Hubo un tiempo desde la irrupción de Buero Vallejo en el panorama teatral al final de la década de los cuarenta en que la voz conseguía a duras penas desamordazarse en gran parte gracias al teatro. Hubo un tiempo en que el teatro, más que nada, era una voz, clamor de libertad, canal de dolor, […]
Hubo un tiempo desde la irrupción de Buero Vallejo en el panorama teatral al final de la década de los cuarenta en que la voz conseguía a duras penas desamordazarse en gran parte gracias al teatro. Hubo un tiempo en que el teatro, más que nada, era una voz, clamor de libertad, canal de dolor, afán de memoria. Cerca de mí está la colección Teatro que ocupaba su lugar en esta casa muy cerca del aparato de radio en que cada noche Radio París contaba el relato cotidiano de forma muy distinta a las voces triunfales de aquel tiempo de infamia con las libertades cercenadas.
Hubo un tiempo en este país en que unos cuantos hombres del teatro, con su exilio interior a cuestas, con su pasado doloroso, dieron en las tablas vida a un género literario que gozaba de una venerable tradición. Entre esos hombres, la figura de Martín Recuerda tuvo una gran relevancia. Heredero de la mejor tradición, también de la más reciente, es decir, de García Lorca, recuperó en no pequeña parte la dignidad de un género tan vinculado a la tradición literaria española.
Sobre las tablas, heroínas que bordaban libertades. Sobre las tablas, islotes de calidad literaria. Sobre las tablas, clamores, temores y dolores de un tiempo y un país, que, por muchos empeños que había en contra, compartía la atmósfera del mundo de entonces.
Ser la continuidad, a su modo y manera, de Lorca. Dar vida escénica a la Andalucía más trágica. No incurrir en un teatro amable y ñoño, por mucho que así lo demandaba la España oficial. Un teatro desnudo, no al modo que preconizaba Unamuno, sí en tanto prescindía de los ornamentos que lo ablandasen. Un teatro que, más allá de García Lorca, llegaba hasta el hondón mismo de la tragedia griega. Un teatro que era la palabra sin envoltorios, que era la escenografía que apostaba por la obra bien hecha.
Ha muerto, octogenario, una de las grandes figuras del teatro español del siglo XX. Niño en una década irrepetible. Adolescente en tiempos de tragedia. Joven en plena dictadura. Madurez que se vuelve y se revuelve contra la caspa rampante que todo lo invadía. Exiliado interior y exterior.
Teatro de resistencia contra el mundo que le tocó vivir. Coetáneo de los grandes autores de su misma tendencia. Pensemos en La Camisa, de Lauro Olmo; o en el Tintero, de Carlos Muñiz. El historiador teatral Ruiz Ramón destaca a aquellos dramaturgos «que escriben un teatro de tendencia realista, con vetas expresionistas, épicas o naturalistas (Muñiz o Martín Recuerda».)
Frente a la comedia almibarada y amable, el propio Recuerda habló del iberismo como rasgo esencial de su teatro: «El iberismo creo que es la denominación más exacta con que debe designarse al grupo realista. El iberismo, porque la mayor parte de nuestro teatro es violento, desgarrado, cruel, satírico, orgulloso, vociferante».
Iberismo en el teatro. También en la poesía de Celaya.
Querido teatro al que no es posible no venerar evocando la figura de Martín Recuerda que acaba de fallecer. Querido teatro, voz de desgarro, antorcha de libertad, auténtico disparadero contra la infamia. Querido teatro, palabra y tramoya para una épica que nunca pudo ser acallada del todo, porque fue un torbellino que se revolvió contra censuras y mordazas.
Tener presente a Martín Recuerda es un orgullo. Pensar en el momento que vive el teatro hoy en nuestro país es un lamento, un largo lamento.