Más allá de toda la propaganda nacionalista sobre la “maldad” de los campesinos franceses, que destruyen los productos españoles acusándolos de hacerles la competencia desleal, lo cierto es que el campesinado le ha dado una lección a la clase obrera sobre cómo enfrentar las políticas de la Unión Europea.
El 1 de febrero, organizaciones agrarias como Vía Campesina, llamaron a unificar la respuesta a los acuerdos de libre comercio que la UE quiere establecer con el Mercosur, con Nueva Zelanda o Australia, lo que significaría la entrada masiva de productos de bajo precio y con unos estándares de calidad inferiores a los europeos, como ya está sucediendo con los productos marroquís, israelís o egipcios. Esta liberalización del mercado sería, también, la puerta abierta a la entrada de los fondos de inversiones estadounidenses, británicos y europeos, que ya dominan la agricultura en América Latina.
Es obvio que los campesinos no quieren perder la calidad de vida que les ha dado la protección de la UE, y la garantía de unos precios competitivos a través de su subvención con Política Agraria Común, que con estos acuerdos de Libre Comercio ser verían comprometidos.
La «uberización» del campo (y el mar)
Con esa manía tan típica del pensamiento posmoderno de que con poner un nombre nuevo a fenómenos viejos, estos ya cambian de contenido; la “uberización” no es más que la vieja tendencia del capital a concentrarse acabando con la pequeña y mediana producción. En Europa, paradojas de la historia, la mayoría de los productores son pequeños y medianos agricultores que, gracias a la PAC, se les subvencionaban (“dumping”) los precios y eso les permitía competir en el mercado mundial.
La burguesía en todas sus revoluciones del siglo XIX procuró extender la propiedad y la producción capitalista a todos los ámbitos de la economía y la sociedad, y por la vía de la reforma agraria a la tierra. En los estados más desarrollados de Europa y Norteamérica esto se consiguió plenamente. No así en las naciones que por cualquier motivo no fueran capaces de completar su proceso de independencia nacional, y la reforma agraria, como otras muchas reivindicaciones democráticas, en el mejor de los casos quedaron a medio camino.
Sin embargo, las leyes del mercado capitalista entraron en la producción agraria y fueron destruyendo todas las formas de producción previas en prácticamente todo el mundo. Producto de esta dependencia de las metrópolis imperialistas es que el rural de los países semicoloniales donde los “controles” medioambientales y de calidad son inferiores, ha caído masivamente en las redes de la gran industria agroalimentaria y de los fondos de inversión, que, desde que estallara la crisis del 2007/8, han visto en la especulación con los bienes de primera necesidad y materias primas un excelente campo para la extracción de superbeneficios.
Ahora, estos mismos fondos han puesto sus ojos en el campo europeo que está enfrentado un serio problema, el abandono por jubilación de los campesinos y agricultores; en los próximos años se va a jubilar el 40% de los agricultores franceses sin que haya una perspectiva de renovación, lo que va a dejar multitud de tierras baldías. Todo un nicho de mercado para los fondos de inversión y la agro industria. Porque el negocio no es, solo, la producción agrícola, sino el mismo mercado que se construye alrededor de la tierra, convertida en una mercancía más.
La “uberización” es el fin del trayecto que comenzara con la revolución burguesa, la entrada del gran capital a mansalva en un camino que Gran Bretaña vivió en el siglo XVIII y XIX donde, con la expulsión de los campesinos libres de sus tierras, esta se concentró en manos de los “landlords”, terratenientes no en el sentido feudal, sino capitalista. La rentabilidad de la inversión en el mercado era el “santo y seña” de su actuación, para ello “las ovejas mataron a los seres humanos”, como describiera Marx la expulsión de los campesinos de sus propiedades para concentrarlas en una producción rentable ligada a la industria textil y alimentaria.
La estabilidad de la UE en entredicho
No se puede olvidar que la estabilidad de la CEE, primero, y después, la UE se dio por un pacto social a tres bandas, la burguesía, el proletariado, al que le «concedieron» el estado de bienestar a cambio de renunciar a la revolución (la integración total de los partidos obreros y las cúpulas sindicales en el sistema), y el campesinado, al que directamente compraron a través de los presupuestos de la UE. Destinan al campo el 30% de todo el presupuesto europeo a través de la PAC.
Hasta ahora, las políticas de recortes sociales y de control del déficit que había golpeado sobre los derechos sociales de los sectores asalariados de la sociedad no habían repercutido de una manera tan dura sobre los campesinos, incluso siendo, como es, una PAC profundamente injusta. Como dice la declaración de Vía Campesina, “el 20% de los mayores agricultores europeos, que a menudo ni siquiera trabajan en sus explotaciones, reciben el 80% de las ayudas públicas, mientras que la mayoría de los agricultores de explotaciones pequeñas o medianas reciben poco o nada”.
Pero el mundo actual no es el de hace 50 años, y en la reforma que entró en vigor en enero del 2023 se acordó una reducción progresiva de las ayudas (complementos) en la nueva Política Agrícola Común, por tramos que van desde el 25% hasta el 100% de la renta. Muchos campesinos van a perder las ayudas de la UE o las verán reducidas significativamente; aunque se siga un criterio progresivo en esta reducción, lo cierto es que serán los menos productivos y los más pobres lo que los sufrirán de manera más dura en sus ingresos. Al gran capitalista, con explotaciones altamente concentradas, tecnificadas y productivas no le va a suponer una gran perdida.
La burguesía europea, porque esto afecta a toda Europa, como se puede comprobar con la extensión territorial de las movilizaciones, desde Alemania hasta Italia, desde Polonia hasta Portugal, apuesta abiertamente por la entrada de los fondos de inversión en un sector muy depauperado por la reducción de los precios de los productos agrícolas y el aumento de lo que los propietarios llaman “costes de producción”.
Además, el esfuerzo de guerra que acordaron en la Cumbre de la OTAN de Madrid del 2022, de destinar un mínimo del 2% del PIB a los gastos militares, tiene repercusiones más que obvias en las ayudas a los campesinos, agricultores y ganaderos. El mundo ya no vive en la bola de cristal de los años 60, cuando surgió la PAC, ni la de los años 90 tras la restauración del capitalismo en la URSS y los estados obreros; sino que es un mundo atravesado por una cerrada competencia interimperialista e intercapitalista, y el campo no iba a ser ajeno a estas contradicciones.
La reducción de ayudas y subvenciones al campesinado europeo, la liberalización de los mercados y la entrada de mercancías de bajo coste y con estándares de producción inferiores a los exigidos en la UE, va a empobrecer a un sector social que había sido la garantía de la estabilidad de la Unión Europea, alimentado los ultranacionalismos pequeño burgueses alrededor de los viejos estados nacionales. Si alguna clase social se cree el “sostén de la patria” esa es el campesinado, que, como decía Trotski, no ve más allá de los límites de su propiedad.
El mercado controlado, ¿garantía del derecho a la alimentación?
Desde las movilizaciones agrarias se levanta una falsa idea, “si el campo no produce, la ciudad no come”. Es, en primer lugar, falsa porque la producción de alimentos en el campo no depende del tipo de propiedad que exista, sino del trabajo humano que se dedica a ello. Asociar “campo” a “tipo de propiedad” es una falacia muy del gusto de la extrema derecha.
El derecho a la alimentación de la sociedad, que de últimas es de lo que se trata, no puede estar en manos ni de pequeños ni de grandes propietarios, sino del propio estado.
Marx señalaba que “el desarrollo económico de la sociedad, el crecimiento y la concentración de la población, que vienen a ser las condiciones que impulsan al granjero capitalista a aplicar en la agricultura el trabajo colectivo y organizado, a recurrir a las máquinas y otros inventos, harán cada día más que la nacionalización de la tierra sea «una necesidad social», contra la que resultarán sin efecto todos los razonamientos acerca de los derechos de propiedad” (La nacionalización de la tierra).
El propio Marx remarcaba que “en el Congreso de la Internacional, celebrado en 1868, en Bruselas, uno de nuestros camaradas dijo: «La pequeña propiedad privada de la tierra está condenada por la ciencia, y la grande, por la justicia. Por tanto, queda una de dos: la tierra debe pertenecer a asociaciones rurales o a toda la nación. El porvenir decidirá esta cuestión».
Y yo digo lo contrario: el movimiento social llevará a la decisión de que la tierra únicamente puede ser propiedad de la nación misma. Entregar la tierra en manos de los trabajadores rurales asociados significaría subordinar la sociedad a una sola clase de productores.” (La nacionalización de la Tierra)
De la misma manera que el mercado, controlado o no, no es garantía del derecho a la vivienda, a salud o a la educación, tampoco lo puede ser al derecho a la alimentación. Por ello, hay que descartar esa falsa asociación entre “campo” y “propiedad privada” agrícola.
Desde los sectores más progresivos no se hace esta asociación falaz, sino que van más allá y se sitúan contra el neoliberalismo como Vía Campesina, exigiendo la ruptura de todos los acuerdos de Libre Comercio con Mercosur. Los acuerdos con Nueva Zelanda y con Australia tienen un contenido distinto, son «entre iguales», porque son potencias imperialistas, aunque de segunda categoría; sino con el Mercosur, que agrupa semicolonias de América Latina.
Lo que desde Vía Campesina deberían reconocer es que la PAC es una herramienta imperialista que favorece de manera desleal la competitividad de los agricultores y campesinos europeos con fondos comunitarios. La UE como potencia imperialista los protege de los competidores. Si tan amantes son del mercado como solución del campo, deberían dejar que el mercado actuara libremente; no es ponerle coto a los de fuera, pero libertad dentro. O todos o ninguno.
Esto nos lleva al segundo aspecto, la exigencia de “precios justos”. De nuevo estamos con los juegos de palabras, un precio nunca es justo. Supongamos, los ganaderos consiguen que el precio de litro de leche que a ellos les paga la gran cadena distribuidora o la gran envasadora, se corresponda con los “costes de producción”, que sería lo que se entiende por precio justo; tanto cuesta tanto te pagan.
En los costes de producción cualquier capitalista incluye los “gastos salariales”, y no olvidemos que muchos de los campesinos que hoy cortan las carreteras de media Europa, tienen trabajo asalariado, eventual y precario hasta decir basta, en el mejor de los casos cuando no son inmigrantes ilegales. Según la OIT, en el mundo hay 1.100 millones de personas que trabajan como asalariados / as del campo, en su mayoría para los pequeños y medianos agricultores, pues la agroindustria está altamente tecnificada, ¿les subiría a sus empleados los salarios en la misma proporción que ellos exigen de “precios justos”?
Bien, ¿y el consumidor?, porque los llamados “intermediarios”, que son las que llevan el producto al mercado, tienen que cobrar también “su precio justo”, la leche no llega sola al mercado. Al final, quien paga la suma de ambos “precios justos”, el consumidor; es decir, la clase trabajadora asalariada que tiene que ir a las cadenas de distribución para hacerse con productos alimentarios.
¡Y todavía no hemos hablado del objetivo central de todo capitalista, sea pequeño, mediano o grande, el beneficio!. Estamos suponiendo que todos trabajan sin mirar el beneficio, solo por el “precio justo”.
La cuestión no es que el mercado garantice lo que no puede garantizar, su objetivo no es el de distribuir equitativamente la riqueza social, sino la de convertir el tiempo de trabajo humano en capital; como tampoco que un “precio justo” sea justo. Lo único que puede garantizar un derecho a la alimentación digna es el establecimiento de un control de precios; que estos no los fijen las leyes del mercado, de oferta y demanda, sino a través de la planificación democrática de la economía.
De nuevo, la «alianza obrero campesina»
La nueva Política Agraria Común de la UE, al reducir drásticamente las ayudas que los empobrece, amenaza con devolverlos a la situación de preguerra, cuando los partidos marxistas clamaban por la “alianza obrero campesina”. A lo largo de estos 70 años esta perspectiva había desaparecido a través de la PAC y las ayudas a la producción y a la renta de la tierra, pero la crisis del capitalismo parece devolvernos al pasado.
La jornada del 1 de febrero, con campesinos de diversos países ocupando las calles de Bruselas, señalaron un camino que debería ser recorrido por la clase obrera, la unidad continental contra las decisiones de la Comisión Europea, pues es ahí donde se unifican las políticas de los diferentes estados. La PAC es una política de la burguesía europea y así hay que enfrentarla para derogarla; no desde las autoafirmaciones nacionalistas del “sálvese quien pueda”. Bajo esa consigna, “aquí no se salva ni dios”.
Pero no es con “más mercado”, aunque este sea controlado y subvencionado; el mercado beneficia a los que producen más con menos “costes de producción”, y esto solo lo pueden llevar a cabo la gran agro industria que tecnifica hasta la ciencia ficción, la producción agrícola. “El pez grande se come al chico” que la PAC actual solo alimenta.
Una retribución justa de los productores agrícolas no se consigue a través del mercado, este empobrece a la mayoría y enriquece a una minoría, sean grandes propietarios o la agro industria ligada a los fondos de inversión y el capital financiero; sino que solo planificando en función de las necesidades sociales de alimentación y repartiendo equitativamente la riqueza generada se puede llenar de contenido esa exigencia de “precios justos”; que no es otra cosa que una forma desvirtuada de “retribuciones justas” para los productores reales.
Esto supone acabar con la especulación con los insumos que el productor agrícola necesita, maquinaria, combustible, piensos, etc., así como con las maniobras de las grandes distribuidoras y envasadoras, todas ellas en manos privadas y en casos del mismo capital financiero que se quiere hacer con la producción agrícola.
La nacionalización no solo debe ser de la tierra, sino también de los medios de producción, distribución y financieros, acabando con la condena a los bajos ingresos de los productores rurales que permita el establecimiento de un control de los precios de los productos de la tierra. De esta manera, los sectores productivos del campo, del mar o de la ciudad se podrán dar la mano frente a los grandes propietarios beneficiarios de la PAC, los grandes conglomerados de la distribución y la producción, y, de últimas, el capital financiero del que los fondos de inversión son una parte.
De la misma manera que la burguesía para hacer su revolución, llevó adelante la reforma agraria para ganarse el apoyo del campesinado frente al terrateniente feudal, la clase obrera debe defender la nacionalización de todos los medios de producción y distribución para permitir a los sectores más pobres del campo, a los que la UE va a empobrecer más, tener un nivel de vida semejante al de la ciudad.
En la frase “si el campo muere la ciudad no come” hay un elemento de verdad, el capitalismo se basa en la agonía permanente del campo para especular hasta lo indecible con uno de los bienes de primera necesidad de la que la ciudad carece, la alimentación sana. Romper esta división entre el campo y la ciudad es una de las grandes tareas de la revolución socialista.
Galiza, 07/02/24
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