La Iglesia es maestra en el arte ceremonial. Tradiciones milenarias han diseñado sus actos públicos, desde las liturgias sacramentales hasta los protocolos procesales. El intento del Vaticano II de acercarse al pueblo, reemplazando el latín por las lenguas vivas y haciendo la doctrina más accesible, chocó, aun choca con los amigos de la tradición a […]
La Iglesia es maestra en el arte ceremonial. Tradiciones milenarias han diseñado sus actos públicos, desde las liturgias sacramentales hasta los protocolos procesales. El intento del Vaticano II de acercarse al pueblo, reemplazando el latín por las lenguas vivas y haciendo la doctrina más accesible, chocó, aun choca con los amigos de la tradición a cualquier precio. «Es mejor que el misterio no se entienda», me decía un defensor de la misa en latín, que se goza de esa cultura eclesiástica hecha de música gregoriana, incienso, ritos pausados y filosofía medieval. Los ritos con las que la Iglesia acompaña nuestros hitos de paso, nacimiento, matrimonio y muerte están tan arraigados que muchos novios no creyentes prefieren casarse por la Iglesia y muchos niños no bautizados reclaman su primera comunión, aunque lo hagan por la fiesta y los regalos. El papa Wojtyla ha sido maestro en incorporar lo mediático al ceremonial eclesiástico y su largo tránsito final se solapa con el Conclave para ofrecer una Iglesia palpitante, presente en la sociedad a través de los medios de comunicación de masas. Pero lo mediático es, por naturaleza, efímero y la pregunta, una vez apagados los ecos de los últimos acontecimientos, es: Y ahora, qué? O, más precisamente, después de la Iglesia de Wojtyla, como será la de Ratzinger?. Cientos de especialistas se esmeran en presentar los muchos retos que tiene ante sí, desde la feroz competencia de los grupos protestantes evangélicos en su lugar natural de expansión, América Latina, a los conflictos con la ciencia y el feminismo católico militante, la pobreza de tantos millones de seres humanos sin esperanza y, especialmente el nacimiento y consolidación entre la gente más ilustrada de una especie de religión a la carta, individualizada, que sería el segundo intento, la reforma protestante fue el primero, de disminuir el papel de los intermediarios entre Dios y las conciencias, de gestionar cada uno sus creencias.
Más importante que evaluar los retos externos es, sin duda, intentar averiguar que tipo de organización y recursos tiene la Iglesia para afrontarlos. La Curia Vaticana, como casi todos los organismos centralizados y endogámicos, fue capaz, bajo la dirección del papa Wojtyla, de cancelar los intentos de renovación eclesial del Concilio Vaticano II. Y será capaz, de no sufrir una auténtica reforma interna, de cancelar los actuales. La Monarquía vaticana es una gerontocracia dotada de un poder absoluto, con escasa descentralización y nula participación popular. Estas características la condenarían al fracaso en el mundo mercantil y en el político pero en el mundo eclesiástico todo está permitido porque no hay control por parte de las clientelas, que se limitan a abandonar por incomodidad personal o aburrimiento. Esto es lo que está pasando hoy con la desafección de las nuevas generaciones y la pérdida de creyentes en beneficio del protestantismo evangélico y cuantas sectas ofrecen hoy esa dimensión extra emocional combinada con una ayuda práctica, una red de beneficencia que la Iglesia católica ya no tiene.
Paralelamente, los recursos humanos decrecen y van envejeciendo. Uno de los signos más obvios del momento actual, y una de las razones por las que el papa Wojtyla favorecía al Opus, a los Legionarios de Cristo, a los Kikos en vez de a las tradicionales ordenes, jesuitas, franciscanos, dominicos es que los primeros tienen abundantes vocaciones, muchos sacerdotes mientras los Seminarios diocesanos y las órdenes tradicionales se vacían. Las nuevas fundaciones, la mayoría nacida en el mundo latino, son también fundamentalistas y encierran a sus gentes en una burbuja ideológica, donde se mantienen seguros al precio de basar su adhesión a la fe en la emoción y no en la razón. Por eso los que se salen de ellas tienen muchos problemas psicológicos para reconstruir su personalidad y su andadura en la sociedad civil.
La organización eclesiástica tiene también problemas de financiación. La América generosa ha visto como algunas diócesis han quebrado por las indemnizaciones resultantes de los juicios civiles de pederastia y, con un dólar débil, ya no es aquel proveedor munificiente de los tiempos del cardenal Spellman. La Tesorería vaticana ha sufrido incontables avatares, con los conflictos delictivos del caso Calvi y las aventuras en dinero negro del Arzobispo Marzinkus. Pocos días antes de morir, Juan Pablo I había ordenado una investigación de las enmarañadas finanzas vaticanas que se canceló a su muerte. Juan Pablo II utilizó el dinero católico para ayudar al sindicato polaco Solidaridad en su lucha anticomunista y la incapacidad de la Iglesia española para dejar de depender del presupuesto del Estado es un índice más de que los tiempos no son boyantes. La Santa Sede está en números rojos. Y sin dinero no hay apostolado.
Quizás el gran problema organizativo sea la escasez de sacerdotes diocesanos y su progresivo envejecimiento. De hecho, muchos curas tienen que binar o hasta trinar, como dicen ellos, los domingos, decir misa varias veces, y bastantes parroquias son atendidas por monjas que, salvo confesar y decir misa, desempeñan todos los oficios pastorales y asistenciales. Esa es una de las razones por las que el feminismo católico pide más cuotas de poder eclesiástico y, desde luego, que la Iglesia deje de estar obsesionada con los genitales femeninos. Como consecuencia de esas carencias, se están cediendo bastantes parroquias diocesanas a las nuevas fundaciones populistas y en algunas zonas, México por ejemplo, los Legionarios de Cristo disputan a los protestantes evangélicos las clientelas más elementales y rurales.
Sin una organización bien dotada de personal y recursos, sin una fuerte descentralización, la Iglesia católica podría seguir avanzando hacia su transformación en un gueto ideológico con un apéndice ceremonial y una antigualla política, el Estado Vaticano. Los discursos y homilías de Wojtyla y Ratzinger están llenos de ese componente nostálgico y condenatorio que se muestra incapaz de entender y aceptar plenamente la democracia y el pluralismo cultural y ansía recuperar la confesionalidad perdida. Pero, para compensarlo, seguirá siendo en la geografía católica la gran proveedora de ritos para que entremos en el mundo, nos casemos y muramos con cierta solemnidad.