Sería absolutamente injusto que la obra de Ignacio[1] y Fernando Betancourt fuese historiada por algún burócrata de la cultura o peor todavía fuese ignorada en algo de lo que tiene de más importante: La lucha revolucionaria puesta como brújula. Ignacio y Fernando Betancourt han hecho contribuciones importantes a la historia del teatro y la literatura mexicana contemporáneas. Eso debe saberse. Más de una generación supo de la existencia, entre otros, de Beckett, Chejov, Brecht … (y tener algún contacto teatral con esos autores) gracias al trabajo paciente y no poco numeroso, que con la agrupación teatral «Asociación de Ideas» primero y con el grupo «Zopilote» después, militaban los Betancourt en los teatros que se ponían a modo. Normalmente sin presupuesto y a palos de ciego… no pocas veces.
El de los Betancourt es un caso extraordinario y querible, eso no significa sin debate, no sólo por la coincidencia de unos hermanos en el teatro, Fernando como director, Ignacio como dramaturgo, adaptador y más tarde cuentista, sino por la militancia indeclinable y rebelde que acompaña su trabajo ya durante muchos años. Y no muchos pueden presumir eso. Este par, sólo ellos, acumulan en calidad y cantidad la producción cultural que, proporcionalmente, muchas estructuras burocráticas son incapaces de generar: Puesta en escena, literatura, gestión cultural, teatro para niños, asesorías, producción editorial, dramaturgia, investigación… trenzadas siempre con esa militancia política que es tan escasa en la mayoría de los intelectuales y artistas mexicanos. Salvadas las excepciones. Durante muchos años.
Con sus diferencias y cualidades individuales los Betancourt han producido obra teatral empeñada en descubrir esas fuentes de energía de donde brotan impulsos, acciones, trances vitales verdaderos… No son pocas las experiencias escénicas producidas por los Betancourt que deberían historiarse como acontecimientos culturales, muchos de ellos absolutamente inaugurales, en teatros, plazas, calles y escenarios diversos. A los Betancourt se deben muchas funciones en las que no pocos espectadores experimentaron por vez primera los vértigos, placeres, inquietudes y conjeturas planeadas para que nadie saliese inmaculado a olvidarse de su presente en la rutina mediocre más cercana a su domicilio.
No son pocas las contribuciones logradas en una fragua de experimentación teatral que siempre remó contra la falta de dinero, pero que atesoró soluciones, efectos, tonos, modos y movilizaciones ante las que ni actores ni espectadores quedaron intactos. Obra de experimentación que deberá historiarse y documentarse con mucho cuidado para no desperdiciar o despreciar el poderío imaginativo de los Betancourt a la hora de resolver escenas, francamente difíciles, sin más que la aventura de dar cuerpo teatral a ciertas pasiones con huesos de movimiento y carne de beligerancia. La lucha pues puesta en el teatro.
Son ciertamente memorables, sólo como ejemplo, muchos momentos de «El Gran Circo de los Hermanos Gandalla» obra de un periodo más tardío y son también memorables las puestas más iniciales de Beckett resueltas por Fernando Betancourt gracias a su manera de encarnan la experimentación como una instancia desafiante de la poesía. Eso lo sabe por ejemplo Enrique Martínez Rivera, actor cómplice de los Betancourt durante muchos años, que entre puesta y puesta, premios aquí y allá, hizo cajas de resonancia muy variadas para desafíos escénicos de todo orden abastecidos desde las cabezas de los Betncourt y condimentados desde la sensibilidad de Mario. Muchos vieron, en tardes y noches excepcionales, episodios extraordinarios de esos momentos, como son los del teatro, efímeros e imborrables, afianzados en el estrépito estético de los Betancourt y eso no debe ser olvidado. Debe saberse, para bien de la rebeldía y la revolución social, que alguien alguna vez emprendió caminos valiosos, no para que imiten, para que se entusiasmen.
Meyerhold que vive por estos días en Argentina metido en el cuerpo de Tato Pavlovsky, habría gozado infinitamente alguna de esas representaciones callejeras donde la imaginación de blandió como arma revolucionaria frente a las narices misma de la barbarie. Se trata de un trabajo que desde el teatro deslizó sus coartadas más poderosas al resto de la obra intelectual y cultural de los Betancourt que, juntos o por separado, alguna vez han sido funcionarios de la cultura en gobiernos o universidades y sin bajarse los pantalones. No son cosa menor los contenidos y soluciones editoriales de la revista «Zurda», por ejemplo, con todo lo que tenga para refutarle. No son poco importantes las transminaciones de de la dramaturgia en los cuentos de Ignacio y viceversa «De cómo Maria bajó del la montaña…» y no es cosa menor para la historia de la vida cultural en México la experiencia de Fernando Betancourt como director de teatro, las mil y una técnicas, la profundidad abisal de su dirección de actores, la paciencia militante y su fortaleza como trabajador. Deberá historiarse con lujo de detalles. Hay testigos de todo tipo. Para bien y para mal. Para cuestionar y aplaudir. Hay periódicos, revistas, documentos. Hay libros, revistas, parientes y amigos. Están los seguidores, los imitadores y los detractores. Ambos artistas están vivitos y coleando. Está la obra y la memoria, está el presente y está el futuro. Habrá que historiar bien para no traicionarlos. Y habrá que seguir debatiendo con ellos sobre las prioridades a la hora de la organización para profundizar la lucha, a la hora de reactivar las fuerzas, a la hora de cambiar la vida… transformar el mundo.
[1] Teatro: Lapsus linguae (1972) El gran circo de los hermanos Gandalla, I y II (1973) Luchas y mitos en el Nuevo Mundo (1983)
Cuento: De cómo Guadalupe bajó a la montaña y todo lo demás (1977) El muy mentado curso (1983) Poesía: Lugares comunes (1975)