Con este “cariñoso” apelativo, un vecino ha grafiteado el vehículo de una sanitaria del sistema de salud pública, además de pincharle las cuatro ruedas, aconsejándole se buscase otra vivienda ante el riesgo de que pudiera contagiarles.
Hechos similares se han producido respecto a limpiadoras, cajeras de supermercados, técnicos de transporte sanitarios y demás héroes anónimos que están luchando en primera línea contra la pandemia del coronavirus que azota el mundo.
No sólo en nuestro país se han producido estos hechos, sino también, que se conozca, en China, Italia, India, Colombia, México… y otros lugares en los que se está desarrollando el combate contra el coronavirus, al que me resisto a denominar COVID, que parece definir, simpáticamente, a una mascota de cualquier evento deportivo a los que estábamos acostumbrados.
En unos momentos tan dramáticos como los que estamos viviendo, en el que las emociones están a flor de piel, agravadas por el encierro que sufre el planeta, me colman de estupor hechos de tal naturaleza, y me interroga acerca del futuro de la humanidad una vez pase esta primera oleada dramática, que no será la única en la opinión de todos los científicos que están estudiando esta nueva enfermedad.
Es conocido que la aventura de la humanización se construyó sobre la carencia y el dolor, puesto que todo lo que existe debe regenerarse sin cesar, hasta el punto de que la única certidumbre posible es la imposibilidad de eliminar las incertidumbres (MORIN) y ello implica que el destino de la humanidad, y de cada individuo, sea ontológicamente incierto.
Pese al éxito que hemos tenido para prosperar como especie en el Planeta, desplazando a otras del espacio vital que nos era común. En momentos como el presente comprobamos, una vez más, que el éxito se ha fundamentado en el dominio violento de la naturaleza, alterando el equilibrio inestable que la rige. Nos hemos convertidos en homínidos, que utilizando nuestras facultades más apreciadas, y que nos distinguen del resto de simios (el lenguaje, el pensamiento abstracto, la capacidad de enseñar, el razonamiento causal, la planificación, el engaño), hemos conseguido grandes avances en nuestra capacidad de supervivencia a costa de la destrucción de nuestro espacio vital común, olvidando, como decía Arendt, que la Tierra es la misma quintaesencia de la condición humana.
Desde que en 1970 el Club de Roma realizara su informe sobre la crisis medio-ambiental que amenazaba el planeta, advirtiendo sobre los desastrosos efectos del crecimiento económico/industrial sostenido sobre la “salud” del Planeta, y la necesidad de poner freno, límites, para no destruir nuestro espacio común y preservarlo para las generaciones futuras, los poderes económicos, políticos, y su corte de negacionistas, han venido ignorándolo interesadamente con justificaciones tan peregrinas como las que en su día realizó Rajoy (el que ahora se salta el confinamiento para pasear pese a disponer de una espaciosa vivienda), apelando al comentario de su primo meteorólogo, y que lógicamente mereció el ridículo más espantoso.
Pese a todo, parece que el parón socioeconómico al que ha obligado la crisis del coronavirus, ha hecho evidente que la naturaleza tiene capacidad de regenerarse cuando “la dejamos en paz”, cuando dejamos de agredirla. Sólo aquellos que parecen no haber dado el salto evolutivo de simio a homo sapiens, se atreven hoy a negarlo.
Esta crisis sociosanitaria que nos ha obligado a replegarnos en nuestros hogares (los que los tenemos) asustados, temerosos, sorprendidos de nuestra debilidad, pese a la arrogancia que nos caracterizaba como especie dominante, nos debe hacer conscientes de las carencias a las que nos han arrastrado los postulados neoliberales que han dominado la economía y el pensamiento de las cuatro últimas décadas.
La privatización de la sanidad pública y la educación, la desregulación de los mercados financieros, del mercado de trabajo, han traído como consecuencias la especulación y la crisis financiera, la precariedad laboral, el deterioro de la sanidad pública, la crisis habitacional… en fin, el debilitamiento progresivo de la protección social que prometían los estados de bienestar, y sobre los que se había cimentado el contrato social que había justificado el desarrollo económico/político de la Europa de la postguerra. Como dice el refrán popular, súbitamente “nos hemos caído del guindo”.
Pese a todo, al ritmo de “Resistiré” nos hacemos la ilusión de que cuando “esto acabe”, seremos capaces de recuperar la normalidad pérdida. Mientras tanto, ha crecido en nosotros una necesidad de comunicarnos, de reforzar nuestra identidad en el apoyo mutuo, en la solidaridad, pero enturbiada por comportamientos de otros que influidos por el miedo, la ignorancia, el odio, y un egoísmo exacerbado, que va más allá del umbral propio de los seres humanos, desprecian el esfuerzo de aquellos que cumpliendo con sus compromisos sociales, se empeñan a diario en ayudarnos a superar la enfermedad, expulsándolos de sus espacios habitacionales ante el enfermizo riesgo de poder ser contagiados, ignorando que el futuro de los seres humanos no es posible sin el postulado de la existencia de una identidad de especie común, con independencia del origen demográfico, ritos, mitos e ideas de cada criatura humana.
Tal actitud debe merecer nuestro mayor desprecio, nuestro reproche, y cuya reprensión más tajante no debe limitarse a una sanción pecuniaria, sino obligarles a realizar trabajos comunitarios, cuidando a los mayores ingresados en residencias geriátricas, que resultan el colectivo más vulnerable a esta jodida enfermedad. Eso si, con todos los medios de protección individual necesarios para evitar su contagio y el de terceros, que tanto les preocupaba.