería tanto más libre cuanto más se aproximara a esa especie de ideal (o a esa especie de gilipoyez perdida), y la manera de parecerse más a ella sería la de que el arco de las opciones que abarcase nuestra decisión fuese mayor (aunque no pudiese llegar a completar nunca la circunferencia como sólo lo haría el caso ideal).
Salta a la vista el hecho de que, en ese sentido, no es lo mismo decidir ser puta, teniendo que elegir entre morir de hambre (o a palos) y ser puta[6], o bien pudiendo decidir entre morir de hambre, ser puta y fregar escaleras, o entre morir de hambre, ser puta, fregar escaleras y escribir libros, o entre morir de hambre, ser puta, fregar escaleras, escribir libros, y escribir artículos que nos ayuden a las personas a darnos cuenta de las putadas que se les hacen. Si además de disponer de las opciones de morir de hambre, ser putas y -pongamos, incluso, para que no se nos acuse de dramatizar- fregar escaleras, dispusieran también de la opción de, no ya escribir libros, sino: ser taxistas, o ser funcionarias, o ser profesoras de matemáticas, ¿dudaría siquiera el propio Frabetti de que la cantidad de «mujeres adultas, inteligentes, medianamente instruidas y con capacidad de elección» que decidirían dedicarse a ejercer la prostitución hoy -en esta misma realidad acerca de la cual nos informan los preocupantes «datos socioculturales» a los que nos remite Frabetti- sería incomparablemente menor que el actual?
Ciertamente quizás ello se debiese a los «prejuicios» que en «nuestra hipócrita sociedad patriarcal», y como consecuencia de la «demonización» de semejante actividad, habrían acabado consiguiendo hacer que no quisieran dedicarse a tales actividades «por gusto», es decir, que simplemente -y a causa de esos «prejuicios»- a todas esas mujeres «no les gustase» ser putas, o no les gustase en la misma medida en que «les gusta» o les gustaría a quienes están dispuestos a pagar por sus servicios el que lo fueran e incluso el que además les gustase serlo, el que lo hicieran «por gusto» (de manera que no tuviesen ni siquiera que pagarlas). En tal caso sólo habría que acabar con esos «prejuicios» enseñando a todas las mujeres a ser putas bien «a gusto»[7]. Esto sería algo muy parecido a decir (como decía Miñoña en el título de su controvertida novela) que las mujeres, por naturaleza, son «todas putas», y que una hipócrita sociedad patriarcal se encarga de introducir en sus cabecitas (en la escuela, o a través de las perversas enseñanzas de Coco y de Triky por la televisión[8]) la artificial y antinatural idea de que no lo son, la gilipoyesca y perdidamente idiota idea de empeñarse a veces en defender su -así llamada- «virtud» hasta la muerte, en lugar permitir a cualquier varón tener relaciones sexuales con ella en cualquier momento le apetezca o no, le guste o no (es decir: de dejarse violar) «a gusto». No obstante, hay que reconocer que Frabetti da un paso más allá al admitir que lo ideal sería no sólo que «todas», sino que «todos» (es decir, todos y todas) fuésemos putas.
Ahora bien, el caso es que como el propio Frabetti reconocía en su anterior artículo y en este último, es el caso que «todos somos putas», es el caso que nos encontramos en ese caso ideal ya, que ese paraíso del putiferio soñado por Frabetti es ya real y debe ser que aún no nos hemos dado cuenta. No es extraño por tanto que Frabetti se sorprenda tanto de que una de las protagonistas de la película Princesas de Fernando (corazón de) León (de Aranoa), siendo lo mejor a lo que puede aspirar en esta vida (una puta razonablemente bien pagada) opine que su vida se parece más que al paraíso al «infierno».
Pero el caso es que sin entrar a discutir ahora sobre las diferentes maneras en las que cada una de nosotras (las personas humanas) podemos representarnos el infierno o el paraíso[9], y estando todas de acuerdo en que, como es obvio, si no hay más remedio que ser putas, pues es mejor serlo a buen precio y con seguridad social que ilegalmente, la cuestión es que lo que sigue sin estar claro aquí es que -como ocurre con tocar las castañuelas- no pueda decirse que «no es absolutamente necesario ser puta», ni lo es el que haya putas o que las siga habiendo mañana (por más que siempre las haya habido, como siempre hubo -antes del siglo XIX- esclavitud hasta que, al menos en muchos países, se la abolió -se la abolió como realidad legal y como realidad real, es decir, diciendo a esa realidad que hasta entonces siempre había existido que dejara de hacerlo para respetar así una decisión tomada por las personas humanas de una manera absolutamente libre[10]-). Pero es que además, sin necesidad de ponernos metafísicos, el caso es que ni siquiera le parece a casi nadie -salvo quizás a una inmensa minoría de «empresarios del sexo» que se lucrarían bastante con ello- que sea «mejor y más justo» el que haya putas, y que en aquellos países en los que existen medidas encaminadas a abolir la prostitución (como en Suecia) el 80% por ciento de la población se declara partidaria de ellas, del mismo modo en que son partidarios de las posiciones defendidas por el abolicionismo todos los partidos políticos con representación en el Parlamento Español (incluida Izquierda Unida). Pero, no obstante, el abolicionismo, ni siquiera pretende impedir a las mujeres que quieran «por gusto» tener relaciones sexuales de la clase que sean con personas del sexo que sean en la cantidad que consideren oportuno el que las tengan, pretende únicamente impedir a las personas del sexo (y de la clase) que sean aprovecharse de unas circunstancias reales dadas tan preocupantes como éstas en las que nos encontramos, para por dinero conseguir tener una clase de relaciones sexuales o bien tener relaciones sexuales con unas personas con las que de no mediar esas circunstancias muy difícilmente las lograrían tener a no ser que fuese -como muy bien sostiene el profesor Peter Szil- «por la fuerza»[11].
Por lo tanto, a partir de aquí tendríamos que empezar a preguntarnos si lo mejor sería tratar de escribir artículos y libros que convenciesen a las personas de que el dolor puede ser placentero y dar mucho gusto si se superan los prejuicios, o de que lo que a todos nos parece lo peor o el infierno puede ser lo mejor y el paraíso si logramos sustraernos a «la nefasta influencia» cierto «tópico discriminador», o si nos dejamos llevar de una vez por nuestros «prejuicios» en este asunto y nos ponemos a tratar de hacer algo (aunque solo sea escribir libros o artículos, o defender una ley tan moderadamente abolicionista como la sueca) para lograr que las mujeres puedan llegar a disponer de un mayor y mejor campo de elecciones posibles, es decir, de un mayor abanico de posibilidades diferentes y más justas que las de morirse de hambre o ser putas (o incluso, morirse de hambre, ser putas y fregar escaleras, o incluso morirse de hambre, ser putas, fregar escaleras o ser cocineras, etc.). Quizás ayudaría a ello el que todas nosotras (nosotras las personas, con independencia de nuestro sexo) dejásemos de vernos como entidades sin capacidad alguna de decisión -cuerpos entregados a las leyes mecánicas del Mercado que ya ha tomado todas las decisiones por nosotros- y empezásemos a vernos como sujetos capaces de elegir y para los cuales lo más deseable sería el que se ampliase lo más posible ese arco de elecciones posibles hasta su extremo, es decir, hasta aquel punto en el que chocara con la posibilidad de tomar sus decisiones en las mismas circunstancias de otras personas. Es eso -y no la sublime decisividad de las elecciones gilipoyescas o de las idioteces perdidas- lo que modernamente y en términos políticos y legales se entiende por la posibilidad de «elegir libremente»[12].
Pues bien, es precisamente contra esto -contra la libertad de las personas- contra lo que en primer lugar atenta el ejercicio de la prostitución tal y como hoy por hoy existe (si es que no en cualquier forma en la que pudiese existir), es contra esto -contra sus Derechos Humanos-, contra lo que atenta ese fenómeno cuyos «datos» confirmarán, a cualquiera que los quiera ver, que se trata de una explotación sistemática y organizada de una inmensa cantidad de población de sexo femenino (entre la que se encuentran un enorme número de menores) llevada a cabo por varones -los proxenetas que son quienes principalmente se lucran y que casi siempre son hombres- y para garantizar una cierta manera de entender la sexualidad que ha sido «elegida» por una inmensa cantidad de población de sexo masculino -los prostituidores o «clientes» que son (según todos los datos, si es que hicieran falta) en su abrumadora mayoría hombres-.
Es cierto que la elección tomada por los prostituidores también tiene lugar dentro de un estrecho margen de elecciones y que muchos de ellos tan pronto como escuchan a la viril sirena exclamar «¡putas a la vista!» (lo cual en casos muy graves como los de Miñoña o Frabetti parece que ocurre ante la presencia de cualesquiera mujeres[13]) experimentan un inevitable y cualitativamente visible aumento de la temperatura; ahora bien, mientras que en el caso de las mujeres prostituidas el margen de elección suele limitarse a las posibilidades de morirse de hambre, ser puta (o, incluso, estas dos y fregar escaleras), en el caso de los hombres que compran sus servicios ese margen es algo menos trágico, y las posibilidades son, al menos, las de (a) irse a su casa con un calentón, (b) aprovecharse de la falta de posibilidades de elección que ha llevado a una mujer a tener que ejercer la prostitución y explotarla por tanto sexualmente (por poco o mucho que le pague) para quitarse el calentón, o bien (c) tratar de vivir su sexualidad como un -digamos- «hombre adulto inteligente, medianamente instruido y con capacidad de elección» (que es lo que normalmente es, al menos en relación con este asunto -aunque no quiera darse cuenta-).
Sin embargo, dado que en un estado de Derecho, raramente se deja (cuando se puede evitarlo) a un ciudadano o ciudadana decidir libremente si quiere o no respetar los derechos de otro ciudadano o ciudadana, lo que suele hacerse es dictar una ley que le obligue a hacerlo o que le castigue si no lo hace. Es eso lo que pide el abolicionismo gracias al cual ya ha puesto en marcha en Suecia una ley que castiga no a las prostitutas sino a los hombres que contratan sus servicios, es decir, no a las que tienen más difícil elegir, sino a quienes lo tienen mucho más fácil. Así pues, todos y todas sabemos lo difícil que es irse con un calentón a casa o -mucho más aún- relacionarse con las personas del sexo opuesto como si fuesen iguales a nosotros, pero quizás la mejor manera de hacerlo no sea la de conseguir que «todos seamos putas», sino la de conseguir que todos podamos ser igual de libres.
[1] Incluso si el Estado, en una nueva muestra de su esencial talante fascista, se dedicase a impedir a los ciudadanos morir de hambre a las puertas de los restaurantes a base de rechazar invitaciones de Florentino Pérez a comer, y les obligase a hacerlo introduciéndoles directamente el churrasco en el estómago, se les habría obligado materialmente (y de forma violenta) a alimentarse, pero no se les habría impedido mantener la decisión de no hacerlo, a la que habrían permanecido fieles aun después de haber sufrido ese martirio de comerse el chuletón.
[2] De hecho puede que incluso muchas de las decisiones que hemos tomado la tengan ya sin que ni siquiera nosotros mismos nos hayamos dado ni cuenta, porque, por ejemplo, haya algo que hayamos decidido hace mucho tiempo de esa forma completamente imperativa e intransigente (pongamos: darles una vida digna a nuestros hijos e hijas) y todavía no hayamos tenido la posibilidad de darnos cuenta de ello debido a que hasta ahora nada nos ha impedido hacerlo, y no nos hemos visto en la necesidad de tomar ninguna «sublime decisión» al respecto.
[3] En efecto por difícil que nos sea llegar inmediatamente a decir cuanto más «oscuro» o cuánto más «rojo» es un rojo que otro, o cuánto «mejor» matemático es Frabetti que Platón, lo que sí somos capaces de decir inmediatamente es cuál de entre dos tonos de rojo es «más oscuro», es «de un rojo más intenso» o es «más rojo», y esa es precisamente una de las cosas que diferencian a las «cantidades» de las «cualidades» situándolas dentro de «categorías» distintas de cosas. En efecto de este tipo de asuntos era de los que se ocupaba ya hace muchos años Aristóteles usando justamente estos mismos ejemplos.
[4] En efecto, si bien las cualidades no son, propiamente -como decíamos- cuantificables (no tienen extensión o magnitud numérica, sino intensidad o grado), es posible establecer una «analogía» entre una determinada cualidad y una determinada cantidad para poder «expresar» en términos cuantitativos diferencias cualitativas de grado. Esto es lo que hacemos cuando estimamos los grados de temperatura de un cuerpo a partir de la cantidad de unidades de longitud a lo largo de las cuales se extiende el mercurio que hemos metido dentro de un tubo de vidrio al aumentar su temperatura. Así pues, tanto el agua hirviendo como el mercurio que dentro de un determinado tubo de vidrio alcanza una pequeña marca junto a la que está escrita la cifra 100º, pueden estar a «la misma temperatura», pueden poseer ambos la cualidad de «estar calientes» en el mismo grado, y es eso lo que señala un termómetro. Las cualidades pueden, por tanto, expresarse «analógicamente» en términos cuantitativos, sin que ello signifique que sean por ello meras cantidades, como lo prueba el hecho de que para que resulten significativas, esas comparaciones tienen que remitirse a una «unidad patrón» con algún tipo de propiedad cualitativamente distinguible: al estado de comenzar a hervir del agua, o al estado de permanecer en equilibrio del fiel de una balanza, etc. No ocurre lo mismo con las unidades cuantitativas que pueden elegirse arbitrariamente, y nos da lo mismo numerar y contar las sillas de una en una que de cuatro en cuatro patas, es decir: tomar a la silla como unidad o tomar como unidad a la pata y a la silla como el conjunto de cuatro patas. Este tipo de cosas son precisamente las que se aprenden en las escuelas, no sólo en las que, siguiendo las doctrinas de Aristóteles derivaron en aquello tan horrible que ha dado después en llamarse la Escolástica, sino también en aquellas otras a las que acudimos cuando somos niños y vamos a aprender el mismo tipo de cosas que aprendemos viendo en la televisión a Coco, o a Epi y Blas, confundir cantidades y cualidades de las galletas o de los pasteles, y organizar unos despropósitos y unas injusticias a la hora de repartirlos tremendas.
[5] Es decir: si tomásemos a esa sublime decisión como el grado 100 o el grado 360 de libertad, si tomásemos como representante -en nuestra escala- del máximo grado posible de libertad en una elección a una de esas decisiones de las que no tomamos «casi ninguna» porque sería una gilipoyez hacerlo dadas las circunstancias -pero que con independencia de ello tendríamos que seguir considerando como la expresión del «mayor grado de libertad posible» para una decisión, del mismo modo que el cero absoluto puede ser la temperatura más baja para una escala de medida de las temperaturas por más que ningún cuerpo pueda jamás (por principio) llegar a alcanzarla.
[6] Que son las opciones que tienen la inmensa mayoría -volvemos a repetirlo- de las mujeres que «toman libremente esa decisión» tal y como indica todas las estadísticas que puedan consultarse procedentes de cualquier fuente -tratándose, además, de mujeres que normalmente no tienen ni la opción de dejarse morir de hambre porque las drogarían y las alimentarían a la fuerza.
[7] Esto es, justamente, lo que de la manera más explícita proponía el gran filósofo Jean Jaques Rousseau en su Emilio, o de la educación cuando decía que:
[8] Lo de Peggy y Gustavo ya sería otra historia -pero, claro, lo de estos dos es una historia (una historia de amor) mientras que lo de Coco es ciencia-.
[9] Y si -como decía recientemente la profesora María Fernández Estrada en un artículo- la manera en la que algunos se representan en paraíso (a saber: poblado de exóticas odaliscas dispuestas a ofrecerles sus servicios «por gusto») se parece, a veces, demasiado al modo en que otras se representan el infierno (a saber: precisamente como la realidad en la que viven en el club de carretera donde las tienen encerradas).
[10] Y recogida en la famosa Declaración de los derechos Humanos.
[11] Es, en efecto, muy dudoso (si es que no contradictorio con la idea misma de lo que supone hacer algo «por gusto») el que alguien aceptase, por ejemplo, tener con otro una relación sexual que le causase un dolor o que pusiese en peligro su salud, de no verse forzado por algún tipo de necesidad (siquiera económica), y por tanto en contra de su libertad -con lo que se pone de manifiesto, en el caso de la prostitución, la debilidad de la diferencia entre «prostitución forzosa» y «voluntaria»-. Es posible que a uno le cueste llegar a disfrutar de un trabajo que consista en descargar sacos de un barco, pero es todavía más difícil (si es que no imposible) que lo haga con una ocupación consistente en que le den latigazos o le introduzcan objetos punzantes en el cuerpo. Sin embargo, como contaba recientemente en Madrid la profesora Sheila Jeffreys de la Universidad de Melbourne, en los burdeles de Australia (donde la prostitución está legalizada) los Códigos de Salud en el Trabajo relativos a la «industria del sexo» señalan que las mujeres prostituídas han de cobrar más por practicar el sexo anal porque es más doloroso, y deben cobrar extra cuando el tamaño es mayor o cuando se realiza esta práctica con varios hombres simultáneamente, por la misma razón. Es, por tanto, por el dolor físico experimentado por lo que se paga (o por lo que se paga más) al menos en esos casos.
[12] No obstante aquella sublime gilipoyez del tomar decisiones siguiendo los dictados de lo que alguien llamaba el «Imperativo Categórico» sigue constituyendo incluso en tales sistemas un referente imprescindible para juzgar acerca de lo mejor y lo peor (como veíamos antes), el grado 100 de la escala, por difícil que sea o por inalcanzable que fuese para nosotras las (personas) mortales -y al menos mientras no se demuestre que es imposible decidir morirse de hambre a la puerta de un restaurante rechazando invitaciones a cenar-. Algo no muy distinto de esa idiotez suprema es lo que entendía el propio Sócrates por «ciudadanía», la posibilidad de decidir con independencia de cualesquiera consideraciones de cultura, clase, raza, sexo o condición, razón por la cual el propio Sócrates se denominó a sí mismo en alguna ocasión «idiotes», «idiota» (que era el término que, en griego antiguo y sin ninguna connotación negativa, servía para calificar a esa situación). No obstante Sócrates tampoco tomaba sus decisiones en tanto que ciudadano como si fuera un idiota perdido, sino que trataba de hacerlo como si fuera un idiota -digamos- «orientado», un idiota capaz de dejarse orientar a la hora de tomar una decisión real por la realidad (por la situación dada), pero sin dejarse condicionar y aleccionar enteramente por ella, como acabó probando el hecho de que se acabase dejando matar como un auténtico gilipoyas (o -por muy bien señalaba recientemente la profesora Vanessa Ripio- como el idiota perdido de Salvador Allende -dicho sea, obviamente, retirando escrupulosamente cualquier connotación negativa que pudiese atribuirse a cualquiera de esos dos términos-), y ello sólo por ser fiel hasta el final a su firme decisión de respetar la ley (aunque la ley fuese injusta). Obviamente gracias a ello ambos consiguieron únicamente padecer sendas injusticias en lugar de cometerlas, pero ¿quién ha demostrado que sea «mejor» cometer injusticia que padecerla?
[13] Habría que preguntarles si -como repetidamente se pregunta el profesor Alberto Matamoros- también ante la visión de sus hermanas o madres.