Recomiendo:
0

¿Quién mató a Norma Jean?

Fuentes: Rebelión/Maverick Press

No era un bello cadáver. Ninguno lo es. Se le había desvanecido el ‘glamour’ tras la abrasiva dosis de nembutal. La mano crispada en el teléfono de Marilyn Monroe, a quien el poeta Carl Sandbourg definió como ‘ídolo democrático’, regresaba a la niña expósita Norma Jean Mortenson y aturdía a una humanidad panteísta y evadida […]

No era un bello cadáver. Ninguno lo es. Se le había desvanecido el ‘glamour’ tras la abrasiva dosis de nembutal. La mano crispada en el teléfono de Marilyn Monroe, a quien el poeta Carl Sandbourg definió como ‘ídolo democrático’, regresaba a la niña expósita Norma Jean Mortenson y aturdía a una humanidad panteísta y evadida en raídas pantallas de barrio. ¿Quién estuvo al otro lado del hilo durante los atroces estertores?

Hoy el fetichismo profana la memoria de una musa, Marilyn Monroe, que jamás podrá ser octogenaria. Nada más lejos de nuestro ánimo que beatificarla; pero la subasta de reliquias de Norma Jean exaspera a quien goce de mínima sensibilidad y conozca su cruel moribundia. No fue sólo ‘pin up’, o ‘sex symbol’, ni su talento derivaba de las feromonas. Tampoco encarnó el estereotipo de «Barbie» insustancial que algunos adolescentes vitalicios gratuitamente presuponen. A la «20th Century Fox» o la «Goldwyn Mayer» no se penetraba por el dormitorio. La mafia judía, en su rama específica del espectáculo, era estrictamente anafrodita al respecto.

Sus dotes de interpretación las consagró con «Bus Stop», éxito del llamado ‘cine de autor’ (por oposición al de encargo para lucimiento de divos) del minucioso Joshua Logan. En su último puntazo, «The misfits», de John Huston, 1961, se sumerge Norma Jean como personaje en el existencialismo de la Generación Perdida y su apología, tan anti-cliché USA, del fracaso como la mejor recompensa del esfuerzo. Plausible, profético dogma. Las buenas vibraciones, fotogenia, capacidad de autoparodia, las resume un Clark Gable machorro, cuya letal halitosis puso al borde del desmayo, por exigencias del guión, a tantas sufridas actrices. Gable: «Marilyn es exquisitamente femenina.

Todo cuanto hace es diferente, inesperado y excitante, desde la forma de hablar hasta la destreza en el manejo de su magnífico ‘torso’. Logra que un hombre se enorgullezca de serlo». Billy Wilder, el expresionista de «El crepúsculo de los dioses», director de Marilyn en «Some like it Hot», 1959 : «Única es un tópico manoseado, pero en el caso de Marilyn nos sirve. Nunca habrá otra como ella y bien sabe Dios que han surgido un montón de imitaciones».

Hubo cataratas de lágrimas, y tsunamis de panegíricos. Tardío, fariseo réquiem. Cuando Norma Jean, lanzó su presentido ‘mayday’ telefónico sólo se pudo certificar su lívida desnudez. La misma que, años atrás, fastuosa y cándida, había mostrado como ‘pin up’ en el celebérrimo calendario de Christendom’s. Circunstancia ésta que dio pie al guionista Ben Hecht para comentar que «vivía el ensueño de su fama como si fuese, más que una mujer, un póster». Hecht, prolífico y solicitado, pero vencido en su intento de competir con los estudios californianos desde Nueva York, rebatía que Marilyn ‘naufragara’, tras dos fracasos matrimoniales, por culpa de Hollywood y de la ansiedad de que su fulgor se extinguiese. Para Hetch, el cine la salvó. Más aún: «Había ‘naufragado’ ya a sus cinco años de edad». Ni Freud. La propia Norma Jean, agónica, se verá al final, le desdijo.

Hollywood, contra reloj

El magnetismo pernicioso de Hollywood, reside, precisamente, en su falso y psicótico poder de eternización obligada por contratos leoninos y esclavizantes. Nunca destacó la cinematografía, menos la ejecutada en USA, como camino de rosas. Los Ángeles, de nuevo ruta del oro (y del oropel), convocaba estarletes, gomosos, ases del claqué, ‘ecuyères’, apolíneos gimnastas, saltimbanquis y rapsodas del ‘music hall’ con afanes de inmortalidad destructiva. A cualquier precio. La anécdota del cazatalentos que te toca en el hombro en el bus y dice lo de «vaya, por fin encuentro un rostro como el suyo», más que un chollo, incluía un pacto con el Diablo. Cambiaba, en el Hollywood competitivo, el axioma de que el pez grande se come al chico por el de que el más rápido se traga al más lento. Voraz tarasca, engullía tanto ingenuos novatos como cabeceras de cartel, trágicos y vedettes que, abjurando del Broadway teatral, caían en el espejismo de la deificación en celuloide (o acetato) con más cachet por menos trabajo. Se ofuscaban. Lee J. Cobb, o Arthur Kennedy, de geniales primeros actores en escenarios neoyorquinos, pasaban de su condición estelar en obras de éxito de un Arthur Miller, pongamos, a la rutinaria especialización, contra reloj, como jueces venales, cabecillas de forajidos, necios agentes bolcheviques, fumanchús pérfidos, capos de ‘mobsters’, sheriffs o sargentos gloriosos de marines.

Dan Duryea, cuyos ojos amarillos (como los de Dillinger) predisponían para roles escalofriantes de criminal neurótico, nazi de las SS y asesino compulsivo en los años de la filmografía a destajo, apenas llegó a los 61. Otro genérico, el exoftálmico Peter Lorre, húngaro, insustituible en personajes denterosos y equívocos («Casablanca», «El Halcón Maltés») abandonó los platós, difunto, a los 60. Compondrían, las bajas colaterales del esplendor de Hollywood, un heroico, incontable holocausto. ¿Dopados? Puede. Las farmacias no exigían tanto requisito como hoy. La Ley Seca, que agudizó la sed de la población, no funcionaba en el desierto de Mohave, tan próximo al oasis de tequila californiano. Por otra parte el tabaco añadía turbios matices de gris en la ambientación de interiores y pausas de réplica. Tiempos. El milagro clínico de la penicilina se incluía en el argumento de «El Tercer Hombre», con Orson Welles de protagonista. Pero al personal no lo corroía la romántica tisis, ni las infecciones. Lo exterminaba la industria del ‘glamour’. En inglés, hechizo. Benéfico, maléfico, o ambos. Norma Jean, sin percatarse, quedó atrapada en el engranaje.

Guionistas exhaustos

Qué decir de la pléyade de extorsionados (y anónimos) escritores que, como William Irish, adaptaban sus novelas al ritmo fílmico exigido, y pasaban de dialoguistas de subtítulos a guionistas asfixiados. No faltaban los fabricantes de ‘gags’ en equipo. Irish, nacido Cornel Woolrich, epónimo del ‘suspense’, se pasó de la libertad literaria al cronométrico guión en 1929. Sólo en 1938 pudo adaptar para la «Columbia», ya con sonido, su «Convicted». Protagonizaba Rita Hayworth, cuya carrera quedó deshecha por un precoz Alzheimer. William Irish fallecería, exhausto, a los 65 años. Dejó, antes que Hitchcock, escuela de serie negra y misterio con elipsis magistrales. Al realizador de casi todos sus guiones de climax inquietante, Roy William Neil, irlandés requerido por Paramount y Pathé en la era muda de ‘westerns’ con Tom Mix, la sonorización obligó a rodar de 3 a 4 títulos al año para la «20th». Muere Neil a los 56, tras concluir los once episodios de «Sherlock Holmes», encargo de la «Universal». Extenuado.

No resistió la atracción cósmica de Hollywood ni William Faulkner, que, tres años antes de lograr el Nobel de lo suyo, en 1949, se presta a escribir un guión, en compañía de otros dos técnicos, basado en la novela de Raymond Chandler «The Big Sleep». Chandler no se dignó aparecer por la redacción para asesorar, y el resultado, con tanto cerebro metido en faena, fue laberíntico. Pero dentro de la gabardina de Philip Marlowe fumaba (demasiado) Humphrey Bogart, otro desertor de Broadway que fenecía a los 58 años tras una filmografía sin reposo. Truman Capote fue, asimismo, a parar en la telaraña, y escribió cine al alimón con John Huston. Capote, multiuso, imparable, alcanzó los 60. Justos.

«Un escalofrío»

El testimonio de Leon Shamroy, el realizador de la «20th» que filmó las pruebas de Norma Jean de las que surgió su primer contrato con la Fox, y su metamorfosis en Marilyn Monroe, es elocuente: «Sentí un escalofrío. Aquella chavala llevaba consigo algo que yo no sentía desde cuando el cine mudo. Era de una belleza era fantástica, a lo Gloria Swanson, e irradiaba sexo como Jean Harlow. No precisaba de banda sonora para comunicar».

Las críticas elogiosas, paradoja, iniciaban un calvario. Escribe Diana Trilling: «Hollywood, Broadway y los cabarets proporcionan su tasa de reinas del sexo; pero el público las toma y deja. No esclavizan al mundo como lo hace Marilyn Monroe, porque ninguna llega a sugerir tanta pureza en el placer sexual». Añade: «La osadía con que se exhibe sin resultar obscena; su llamarada de desafío carnal que, a la vez, conlleva un halo de misterio y reticencia; su voz capaz de emitir un desgarro de excitación erótica y, sin embargo, sonar como la de una jovencita tímida, todas estas anomalías conforman sus dotes artísticas».

Ese mundo fanático acabaría esclavizándola a ella. El ‘star system’ aniquila, ya vimos. La turbamulta idólatra necesitaba a Marilyn, y sus apoderados la exprimieron al límite. Un sabio refrán reza: «No desees nada con excesivo énfasis, pues corres el peligro de lograrlo». Norma Jean declaraba, en torno a esos contratos iniciáticos con la Fox: «Era consciente de lo que percibía cuando, a los trece años, me paseé por el borde del mar por primera vez en traje de baño. Supe que pertenecía al público y al mundo, no por mi talento o hermosura, sino porque nunca había pertenecido a nadie más».

Expoliaron su condición de orfandad dickensiana, de hija ilegítima y abandonada en adopción. El domicilio de acogida en el que se crió y creció no destacaba por ser mejor o peor que otros llamémoslos biológicos. Pero a Norma Jean, estamos en los EEUU de las oportunidades sin distingos, se la necesitaba como virgen del sueño norteamericano. Su circunstancia, para los publicitarios, constituía la diana ideal del ‘target’ sensiblero que exige la elaboración de diosas únicas. Más declaraciones : «El público era mi única familia, mi Príncipe Azul, mi único hogar, en el que tanto había soñado». Peor aún lo puso: «Nunca entré en el cine por dinero: quería ser célebre para que todos me quisieran, para estar arropada siempre de amor y de afecto». Puro zumo de cebolla.

Los otros ingredientes, hiperprotección, complacer a todo quisque, componen el deletéreo elixir causante de las más nefandas neurosis. Si es que no decía, es más que verosímil, lo que la estrategia de las productoras quería que dijese, y que el respetable leyese. Hasta que, ya treintañera y resabiada, se percata de que le estaba terminantemente prohibido madurar.

‘Izvestia’ y Sir Lawrence Olivier

En los emblemáticos estudios residía, se ha ejemplificado, Moloch. No se descarta, en el país del ‘show business’, que todas esas mamarrachadas sentimentaloides vertidas a la prensa se las dictara cualquier jefe de promoción. Un cómplice más. En otra interviú relata Marilyn: «Soñé que estaba en la iglesia completamente desnuda». A nadie le extrañe que Norma Jean, de tanto insistir en lo que sus pigmaliones le instaban a que repitiese, terminara creyendo firmemente que era, de verdad, Marilyn Monroe. Paranoia en embrión. Cuando expiró en siniestro abandono , el comentario de Sir Lawrence Olivier retumbó lúcido: «Fue una absoluta víctima de los fuegos de artificio, de la propaganda y del sensacionalismo. Todo cuanto se conjura para manipular la opinión popular se convierte en una horrible, enajenante confabulación contra la vida, y a ella la explotaron más allá de lo concebible».

Sucedió, era de prever, en domingo. El 6 de agosto de 1962, ‘Izvestia’ notifica desde la URSS: «Fue una víctima de Hollywood, que la dio a luz y la mató». Acorde, curioso, con el shakespearista y aristocrático Olivier. En cuanto a la, en este caso, frívola ‘Associated Press‘, transmitía que «la bella rubia Marilyn Monroe, símbolo del hechizo y la jovial y excitante vida de Hollywood, murió trágicamente». Dos visiones opuestas de las estrellas. Otra carrera espacial. La certeza cruda, que se hallaba en la edad, para su imagen crítica, de 36 años; que era verosímil, al hallar vacío el frasco de barbitúricos duros junto al cadáver desnudo sobre la cama, de que se trataba de un suicidio; dado, otrosí, que era de dominio público, y más aún en su entorno íntimo y laboral, la crisis profunda de agobio y autoestima que atravesaba. Se sabía crisálida a quien el ‘perfil’ exigido a todo trance privaba de la natural evolución con que una Katherin Hepburn , una Bette Davis o una Ingrid Bergman prosiguieron su brillante carrera y se adaptaron a complejos papeles de ‘actrices características’.

Lee Strassberg: «fenoménica»

Idéntica opinión que a Olivier y a ‘Izvestia’, en clave cínica, le merecía el martirio de Norma Jean a Hedda Hopper: «Supongo que ahora las plañideras ( ‘sob sisters’) del mundo se habrán puesto ya en acción. En cierto modo, todos somos culpables. La elevamos a los cielos, la veneramos, y la dejamos sola y aterrada cuando más nos necesitaba».

En lo tocante al talento para la cámara y la transfiguración escénica, lo certifica perspicaz y con precisión de veteranía nada menos que Lee Strassberg, que se ocupó de ella, no sólo de Brando, Clift o Dean, en su «Actor’s Studio» derivado de la escuela Stanislawski: «Comprendí que su apariencia no se correspondía con su realidad íntima», percibió, «y que lo que fluía en su interior no era lo que reflejaba hacia el exterior, y eso siempre significa que existe materia prima digna de ser trabajada. En el caso de Marilyn, la reacción fue fenoménica. Emocionalmente, puede recurrir a cuanto se requiera para cualquier secuencia, ya que sus registros son infinitos».

Strassberg, en su necrológica, discursó con sinceridad y dijo, alto y claro: «Durante su vida se creó el mito de lo que una niña pobre crecida en un ámbito deprimido podía llegar a alcanzar. Para el mundo entero, se convirtió en símbolo del ‘eterno femenino’; pero mis palabras no van a describir ni el mito ni la leyenda. Yo nunca conocí a ésa Marilyn Monroe. Fue para nosotros una entregada y leal amiga, una colega en continua búsqueda de la perfección. Era un miembro más de nuestra familia. Compartimos su dolor y conflictos y algunas de sus alegrías. Me es difícil aceptar que su pujanza vitalista se haya interrumpido con este horripilante accidente».

Un suicidio anunciado

El misterio residía, reside, en quién hablaba al otro lado del hilo cuando su mano exánime, aferrada a la baquelita por el ‘rigor mortis’, sufrió el postrer espasmo. Urgencias médicas, la policía, un ex marido, su productora, la Casa Blanca. En esta última, y los acontecimientos pornocutres durante el mandato Clinton no son sino una tradición más, perdura un enorme armario. Lo utilizaba, en los divertidos (para algunos) años 1921-23 el presidente Warren Gamaliel Harding, para cometer sus adulterios: le tenía tanto pánico a Mrs Harding que no se atrevió a ponerle un piso a la querindonga. El cauto historiador Hugh Brogan le excusa: «No sería el único presidente con vicisitudes sexuales». Omite a los demás, puede que por demasiado contemporáneos. Que Norma Jean mantuviera un presunto y dudoso romance con John Fitzgerald Kennedy tal vez forme parte de la quimera que en torno a ella se empeñaban en entretejer sus insaciables promotores. Si no andaba por medio la CIA.

Denuncia la novelista Any Rand: «Si alguna vez hubo una víctima de la sociedad, Marilyn Monroe lo fue. Sociedad, ésta, solidaria hacia los que sufren, pero que destruye a quienes triunfan. El maleficio de una atmósfera cultural lo provocan todos cuantos la comparten. Todo aquél que experimenta resentimiento contra la buena gente por el mero hecho de serlo, y lo haya hecho público y notorio, es el asesino de Marilyn Monroe».

En este obvio enigma -que a saber por qué se desea permanezca como tal, sin un ‘the end’ esclarecido y explícito- nadie más autorizado en cuanto a la trama de terror psicológico que la propia Marilyn en su última entrevista concedida, macabra ironía, a la revista «Life». Oigámosla. En la semana previa a su decisión drástica de engullir una sobredosis de somníferos (¿antes, después de hablar por teléfono con el otro incógnito criminal pasivo?) se sinceraba: «Presentía, y aún presiento, que estaba mixtificando a alguien, no sé a quién ni cómo: posiblemente a mí misma. Noto aprensión muchos días, cuando me esperan secuencias de gran responsabilidad, y suelo pensar ¡Dios, si hubiese podido ser sólo la mujer de la limpieza!». Clarifica: «La fama, para mí, significa únicamente una puntual y parcial felicidad. No me colma. Te caldea un poco, pero ese calor es sólo temporal. Es algo así cómo el alivio de estar ya jubilada. Viene a ser como ignorar qué distancia mide el campo por el que huyes a todo correr, y ya en la línea de meta suspiras y te dices, vaya, lo hice. Pero la fama pasará, y ¡que te vaya bien, fama, ya te poseí! Siempre supe que todo esto era voluble». Lo propagó a los cuatro vientos, en un medio de tirada cosmopolita, «Life»,y nadie acudió a socorrerla o disuadirla. Omisión culpable.