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¿Qué pasaría si ya no estuviera Chávez en Venezuela?

Fuentes: Rebelión

Una verdadera crisis histórica ocurre cuando hay algo que está muriendo pero no termina de morir y al mismo tiempo hay algo que está naciendo pero tampoco termina de nacer. Antonio Gramsci «Chávez, tú no debes hacer de alcalde de todo el país», cuenta Hugo Chávez que le dijo alguna vez Fidel Castro de visita […]


Una verdadera crisis histórica ocurre cuando hay algo que está muriendo pero no termina de morir y al mismo tiempo hay algo que está naciendo pero tampoco termina de nacer.

Antonio Gramsci

«Chávez, tú no debes hacer de alcalde de todo el país», cuenta Hugo Chávez que le dijo alguna vez Fidel Castro de visita en Venezuela luego de ver cómo atendía cada uno de los asuntos puntuales de la política doméstica: un pedido de pavimentación de una calle aquí, un conflicto laboral allá, una madre soltera solicitando apoyo por un lado y la vacunación antirrábica en una comunidad más tarde. Eso que apuntaba Fidel -según relato del propio Chávez- define a cabalidad la dinámica instalada en Venezuela: no es tanto una revolución socialista sino «chavista».

La figura de Hugo Chávez como presidente, como hombre político, como líder de un proceso revolucionario, está lejos de discusión. Sin lugar a dudas ya es hoy uno de los grandes referentes de la política de fines del siglo XX y comienzos del XXI. Con todo el amor o el odio que despierta en propios y extraños -jamás resulta indiferente-, su presencia es incuestionable. Pero ahí radica justamente el tema a considerar: la revolución bolivariana asienta enteramente sobre sus espaldas, lo cual torna al proceso algo muy frágil.

Tanto la teoría como la experiencia de numerosos procesos revolucionarios, todo indica que es imprescindible una dirección política, una vanguardia en condiciones de conducir esas complejas coyunturas con claridad ideológica y con firmeza. La experiencia también enseña que todas las revoluciones del siglo XX contaron, además del partido revolucionario, con un conductor, una figura fuerte y aglutinadora que funcionó en todos los casos como resguardo de los procesos en juego, como su garantía ética. Muy probablemente ninguna de las construcciones socialistas se hubieran hecho sin esas figuras, legendarias ya hoy: Lenin, Mao Tse Tung, Ho Chi Ming, Castro o el Che Guevara. Quizá -valga esto como hipótesis- la magnitud del cambio en juego en una revolución socialista es tan grande que necesita del empuje de uno de estos titanes; no sólo de una estructura política como el partido revolucionario que juega de vanguardia sino también, quizá inexorablemente, de un conductor con estas características casi mesiánicas. No tengamos miedo a usar esa palabra: intentar transformar la historia, revolucionar la sociedad de clases con el peso fabuloso que ello tiene dado los milenios de historia que juegan en contra –«es más fácil desintegrar un átomo que un prejuicio»-, es una tarea descomunal. No se trata de maquillar algo, de un pequeño cambio en las formas: se trata de una transformación de raíz, monumental, y probablemente eso no puede desligarse de figuras monumentales. Sabemos que la historia no la hacen los sujetos individuales, pero las individualidades cuentan. Y en algunos casos: mucho. Para cambios enormes, conductores enormes, a la altura de esos proyectos.

En Venezuela está intentando consolidarse un cambio de proporciones enormes; e igualmente enorme es la figura del conductor de ese proceso. Pero el tamaño del líder, por más enorme que sea, no basta para asegurar la obra transformadora. Eso, seguramente, es lo que puede convertirse en un factor de preocupación en la Revolución Bolivariana: por más grande que sea la figura del líder, Hugo Chávez para el caso, si no hay genuina participación popular, si no hay verdaderamente poder popular, nada está asegurado. Es importante aclarar que participación popular no equivale a la asistencia a un acto masivo en la plaza: es participar en la toma de decisiones de las cosas que suceden en una sociedad, incluso no sólo con el voto, o quizá aún, para nada con el voto que se deposita cada tantos años, sino con la práctica del día a día.

El proceso que vive Venezuela no tiene parangón. Hoy, luego de décadas de desesperanza tras el avance de un capitalismo salvaje que barrió triunfal toda la faz del planeta tras la caída del muro de Berlín, haber vuelto a hablar de socialismo y levantar propuestas de cambio social que parecían condenadas al olvido, es un paso adelante para la causa de los oprimidos. En cierta forma, eso es lo que representa Hugo Chávez: una luz de esperanza luego de oscuros años de utraliberalismo, donde había «pasado de moda» hablar de revolución. Pero al volver a poner sobre el tapete el tema, y al intentar darle forma nuevamente a uno de esos procesos tan heroicos -y al mismo tiempo tan complejos- de hacer parir una nueva sociedad, empiezan los problemas. ¿Cómo construir algo nuevo?

Hace ya una década que la sociedad venezolana se mueve en torno a esa pregunta, con avances y retrocesos, con desgarrones, con respuestas vacilantes. De lo que no hay ninguna duda, es que se mueve. Y tanto se mueve que las fuerzas de la derecha, casi del inicio mismo de ese movimiento lo olfatearon peligroso, y hacia él enfilaron todas sus baterías. La Revolución Bolivariana es un mal ejemplo para las otras sociedades latinoamericanas, por eso no paran de intentar frenarla.

Visto desde el campo popular, no podemos menos que defender entonces lo que está sucediendo en Venezuela. Levantar la voz contra el imperialismo estadounidense, retomar las banderas del socialismo y perder el miedo a integrarse en Latinoamérica como proyecto contrahegemónico, son todos avances hacia mayores niveles de justicia. Pero si vemos el proceso bolivariano desde un punto de vista autocrítico, no con ojos de la derecha reaccionaria que intenta cortarlo de raíz sino convencidos que lo que allí se juega es de enorme importancia para la causa de los oprimidos de todo el mundo, no podemos menos que retomar esas palabras que Fidel le pronunciaba a Chávez: «no puedes ser el alcalde del país». Y no podemos silenciar esa autocrítica porque justamente ahí radica la debilidad principal de la Revolución Bolivariana. ¿Qué pasaría si ya no estuviera Chávez?

Sin ánimo de hacer futurología (disciplina más cercana a la magia y la adivinación que a la política) podemos aventurarnos a decir que, sin Hugo Chávez, el panorama no se ve de lo mejor. La pregunta vale no como ejercicio de divertimento intelectual sino como valoración política por el bien mismo de la revolución.

En Cuba el comandante Fidel Castro ya hace algún tiempo que salió de la escena pública. Y contrariamente a lo que vaticinaba -y esperaba desesperadamente- toda la derecha internacional, el rumbo socialista siguió adelante sin ninguna turbulencia. El razonamiento en juego era que todo dependía de su figura rectora; «muerto el perro se acabaría la rabia». Pero con o sin Fidel en el ejercicio directo del poder político, la revolución se mantiene inalterable. Se podría decir que ello es posible porque ya va medio siglo de proceso socialista en la isla, lo cual ya dio como resultado más de una generación nacida y criada en nuevos valores. En Venezuela, con apenas diez años de construcción de socialismo del siglo XXI (que no se sabe bien cuándo comenzó, que nunca ha terminado de definirse exactamente), la figura señera de Hugo Chávez sigue siendo aún una garantía vital de la marcha del proceso. Pero ahí está el punto vital: ¿se mantendrá la revolución si desaparece de escena el líder?

La pregunta no es ociosa sino que apunta a ver la dinámica última de todo lo que se está construyendo, en definitiva, para solidificarlo, para impedir que la derecha -venezolana o internacional- pueda revertirlo. Mal o bien, con todas las críticas que se le puedan hacer a este balbuceante socialismo del siglo XXI, sigue siendo una fuente de esperanza y una garantía para seguir juntando fuerzas en el campo popular en las distintas experiencias latinoamericanas que van despertando. Si el golpe de Estado del 2002 dado por los sectores más reaccionarios de la sociedad venezolana en confabulación con Washington hubiera triunfado, hoy ni siquiera podríamos plantearnos esto. Es por eso que la consigna sigue siendo defender esta revolución, con todas sus debilidades y flaquezas, pero justamente se debe abrir la crítica para que esas flaquezas no terminen siendo el talón de Aquiles donde seguirá golpeando la contrarrevolución hasta terminar venciendo.

Si todo un proceso político depende de la figura de una persona, eso es una gran debilidad. ¿Qué pasa si Chávez, por ejemplo, muere hoy de un paro cardíaco? ¿Hay realmente un proyecto revolucionario sólido que puede seguir adelante con una vanguardia igualmente sólida y con claridad ideológica que lo dirija? ¿Existe ya una organización popular de base capaz de mantener viva la revolución en todos los rincones del país? Pareciera que no. Chávez sigue siendo la única garantía. Lo cual vuelve el proceso algo muy peligroso, por frágil.

La derecha apunta a neutralizar la revolución en todos sus espacios, en la organización popular y en la toma de conciencia de las grandes mayorías, que son los soportes fundamentales del crecimiento político-ideológico; pero básicamente apunta destruir al líder, sin dudas porque tiene visualizado que aún el proceso depende mucho, demasiado quizá, de esa figura.

¿Por qué decir todo esto en un escrito ahora? Porque es necesario abrir el debate sobre las cosas que se están desarrollando, no para invalidarlas, sino para intentar fortalecerlas. ¿Cómo construir una revolución popular donde la población organizada es vital en la real conducción del proceso, en articulación con su vanguardia, si se depende en tal alta proporción de un «alcalde del país» que todo lo resuelve, en buena medida en base a su carisma y su talento personal? Eso, más que una fortaleza, es una debilidad que tarde o temprano puede revertirse.

Más allá de la ridícula crítica de la derecha en torno al mecanismo que permite la reelección presidencial continua (nadie de los que levantaron la voz contra el «dictador» Chávez critica a la realeza europea, o la de algunos países árabes, que se autoperpetúan en el poder sin que se le ose tachar de «tirana vitalicia»), el hecho de necesitar tan imperiosamente la presencia de Chávez en la casa de gobierno como lo evidenció lo que acaba de suceder en Venezuela con la enmienda constitucional, aunque no se diga en voz alta, indica una debilidad estructural. ¿Por qué la estructura política chavista no batalla con igual fiereza, por ejemplo, la reforma agraria, o el control obrero de las fábricas recuperadas? ¿Por qué no se pone igual énfasis en la lucha frontal contra la corrupción?

Tener a Chávez como garantía de la revolución puede ser una muy buena táctica para todo el proceso, como paraguas bajo cuya sombra se cobijan distintas expresiones políticas mientras se van acomodando los procesos de transformación en una primera fase de la lucha política, mientras se avanza con paso calmo. Pero si eso se transforma en la estrategia de fondo, si todo el proceso revolucionario se agota en asegurar la presencia del líder por sobre todas las cosas, eso habla de una debilidad intrínseca que, tarde o temprano, se puede revertir contra la misma revolución. Una revolución necesita de líderes, pero una revolución no se puede agotar en sus líderes.

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