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Pobreza

Que nos entierren junto a la rama verde

Fuentes: APE

Hoy la pobreza es tema de agenda de la dirigencia mundial. Los funcionarios esgrimen a diestra y siniestra categorías que les proporcionan los sociólogos. Cualquier lego se ve de pronto hablando de NBI, de umbral de pobreza, de pobreza moderada, de indigencia, de núcleos duros, sin despeinarse y sin que se le afloje, en ningún […]

Hoy la pobreza es tema de agenda de la dirigencia mundial. Los funcionarios esgrimen a diestra y siniestra categorías que les proporcionan los sociólogos. Cualquier lego se ve de pronto hablando de NBI, de umbral de pobreza, de pobreza moderada, de indigencia, de núcleos duros, sin despeinarse y sin que se le afloje, en ningún momento, el nudo de la corbata.

La profusión de estudios y nomenclaturas nos distrae de la pregunta por las causas de la pobreza y hace que la veamos como una catástrofe natural, como un desastre sin autores ni responsables frente a la cual deberemos proveer los «primeros auxilios», o bien «paliar» o «mitigar» sus efectos, o bien tratar de conducirlo hasta «niveles aceptables», cual si se tratara del colesterol o del azúcar en sangre.
Benedicto XVI ha aludido repetidamente en sus mensajes al «escándalo de la pobreza», el «escándalo del hambre» y otros escándalos. Bill Gates, el hombre más rico del planeta, insiste en la necesidad de acabar con esos flagelos (lleva invertidos u$s 28 mil millones, desgravados de impuestos, en programas de asistencia a los países más pobres). Otros millonarios, como George Soros, Warren Buffet, Michel Bloomberg, Li-Ka Shing, James Slowers, Herbert y Marion Sandler, Ted Turner y Stephen Schmidheiney, lo acompañan en su cruzada. «El mundo rico debe brindar a los países más pobres subvenciones y préstamos con bajo interés, para que compren tecnologías energéticas sostenibles», sostiene Jeffrey Sachs, millonario y gurú de las finanzas.
En nuestro país, el estallido de la pobreza ha sensibilizado a un sector muy importante de la dirigencia. El obispo de San Isidro y responsable de la Pastoral Social de la Iglesia, Jorge Casaretto, hizo suyas las palabras del Papa y amplió el significado: «La pobreza es un escándalo porque está todo para que desaparezca y no desaparece».
El Presidente de la Sociedad Rural, Hugo Biolcatti, aludió a la pobreza en sus últimos discursos: «Es inconcebible que en un país con 13 millones de pobres y cuatro millones de indigentes -dijo- no se atienda este tema todos los días del año». Recientemente, al presentar el plan de inversión pública titulado Ingreso Social con Trabajo, la presidenta Cristina Kirchner manifestó que «el trabajo es el mejor antídoto contra la pobreza».
Pero si el grueso de la dirigencia mundial y la dirigencia vernácula, nos preguntamos, coincide en que hay que erradicar la pobreza… ¿por qué la pobreza crece? ¿por qué se obstina en aumentar?
Una respuesta provisoria sería que la pobreza (vaya descubrimiento) es sólo el síntoma. El síntoma de una enfermedad llamada injusticia.
Falconnet en su Ciudad Feliz
Le debemos a Joaquín Alejo Falconnet (Lyon, 1867 – Buenos Aires, 1938), hermosos artículos, políticos y filosóficos, aparecidos en El Perseguido, La Liberté, Sembrando Ideas y La Protesta, entre otros periódicos libertarios argentinos. También le debemos ensayos, novelas, piezas teatrales, traducciones y crónicas de viaje, casi siempre firmadas con el seudónimo Pierre Quiroule. 
Del gran aporte que hizo Falconnet, insospechado obrero tipógrafo de la Biblioteca Nacional argentina, nos interesa rescatar el libro La Ciudad anarquista americana, publicado en 1914. Como en todo relato utópico, hay allí exageración, delirio, invención. Pero lo que hay, por sobre todas las cosas, es voluntad de pensar y construir un mundo diferente, sin injusticias ni violencia, sin hipocresía ni discursos vacuos.
Otro día hablaremos -o no, mejor hablemos ya- del Vibraliber, rayo mortal producido por una máquina diseñada en Las Delicias, capital de la República de El Dorado, capaz de disuadir a cualquier ejército o poder militar de la tierra. El Vibraliber era el arma revolucionaria imaginada por Quiroule, capaz de acabar «con los opresores de Europa, liberando a los trabajadores del Viejo Mundo».
Transcribamos ahora un pasaje de la obra, en donde Falconnet describe los rasgos de su Ciudad Feliz: «No faltando nada a nadie -dice- no había harapientos al lado de bien vestidos, ni hambrientos codeando hartos; ni pudientes hipócritas al lado de humildes y rencorosos. Los semblantes expresaban sólo sentimientos nobles y leales. La máscara revulsiva de la hipocresía había caído de todos los rostros, habiendo las caras recuperado sus armoniosas líneas naturales y humanas (…) No se veían facciones alteradas por las injusticias sociales, por los abusos y el engaño de los fuertes; no se veían caras huesudas y cadavéricas; ojos muertos o sin expresión, cuerpos arruinados por catástrofes morales, por excesos de trabajo y de privaciones (…) no se veían niños sucios y andrajosos y famélicos, criándose en el arroyo. (…) La prostitución no era más que un triste recuerdo de una época libertina y depravada. El alcohol y los espirituosos habían sido desterrados como bebida. Solamente la pasión por el tabaco no había sido extirpada del todo todavía…»
Qué estimulante resulta leer, casi un siglo después de publicadas, estas páginas escritas por un obrero, por un honesto militante libertario que en ningún momento renunció al ideal de redención social y a la construcción de un mundo de iguales. 
Para Falconnet, no había negocio posible con el hambre, con la pobreza, con la injusticia o la explotación: eran todas lacras del viejo orden, de ese orden que había que cambiar con inteligencia, con trabajo, con militancia y alegría. Chapeau, monsieur Falconnet. Gracias, camarada.
La fraternidad de las hormigas
Un hermano de León Tolstoi, Nikolai, le había contado, siendo niños, que en una rama verde enterrada en la cañada, al borde del camino y cerca del bosque de Zakaz, estaba escrito «el mensaje que podía destruir la maldad en los hombres y proporcionar el bienestar universal».
Pasados los 70, en sus Memorias, el autor de Guerra y Paz recordó los paseos de la infancia y cómo había podido aprender grandes lecciones en el bosque, observando la fraternidad de las hormigas: «Los hermanos-hormiga, apoyándose amorosamente unos a otros… y así la humanidad toda, bajo la vasta bóveda del cielo».
Poco antes de morir en Yasnaia Poliana -su casa natal-, con lágrimas en los ojos, León Tolstoi pidió ser enterrado en la misma cañada donde había correteado de niño, a la vera del camino y cerca del bosque. Su deseo, su simple y poderoso deseo, era yacer junto a la rama verde.
Frente al ruido y la vocinglería del poder, cuando el debate sobre la pobreza parece reducirse a una cuestión de índices o porcentajes, y cuando la conversación deja de lado el tema raigal y originario de acabar con la injusticia, no viene mal recordar a Falconnet y a Tolstoi, pequeños grandes maestros, padres que elegimos y que volvemos a elegir.
Ellos sabían que una rama verde, escondida, guarda el secreto. Sabían ser hermanos-hormigas. Y sabían que la erradicación del hambre y la pobreza (vale decir, la justicia) es algo que no se negocia. Como no se negocia la felicidad.

Tomado de http://www.argenpress.info/2009/09/pobreza-que-nos-entierren-junto-la-rama.html