Si bien en «La civilización del espectáculo» (Alfaguara, 2012) Mario Vargas Llosa describe acuciosamente – y con angustia personal- la decadencia cultural del mundo actual, exime recalcitrantemente de responsabilidad al sistema capitalista contemporáneo. Y esto precisamente en una época en que este capitalismo desnuda como nunca la directa imbricación de economía, con política y cultura […]
Si bien en «La civilización del espectáculo» (Alfaguara, 2012) Mario Vargas Llosa describe acuciosamente – y con angustia personal- la decadencia cultural del mundo actual, exime recalcitrantemente de responsabilidad al sistema capitalista contemporáneo. Y esto precisamente en una época en que este capitalismo desnuda como nunca la directa imbricación de economía, con política y cultura (totalización del mercado, totalización de la autoridad del estado y totalización de la cultura consumista).
Vargas Llosa cita cómo ciertos intelectuales conservadores, como Octavio Paz, ante tal colapso de la cultura humanística, llegan a reconocer que el causante ha sido el mercado. Claro él minimiza esta tesis -extrema para él- pues dice que el sistema de mercado ha caído en excesos, no por su carácter estructural sino porque esa misma banalización cultural ha destruido la ética y la moral. Ha llenado de corrupción e inmoralidad a los individuos comenzando por la «codicia desenfrenada de banqueros, inversores y financistas» que no respetan las normas en los negocios y en las relaciones de mercado. No es entonces un problema del sistema de libre mercado que, al contrario, ha traído históricamente la modernidad y por primera vez «ha hecho que tengan una vida digna la inmensa mayoría de ciudadanos» (de Europea se entiende, cosa que ya no es verdad hoy), sino un problema de sujetos que tienen, a diferencia de antes, un «desapego a la ley».
«El mercado libre -dice Vargas Llosa- sistema insuperado e insuperable para la asignación de recursos, hizo surgir las clases medias, que dan la estabilidad y el pragmatismo políticos a las sociedades modernas, y ha hecho que tengan una vida digna la inmensa mayoría de ciudadanos, algo que no ocurrió antes en la historia de la humanidad … (este mercado libre) puede llegar a provocar trastornos profundos sino encuentra freno alguno». (o. c.)
¿Y qué propone como «freno» para estos posibles «trastornos profundos»? Aunque parezca increíble, él, un aguzado defensor de una educación laica como ilustrado liberal propone la vuelta a la enseñanza oficial de la religión cristiana en los colegios públicos en Europa, como freno necesario para esa inmoralidad desbocada de la época actual. Claro, para que sea impoluta esa programación oficial religiosa propone que sea «no sectaria, objetiva y responsable»
«El gran fracaso -admite-, y las crisis que enfrenta sin tregua el sistema capitalista … no se deben a fallas constitutivas a sus instituciones (leáse libre mercado, propiedad privada, democracia liberal, etc.) sino al desplome de ese soporte moral y espiritual encarnado en la vida religiosa que hace las veces de brida y correctivo permanente que mantiene al capitalismo dentro de ciertas normas de honestidad y respeto hacia el prójimo y hacia la ley (…) abolir enteramente toda forma de enseñanza religiosa en los colegios públicos sería formar a las nuevas generaciones con una cultura deficiente y privarlas de un conocimiento básico para entender su historia, su tradición y disfrutar del arte, la literatura y el pensamiento de Occidente… Mutilar este riquísimo patrimonio de la educación de las nuevas generaciones equivaldría a entregarlas atadas de pies y manos a la civilización del espectáculo… una enseñanza religiosa no sectaria, objetiva y responsable, en la que se explique el papel hegemónico que ha cumplido el cristianismo en la creación y evolución de la cultura de Occidente…». (o. c.)
De manera que ha dejado esencialmente intocado el sistema de mercado y recurre, el consagrado escritor, a su viejo sofisma argumental responsabilizando a los mismos elementos en que se manifiesta precisamente la crisis sistémica: la destrucción de los valores tradicionales, la corrupción, la inmoralidad, debido al… ¡debilitamiento de la religión cristiana! A la que hay que volver oficialmente para resguardar la «cultura de Occidente».
No ha habido nunca como hoy en día precisamente mayor apelación a Dios y a la Biblia en las clases dirigentes de los países occidentales, sino veamos a los candidatos y gobernantes norteamericanos. Amén de que las reformas educativas neoliberales en muchos países del mundo junto con reducir del currículo las áreas de humanidades, han reforzado la enseñanza religiosa. Si de religión se trata no ha a habido mayor proliferación religiosa que el promovido por el nuevo liberalismo económico en las últimas décadas tras el desamparo social, la desesperanza y la extirpación de paradigmas político culturales, y no porque la religión sea innata al ser humano, a la «inmensa mayoría», como argumenta nuestro autor, sino como efecto de la época social que vivimos. Por tanto tal solución: un freno ético -la religión cristiana- para la actual decadencia de valores es, por decir lo menos, una propuesta poco original, premoderna y no tiene nada de la mejor tradición cultural crítica, que viene desde la Ilustración, sino que es voluntarista, subjetivista, nada más que en la línea acostumbrada del gran intelectual del establishment.
Pero porqué si se angustia y da el grito al cielo espantado de la decadencia cultural contemporánea -que está haciendo desaparecer la palabra, los libros, la intelectualidad, la «alta cultura», sigue recurrentemente defendiendo el orden actual -a pesar que no puede dejar de admitir su «fracaso»-, orden económico-social hegemónico que a todas luces está promoviendo, entre otras cosas, la destrucción cultural.
Una actitud progresiva consecuente con la herencia del pensamiento que viene desde la Ilustración exigiría hoy una vuelta cultural pero esta vez democrática y reivindicadora del ser humano. La tecnología a mano, con otro orden social, lo permitiría, como hoy mismo se manifiesta en las potencialidades de la información alternativa al poder oficial en la red o los instantáneos y múltiples poderes comunicacionales. No, nada de eso. Nuestro gran escritor no quiere ni desea ni imagina una transformación cultural al alcance de todos y esta vez de alta y fina tesitura, pues esto implicaría, precisamente, el cambio del orden actual para hacerla posible.
El achaque que hace contra toda «democratización» a la que considera que por naturaleza «rebaja el nivel cultural» ( efectivamente, con el uso mercantilizado hoy de la tecnología se ve esa banalización, pero no tiene que ser así eternamente), revela el fondo ideológico de este sobresalto e incomodidad de nuestro adalid de la modernidad y el capitalismo: lo que le espanta es que con este nivel de irracionalidad a que ha llegado su defendido sistema de libre mercado, está siendo barrida también la cultura de élite -cultura que ha contradicho la herencia humanística y la del pensamiento revolucionario del siglo XVIII- que ha sido sostén ideológico de la estructura de privilegios en la cual nuestro gran intelectual ha sido beneficiario y protagónico, y no puede imaginar otro sistema, uno posiblemente democrático, pues en ese otro sistema quizá ya no tengan cabida intelectuales de élite, que sean sujeto de idolatría por una mayoría desprolija, pobre material y culturalmente.
Vargas Llosa considera que el intento democratizador de la cultura, que ya venía de los filósofos del siglo XVIII a través del ideario de una educación para todos, es «loable» pero impracticable. Las grandes mayoría, dice Vargas Llosa, no pueden tener capacidad para acceder a la «alta cultura», de modo que este intento bienintencionado ha producido un efecto contrario y fatal que hoy lamentamos, ha rebajado la cultura, la ha trivializado, etc., pues estas mayorías son incapaces de cultivarla, el atributo para el cultivo y aprecio de la «alta cultura» es sólo de pocas minorías.
«Esta loable filosofía ha tenido el indeseado efecto de trivializar y adocenar la vida cultural, donde cierto facilismo formal y la superficialidad del contenido de los productos culturales se justificaban en razón del propósito cívico de llegar al mayor número. La cantidad a expensas de la calidad. Este criterio, proclive a las peores demagogias en el dominio político, en el cultural ha causado reverberaciones imprevistas, como la desaparición de la alta cultura, obligatoriamente minoritaria por la complejidad de sus claves y códigos, y la masificación de la idea misma de cultura». O «… de hecho, la única manera como la mayoría de los seres humanos entiende y practica una ética es a través de una religión. Sólo pequeñas minorías se emancipan de la religión remplazando con la cultura el vacío que ella deja en sus vidas: la filosofía, la ciencia, la literatura y las artes». (o. c.) Y se entiende que así será por los siglos de los siglos.
Estamos avisados: es imposible el intento de democratizar la cultura, a través de la educación, etc., pues sólo es atributo natural de minorías, a los demás, a las mayorías, solo saben suplir su afán de trascendencia con la religión y les basta, intentarlo es loable como ha hecho la tradición cultural de la Ilustración, pero es vana, esas mayorías no harán más que rebajarla a su propio nivel. Algo así como dice el refrán, es echar margaritas a los cerdos. Verdaderamente un pensamiento aterrador, este sí literalmente pensamiento premoderno , de nuestro ensalzado escritor. De manera que con esto queda ya cerrado cualquier afán reformador o revolucionario de la condición humana y social (desde los caros ideales de la cultura progresiva), pues traería efectos «peores que la enfermedad». Sólo nos queda la admisión de los actuales privilegios, aunque con el «freno» que daría la religión cristiana y occidental.
Así que nuestro escritor opina que la pretensión de terminar con las élites ha sido bienintencionada pero ha traído efectos «peores que la enfermedad». Así por ejemplo, el deterioro actual de los colegios públicos en Francia de elevados niveles de violencia, pandillaje, pérdida de autoridad y caos, no son efecto del empobrecimiento social ni del congelamiento y relajamiento de los Estados de Bienestar fruto de los programas neoliberales ocurridos en las últimas décadas, sino efectos provocados por… las revueltas de Mayo del 68 y su exigencias radicales por una educación libre y democrática.
«Nunca fue tan cierto aquello de que «nadie sabe para quién trabaja». Creyendo hacerlo para construir un mundo de veras libre, sin represión, sin autoritarismo, los filósofos libertarios como Michel Foucault y sus inconscientes discípulos obraron para que, gracias a la gran revolución educativa que propiciaron, los pobres siguieran más pobres, los ricos ricos, y los inveterados dueños del poder siempre con el látigo en las manos…» (o. c.)
Es decir, las luchas sociales traen efectos contrarios. Propender a mayores niveles de igualdad social de la que el sistema liberal ya ofrece, puede traer el caos o ajustarnos aún más las cadenas, hacernos más pobres todavía y a los ricos más ricos. Pensamiento como sabemos nada nuevo en nuestro gran escritor.
Entonces está claro qué defiende nuestro autor con el horror que le sobresalta ante esta poscultura o subcultura generalizada y que no le permite ya asistir a salas de arte ilustradas y a conferencias de las de antes, sino ver, para su sorpresa, todo el arte y la literatura en base a «caca de elefante». No defiende un salto cualitativo hacia un desarrollo cultural, esta vez sí democrático. Lo que defiende nuestro escritor es la conservadora cultura burguesa decadente y de élite, la «alta cultura». Claro, sólo posible de preservarse siempre que se conserve también la estructura de clase que la sostiene.
¿Qué añora de la pasada cultura? No añora el carácter desvelador y transformador de la cultura, la que se unimisma con el progreso social humano, aquella cultura de la Ilustración que cumplida la Revolución Francesa quiso seguir adelante y superar el límite que le comenzaba a trazar la burguesía que había rebajado las proclamas de libertad, fraternidad e igualdad, una vez caída la monarquía absolutista, a la mera libertad individualista de la propiedad privada y el mercado, y a la fraternidad e igualdad formales. Quería ser consecuente, en su materialismo y espíritu revolucionario con esas banderas progresivas y llevar la libertad, la igualdad y la democracia hacia confines más profundos, que cazaran con las aspiraciones de las amplias mayorías que habían quedado marginadas con la asunción al poder de esa burguesía. De manera que fue el proletariado que tomó las riendas de esas banderas libertarias y dio la primera asonada en las revoluciones de 1848 y luego en 1871 en Francia. No obstante aquellas asonadas fracasaron por lo grandioso de la tarea y por la inexperiencia de un proletariado todavía joven. Pero quedaron cuajados, con el socialismo, los más altos pilares de la cultura progresiva. Y con esas asonadas que hicieron temblar el edificio burgués éste abandonó definitivamente la cultura progresiva -de la que se había servido para llegar al poder- y afinó, acondicionó una para conservar el poder alcanzado muy acorde con sus intereses. La cultura de élite, la cultura ya de rasgos irracionales que negaba la realidad tanto en las corrientes filosóficas, como en las del arte y la literatura de fines del siglo XIX y que en el siglo XX se continuaron. Es esa cultura la que añora Mario Vargas Llosa. La cultura que sostiene al orden burgués establecido, la cultura que elude la realidad o lo sesga para no enfrentarse con los elementos de cambio que contiene. Por ejemplo la literatura cuya esencia es la evocación de lo subjetivo, de los «demonios» interiores y que se contamina si trata del drama social y político (concepción que Vargas Llosa proclamó a los cuatro vientos denostando de los escritores comprometidos).
En este apocalipsis cultural, el pensamiento progresivo, en cambio -el hijo legítimo de esa cultura de la Ilustración-, propende a transformar el sistema que engendró el declive actual y por ello puede adoptar los elementos nuevos que anuncian esas posibilidades de cambio, por ejemplo la tecnología comunicacional a quien no teme a pesar que está subsumida en el viejo orden y usada para difundir la deshumanización, tiene la esperanza de que en otro orden sea vía de relaciones humanas inéditas. La tecnología irreversiblemente está trayendo esa democratización y es potencialmente subversora, democratizadora como efectivamente se ve ahora mismo aunque con la camisa de fuerza de la economía de mercado y del orden social decadente.
Los cultores e ideólogos de la cultura de élite ven a la tecnología, por el contrario, como una amenaza. Como no imaginan otro orden social fuera del actual y no imaginan otro uso de la tecnología comunicacional que el que propende el sistema actual, identifican esa tecnología casi como el causante en sí misma de esa banalización y degradación de la cultura. Así como los obreros de las primeras revoluciones industriales identificaban la pérdida de sus empleos, no como efecto del sistema capitalista, que no alcanzaban a discernir, sino que culpaban a las novísimas máquinas incorporadas al proceso de producción y que los desplazaba del trabajo, y por eso se aprestaban a destruirlas, así el espíritu elitista de los dinosaurios de alcurnia identifican el hundimiento de la cultura con la tecnología, no con el sistema capitalista en boga -no porque no alcanzan a ver esta realidad como los primeros obreros, sino porque no quieren verla y persisten en defenderla por interés de clase-; el terror a la tecnología es el terror que intuyen a la potencialidad de éstas de provocar el cambio social radical, de destruir todo el pesado lastre de privilegios del pasado.
Como aman de la cultura el aspecto formal, retórico, grandilocuente, sospechan que con la tecnología comunicacional actual se perderán esas formas. Estos intelectuales de élite quizás preserven el amor a las bibliotecas, al libro de papel, pero hace tiempo que han olvidado lo esencial que representaban o debían representar estos medios culturales, la verdad, el pensamiento crítico y revolucionario, que se consustancia con la realidad -y no la encubre- para ser naturalmente vía de transformación hacia una realidad social mejor. Por eso ven en los nuevos soportes digitales la simbolización de la clausura y el fin de ese regodeo y formalismo y engatusamiento característica de la cultura de élite, y no imaginan ni quieren nuevas posibilidades de representación cultural, esta vez democráticos y que llevarían a una forma más acabada la unidad entre cultura y vida, entre arte y vida, entre belleza y humanidad.
Con mucho temor se pregunta el señor Vargas Llosa si no desaparecerán los libros de papel barridos por el libro electrónico. Manifiesta que no será simplemente un mero cambio de medio de comunicación sino también de contenido. «No tengo cómo demostrarlo, pero sospecho que cuando los escritores escriban literatura virtual no escribirán de la misma manera que han venido haciéndolo hasta ahora en pos de la materialización de sus escritos con ese objeto concreto, táctil y durable que es (o nos parece ser) el libro. Algo de la inmaterialidad del libro electrónico se contagiará a su contenido, como le ocurre a esa literatura desmañada, sin orden ni sintaxis, hecha de apócope y jerga, a veces indescifrable que domina el mundo de los blogs, el Twitter, el Facebook…». (o. c.)
Y en esa tensión, afirma que los cambios tecnológicos son los causales en sí mismos de este estropicio, como ocurrió con la imposición de la imagen con la televisión: «La televisión es hasta ahora la mejor demostración de que la pantalla banaliza los contenidos -sobre todo las ideas y tiende ha convertir todo lo que pasa por ella en espectáculo, en el sentido más epidérmico y efímero del término». (o. c.)
No son los poderes comerciales y políticos detrás de la pantalla, ¡es la pantalla misma la que trivializa la cultura!, como si no pudiera imaginar otro uso al rico progreso tecnológico comunicacional. Y lo mismo con las novísimas tecnologías digitales.
Y aunque cita a un autor joven como Jorge Volpi quien ve con optimismo la potencialidad democratizadora de la tecnología actual, él ve en cambio con horror cómo desaparecerán libros y bibliotecas, pero ve con no menos preocupación que también desaparecerán agentes literarios, distribuidores y toda la cadena del negocio del libro.
«Volpi cree que muy pronto el libro digital será más barato que el de papel y que es inminente la `aparición de textos enriquecidos ya no sólo con imágenes, sino con audio y video´. Desaparecerán librerías, las bibliotecas, editores, agentes literarios, correctores, distribuidores, y sólo quedará la nostalgia de todo aquello. Esta revolución, dice, contribuirá de manera decisiva `a la mayor expansión democrática que ha experimentado la cultura desde… la invención de la imprenta´ «. (o. c.)
Admite nuestro a autor que quizá Volpi tenga razón pero no le convence, pues siente que del acto de leer por ejemplo se perderá esa sutil exquisitez del hombre culto, «sobre todo, gozar, paladear aquella belleza que… despiden las palabras unidas a su soporte material… algo que, como dice Molina Foix, `añade al acto de leer un componente sensual y sentimental infalible. El tacto y la inmanencia de los libros son, para el amateur, variaciones del erotismo del cuerpo trabajado y manoseado, una manera de amar». «Me cuesta trabajo imaginar que las tabletas electrónicas, idénticas, anodinas, intercambiables, funcionales a más no poder, puedan despertar ese placer táctil preñado de sensualidad que despiertan los libros de papel en ciertos lectores». (o. c.)
Esos «ciertos lectores» olvidan el rol último de la cultura, la unidad de forma y fondo, el proceso de liberación social a través de ella, olvidan finalmente que todo el esfuerzo de la cultura ha apuntado históricamente ha llevar la belleza soñada a las relaciones humanas, a la vida misma de cada ser humano. Y no, como presume Vargas Llosa, sólo una sociedad que promueva autores que «sigan atrayendo y fascinando lectores en los tiempos futuros», es decir, la pervivencia eterna de mayorías consumistas y minorías creadoras.
Pero es cuando esta tecnología se usa directamente para hacer temblar el orden establecido -como el caso del golpe al monopolio informativo del poder mundial realizado por Wikileaks y Julian Assenge- cuando su paciencia se acaba, y revela, con su inquina al autor de semejante atrevimiento, el fondo de su preocupación: la defensa de la sociedad de privilegios. Y también revela todo su sofisma argumentativo.
Dice nuestro autor que Fernando Savater, «el modelo de intelectual comprometido» -su hermano ideológico-, le ha abierto los ojos sobre este fenómeno; que Assange no ha revelado nada que no se supiera ya y que no ha hecho más que utilizar esa tecnología para «satisfacer esa curiosidad morbosa y malsana de la civilización del espectáculo…». «El señor Assange, más que un gran luchador libertario, es un exitoso entertainer o animador, el Oprah Winfrey de la información». (o. c.) Pero con ello, argumenta nuestro escritor, este señor Assange ha hecho algo muy grave, ha violado la «privacidad» de los gobiernos democráticos.
«Ninguna democracia podría funcionar si desapareciera la confidencialidad de las comunicaciones entre funcionarios y autoridades ni tendría consistencia ninguna forma de política en los campos de la diplomacia, la defensa, la seguridad, el orden público y hasta la economía si los procesos que determinan esa políticas fueran expuestas a la luz pública en todas sus instancias. El resultado de semejante exhibicionismo informativo sería la parálisis de las instituciones y facilitaría a las organizaciones antidemocráticas el trabar y anular todas las iniciativas reñidas con sus designios autoritarios. El libertinaje informativo no tiene que ver con la libertad de expresión y está más bien en sus antípodas» (o. c.)
La «libertad de expresión» -periodística y de los medios donde se aúpa el mismo poder fáctico y que defiende el señor Vargas Llosa como la única tolerable- nunca publicará lo que Assange difundió ya desde el 2007, contra «la seguridad y el orden público», por ejemplo la publicación de 150 mil documentos ocultos de las Fuerzas Armadas estadounidenses, todo el material militar registrado por los Estados Unidos en la guerra de Irak. O el video Collater Murder donde muestra los asesinatos de civiles y periodistas en Irak desde un helicóptero apache. Amén de publicaciones de la corruptela de algunos grandes bancos. (Rev. de Cultura Ñ, 13.10.2012).
Y todo por un joven periodista honesto crecido con la pantalla digital pero que es consciente que su generación se «reconoce en un nosotros frente a un ellos, computadoras mediante» y que «Las libertades implícitas de la red encierran la ironía de que también allí reside la mayor arma de espionaje de toda la historia». Un periodista que «No tiene ni partido ni gobierno Assange, tampoco se aferra a ideologías. Allí está la fuerza y la debilidad de lo que hace. Es un signo generacional». (o. c.)
Así que deberíamos entender, según las esclarecidas conclusiones de Vargas Llosa sobre el caso de Wikileaks, que si Julian Assange es perseguido y purga cárcel actualmente es «por nada», por «prácticamente ninguna información importante», nada más que por ser un periodista que en la civilización del espectáculo es «guiado por el designio único de entretener» y que irresponsablemente ha «destruido brutalmente la privacidad de diplomáticos y agregados» de los sacrosantos países democráticos.
Los obreros de inicios del siglo XIX que destruían las máquinas identificándolas como las causantes del deterioro de sus condiciones de vida, luego alcanzaron a ver que su desgracia no era causada por las máquinas sino por el orden económico y social capitalista, ¿alcanzará esta élite a ver que sus desgracias no son causadas por la tecnología, ni por la falta de religión y ética, ni por las luchas libertarias, sino por el sistema que tradicionalmente han defendido y donde se han movido grandiosos y halagados, cerrando los ojos a esa irracionalidad intrínseca que ya anidaba en su cultura de élite y que iría a conducir finalmente a la situación generalizada de hoy? No lo creemos. Los dinosaurios no se adaptarán a los nuevos cambios, ni menos la reclamarán… desaparecerán irremediablemente exigiendo la vuelta a su pasado y congelado clima.
Arturo Bolívar Barreto, escritor peruano. Es autor de Historia singular del profesor Rivasplata y otros cuentos, 1997; la novela Gotita, 2005; el poemario Creciente hora nuestra, 2010. Los ensayos Balance de las políticas culturales de Fujimori a García, 2011 y Calidad literaria y compromiso social, 2012. Y de artículos como La sociedad peruana y el escritor, 2012; Apuntes sobre la literatura peruana actual, 2012.