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Ratzinger y nosotros: entre la intolerancia y la libertad

Fuentes: Rebelión

«El marxismo es todopoderoso porque es verdadero», Lenin. La designación del cardenal Ratzinger como nuevo Papa bajo el nombre de Benedicto XVI constituye motivo de escándalo para numerosos progresistas tanto católicos como no católicos. Se le reprocha su notable conservadurismo en materia teológica y su incapacidad de adaptarse a la sociedad y a los nuevos […]

«El marxismo es todopoderoso porque es verdadero», Lenin.

La designación del cardenal Ratzinger como nuevo Papa bajo el nombre de Benedicto XVI constituye motivo de escándalo para numerosos progresistas tanto católicos como no católicos. Se le reprocha su notable conservadurismo en materia teológica y su incapacidad de adaptarse a la sociedad y a los nuevos tiempos. Este escándalo delata la incapacidad en que hoy nos encontramos de aceptar una ortodoxia, no ya de compartirla con quienes la profesan, sino incluso de permitir que alguien la reivindique. En una sociedad basada en la permisividad generalizada, donde toda conducta basada en el libre consentimiento expresado preferentemente en el marco de un contrato mercantil es lícita, resulta «arcaico» y «reaccionario» que alguien afirme un dogma y la serie de prohibiciones que de él se derivan. Ratzinger ha afirmado antes de ser nombrado Papa que vivimos en una paradójica dictadura, la dictadura que nada impone y nada prohibe del relativismo generalizado. Sólo una cosa está, si no prohibida, mal vista en el orden hoy prevalente: afirmar algo de manera absoluta, creer que se está en la verdad y actuar en consecuencia.

La conducta y el pensamiento «políticamente correctos» deben siempre aplicarse a sí mismas cierto índice de relativización, dejar un espacio para las narrativas distintas de la propia. Sobre un fondo de consenso generalizado acerca de algunas certidumbres tan fundamentales que ni siquiera es necesario expresarlas acerca de la economía de mercado y su verdad propia o de la necesidad de orientar la actividad individual y colectiva a la preservación indefinida de la vida inmunizándola frente al dolor, la violencia y la muerte, la sociedad capitalista de la era neoliberal tolera todo lo que pueda ser objeto de una demanda «libre» y a ser posible solvente. Toda acción por criminal que sea puede integrarse en un cálculo económico en el que se tiene en cuenta el riesgo que supone la represión para quien opte por realizarla. Es posible, integrando este riesgo, practicar el desfalco de fondos públicos, el soborno, la pedofilia, la zoofilia, la necrofilia e incluso celebrar por Internet contratos sobre prácticas de canibalismo «consentido» o invadir un Estado soberano, destruirlo y asesinar a numerosos habitantes gozando de la comprensión activa o pasiva de los demás países y de la monstruosa inacción de la opinión pública «pacifista». Todo esto, dentro del estricto respeto de la «narrativa» y los argumentos de los criminales, pues como suele decirse «sus razones tendrán»….

En un mercado -y nuestras sociedades están abocadas a no ser otra cosa, pues el programa de la revolución neoliberal prevé transformar el mundo en una «sociedad de propietarios» que intercambian entre sí mercancías- lo único que cuenta es el consenso libremente expresado de las partes contratantes. Ello significa que las restricciones a la voluntad de las partes impuestas por cualquier otra institución distinta del mercado constituyen un obstáculo intolerable a su libre funcionamiento. El distanciamiento de Ratzinger respecto de esta lógica mediante su enunciación de una serie de tabúes que son sin duda perfectamente irracionales acerca de los homosexuales o las mujeres o incluso de la esencia y la forma de circulación de la verdad es indicio de una sola cosa: que su institución, la Iglesia católica romana existe y aún no ha sido absorbida enteramente por el pensamiento de mercado. Y es que toda institución se basa en un núcleo de intolerancia en que se asienta su identidad y permanencia. Esto es cierto en relación con la Iglesia, pero también con el Estado (incluso liberal), con las ideologías políticas y los movimientos sociales o los clubes de fútbol y de ajedrez. Tendría, en efecto, tan poco sentido que Benedicto XVI se asomara al balcón del apartamento pontificio anunciando del brazo de Pedro Almodóvar que el matrimonio de las monjas lesbianas es un sacramento como que los ajedrecistas se pusieran a aplicar a su juego las reglas del parchís. Las instituciones humanas son obra de un animal parlante y se constituyen en virtud de actos lingüísticos performativos (creadores de la realidad que nombran) como la afirmación «Habemus Papam» seguida del nombre del sucesor de San Pedro o la frase «tomo por esposa/esposo a…» o la designación de las piezas y de sus posibilidades de movimiento en el tablero de ajedrez. Esto es algo que, aunque se pretenda lo contrario, también se aplica al mercado. El mercado no es en modo alguno un dato natural, sino una institución que obedece a reglas jurídicas precisas por las que se define quiénes pueden actuar en él, cómo y con qué objeto. No es tolerable, ni siquiera en ese espejo y fuente de todas las tolerancias que es el mercado capitalista que se prohíba (como ocurre en la también reaccionaria y atrasada Cuba) la compraventa de mercancía tan esencial como es la fuerza de trabajo, o que no se proteja la propiedad de los bienes objeto de transacción. La tolerancia tiene pues sus límites incluso cuando se trata de una institución como el mercado, que en nombre de la libertad y el libre acuerdo de las partes es capaz de liquidar cualquier otra institución humana con la salvedad del Estado capitalista, que constituye su imprescindible complemento.

Toda identidad política, toda posición que se asuma en política, está basada en ese núcleo irreductible de intolerancia y de afirmación dogmática. Y es que sin él se renuncia a la acción lingüística performativa, a la creación institucional, a la capacidad constituyente. El celibato de curas y monjas, la creencia en la virginidad de María o en la «necesidad y eternidad del infierno» forman junto con otras numerosas prácticas y creencias la identidad propia de la Iglesia católica. Renunciar a esto es renunciar a ser la Iglesia católica y convertirse en una secta New Age sincrética y liberal….

Es difícil para una izquierda como la que existe mayoritariamente en Europa, que ha renunciado a toda identidad propia y acepta los dogmas de la economía de mercado con todos sus corolarios, tan siquiera plantearse una posición o una acción política al margen del consenso liberal permisivo. Cualquier pretensión que vaya en ese sentido es tachada de dictatorial y tendencialmente totalitaria. Lo que queda son los distintos cócteles de corrección política como el inefable «rojo-malva-verde» de Izquierda Unida en el que se articulan el socialismo, el feminismo y el ecologismo. Estas combinaciones pretenden recuperar frente al dogmatismo de la izquierda tradicional la complejidad de las contradicciones reales que atraviesan nuestra sociedad. Sin embargo, esta equiparación de la preocupación por el estatuto social de la mujer o por la relación de la especie humana y sus actividades con la naturaleza con lo que el rojo pretende denotar, a saber la lucha de clases, el enfrentamiento político en torno a la constitución económica de la sociedad, oculta una profunda disparidad entre las personas de esta nueva trinidad. La causa de la mujer (suponiendo que exista una causa de la mujer, o sencillamente «la mujer») y la defensa de la viabilidad de la impronta ecológica humana constituyen motivos de preocupación asumibles por el conjunto de la sociedad y de las tendencias políticas. Sobre estos dos temas se realizan oficialísimos estudios dedicados a la «perspectiva de género» o las «amenazas ecológicas» en los que se pretende que las diversas narrativas de los actores implicados generen una verdad acerca de los objetos «mujer» y «naturaleza». El tercer término de la trinidad progresista es distinto. Si el rojo apunta a la lucha de clases, ya no estamos ante una simple contraposición o proliferación de narrativas, pues lo que está en juego es la base misma de la sociedad capitalista: el mercado como operador simultáneo de la explotación y de la igualdad y libertad jurídicas. Lo que está en juego es una institución que implica indisolublemente el respeto de los derechos humanos fundamentales y la libre compraventa de fuerza de trabajo. Cuando de lo que se trata es de la abolición o conservación de la institución básica de la sociedad capitalista, la que le permite y le impone a la vez ser tolerante y liberal, ya no cabe la profusión de narrativas: la tolerancia encuentra su límite en la institución misma que le sirve de fundamento. Todo vale menos destruir el operador que, transformando en potencial fuente de plusvalía toda actividad humana, permite que todo valga. Por mucho que se puedan vender camisetas u otros objetos horteras con la efigie del Che Guevara, de Lenin o de Durruti, lo que no puede nunca el régimen capitalista es tolerar, retranscribiéndola en términos mercantiles la destrucción del propio dispositivo de transcripción universal que representa el mercado. Se puede ser radicalísimo en el feminismo y en el ecologismo, mientras no se toque el mercado. Sin embargo, todo ataque dirigido a esta institución, por moderado que sea, se presentará como un acto radical. Medidas sumamente reformistas y que en otra época se habrían considerado moderadas y pacatas como el impuesto Tobin sobre las transacciones financieras o la abolición de la deuda del tercer mundo resultan hoy enteramente inaceptables. Y es que la condición del «progreso» en materia de tolerancia cultural es en nuestra sociedad una constante expansión del ámbito del mercado y de su autonomía.

Cuando el rojo se pone al mismo nivel que el malva y el violeta, lo que se está haciendo es liquidar el carácter antagónico de la lucha de clases, situándola en un marco de producción de verdades y de narrativas de los distintos sectores sociales explotados que resultan perfectamente comparables a las narrativas más o menos vivenciales o científicas que configuran el discurso del feminismo o el ecologismo. Ni el ecologismo ni el feminismo suponen un antagonismo político, esto es un antagonismo en el que esté en juego el modelo de constitución económica, social o política. Lo mismo ocurre con el espacio «político» coloreado de rojo, cuando se renuncia a abolir el mercado y la explotación.

El término que designaba en la tradición marxista esta abolición era «dictadura del proletariado». Hoy ha sido abandonado por la izquierda incluso radical y sólo lo utilizan algunos stalinistas que identifican arbitrariamente la tiranía de Stalin con este concepto. Sería interesante recordar textualmente la muy ratzingeriana carta de Marx a Weidemeyer de 5 de marzo de 1853 donde respondiendo a una pregunta de su corresponsal acerca de la especificidad de su teoría respecto de la economía clásica, afirma:

«…Por lo que a mí se refiere, no me cabe el mérito de haber descubierto la existencia de las clases en la sociedad moderna ni la lucha entre ellas. Mucho antes que yo, algunos historiadores burgueses habían expuesto ya el desarrollo histórico de esta lucha de clases y algunos economistas burgueses la anatomía económica de éstas. Lo que yo he aportado de nuevo ha sido demostrar: 1) que la existencia de las clases sólo va unida a determinadas fases históricas de desarrollo de la producción; 2) que la lucha de clases conduce, necesariamente, a la dictadura del proletariado; 3) que esta misma dictadura no es de por sí más que el tránsito hacia la abolición de todas las clases y hacia una sociedad sin clases…»

En otros términos, de lo que se trata no es de describir «científicamente» la realidad social de las clases y de su antagonismo, sino de mostrar su proyección política en la dictadura del proletariado. Dictadura paradójica en la que el sujeto de la dictadura, al hacerse con el poder se abole a sí mismo aboliendo las clases en general e instaurando una sociedad sin clases. En este breve y dogmático texto de Marx se condensa una densa reflexión sobre la política articulada en torno a tres tesis que retranscribiremos en los siguientes términos:

1) La existencia de las clases y en general el orden político, social y económico no son fenómenos naturales, sino históricamente instituidos.

2) El enfrentamiento político en torno a la constitución económica desemboca necesariamente en la dictadura del proletariado.

3) Esa dictadura no es sino la abolición de la particularidad de clase del proletariado y de las demás clases y la constitución de una sociedad sin clases.

La primera tesis se enfrenta a la idea fundamental del liberalismo, conforme a la cual existe un orden natural del mercado y de las clases sociales que en él se encuentran y que se diferencian por el tipo de mercancías que intercambian: los que venden su fuerza de trabajo al carecer de otra mercancía y los que venden cualquier otro tipo de mercancía. La institución de esta situación, como demostrarán Marx y los historiadores marxistas, es el resultado histórico de un proceso generalizado de expropiación de los trabajadores autónomos de las sociedades precapitalistas cuya culminación es la existencia de esta fundamental disparidad material de los actores del mercado capitalista. Las clases y sus condiciones de existencia son, por lo tanto un objeto posible de intervención política, son algo que puede estar en juego en una confrontación política a diferencia de los cambios de presión atmosférica o la estructura del átomo de hidrógeno.

Según nos indica la segunda tesis, la única salida a esta situación consiste en un acto absolutamente no derivable de la lógica histórica que lo precede, un hiato, una ruptura. La idea de dictadura cobra aquí su sentido romano de poder excepcional que se ejerce en nombre de la salvación de la república y en condiciones de suspensión del derecho o «justitium», término este, paralelo al de «solstitium», que designa una suspensión del derecho, un detenimiento de su acción semejante al detenimiento del sol en su mediodía durante los solsticios. La dictadura es un momento de reinstitución del orden que puede coincidir con la constitución de un nuevo orden político o socioeconómico. Es, por lo tanto necesario un espacio y un tiempo de neutralización del orden jurídico precedente para que sea posible una transformación de lo que ya había sido instituido por medios igualmente artificiales, por mucho que tuviera una pretensión de naturalidad. La dictadura es aquí un acto fundador absoluto, un acto lingüístico performativo que constituye un nuevo juego enunciando sus reglas y abrogando las del anterior que resulten incompatibles con él. No es un momento de tolerancia, sino de libertad. La particularidad de la dictadura del proletariado se declara en la tercera y última tesis como transformación del interés particular proletario en interés general. Nos encontramos así ante una pirueta lógica sumamente interesante, pues de lo que sé trata es de que la clase que ejerce su dictadura sólo puede hacerlo aboliéndose a sí misma, pues su única consistencia material está basada en un rasgo de subordinación, expropiación e impotencia que precisamente pierde accediendo no ya al poder constituido sino a la posición de la dictadura, que es la de un poder constituyente. El proletariado como sujeto de dictadura deja de ser proletariado y conquista según afirma el Manifesto Comunista «la democracia». De nuevo nos encontramos con un concepto alejado de nuestro paisaje ideológico familiar: el de una democracia que debe ser objeto de conquista y no es un orden natural de las cosas que acompaña armoniosamente a la economía de mercado, una democracia inseparable de la posibilidad de que emerja en todo momento un poder constituyente.

El término dictadura es difícilmente aceptable en la actualidad por su asociación con la trágica experiencia de las dictaduras totalitarias del siglo veinte. Cabe reconocer incluso que en el sentido etimológico en que aquí lo empleamos y que coincide con el modo en que lo entiende Marx,, la realidad que designa no deja de ser ambigua pues la suspensión del derecho vigente puede coincidir tanto con un momento constituyente y revolucionario como con una operación de represión y normalización del régimen existente. El momento de suspensión del orden establecido es siempre un momento de peligro en que tanto puede triunfar la libertad como acentuarse la opresión. Pero este riesgo es a la vez el horizonte que configura la posibilidad de cualquier libertad humana y en particular de la libertad política. No hay política, no hay democracia sin ese horizonte de suspensión de garantías merced al cual es posible una refundación del orden social que sólo se autoriza por sí misma y es por ello fundamentalmente dogmática. Todo intento de eliminar ese riesgo inherente a la existencia política del hombre y de sus sociedades conduce en el mejor de los casos a la inmunización generalizada de la esfera privada que Benjamín Constant definiera como » la libertad de los modernos » en oposición a una libertad de los antiguos cuyo fundamento era la activa y peligrosa participación del ciudadano en los asuntos de la ciudad. En el peor de los casos, este intento de preservar el orden y la seguridad puede conducir a la renuncia de cualquier forma de libertad a cambio de la seguridad proporcionada por la obediencia a un dirigente carismático.

Dedicar estas reflexiones al nuevo Papa Benedicto XVI no es una mera provocación. Su defensa de la fe responde enteramente al círculo constitutivo de la ilusión religiosa descrito por Freud en el cual la escritura que nos revela la existencia y la obra divinas merece nuestro crédito en la medida en que Dios mismo nos la ha revelado. Este salto en el vacío, esta autorización de la fe por sí misma presenta la misma estructura dogmática que una auténtica toma de posición política. Si bien no es de desear que las ideas de Ratzinger sobre la sociedad y en particular sobre la sexualidad y la igualdad entre los sexos cundan en la sociedad, su defensa rigurosa del dogma católico constituye una anomalía en el orden de cosas hoy vigente. En un mundo en que la dominación del capital se expresa prevalentemente a través de una ideología liberal permisiva que no excluye, sino que implica necesariamente un extenso y profundo control de los individuos y cuyo símbolo es el monstruoso hallazgo tecnológico que representa el brazalete electrónico como sustituto de la prisión, resulta casi consoladora la ética centrada en una serie limitada pero rigurosa de prohibiciones que propone a sus secuaces el antiguo titular del Santo Oficio. Que al menos algo esté prohibido es a pesar de la aparente paradoja una condición necesaria de la existencia de la libertad humana. Quien pretenda hoy oponerse al capitalismo tiene que comprender que la liberación del potencial de de libertad, de alegría y de productividad humanas cautivo de este sistema exige que se imponga una serie de prohibiciones éticas y políticas que impidan el funcionamiento del mercado capitalista. Entre estas figura la prohibición de la compraventa de fuerza de trabajo, la prohibición de la apropiación privada de bienes que ontológicamente sólo pueden ser comunes tales como el conocimiento, el lenguaje, el agua, el aire y un amplísimo etcétera la prohibición de que se trate en ningún lugar del mundo a una persona como ilegal y carente de derechos civiles, la prohibición efectiva de cualquier tipo de discriminación basada en el sexo o en otras características físicas… Es necesario que sepamos enfrentarnos correctamente a un Papa sin duda reaccionario. Para ello deberemos enfrentarnos de manera más radical y consecuente que él algunos de los males que de manera mistificada denuncia de lo alto de su autoridad pontificia.