«La aceptación de la opresión por parte del oprimido acaba por ser complicidad; la cobardía es una forma de consentimiento; existe solidaridad y participación vergonzosa entre el gobierno que hace el mal y el pueblo que lo permite.» Víctor Hugo Lola, mi nieta, ya saben, me recrimina que, usando un viejo lenguaje, llame fascistas o […]
«La aceptación de la opresión por parte del oprimido acaba por ser complicidad; la cobardía es una forma de consentimiento; existe solidaridad y participación vergonzosa entre el gobierno que hace el mal y el pueblo que lo permite.» Víctor Hugo
Lola, mi nieta, ya saben, me recrimina que, usando un viejo lenguaje, llame fascistas o fascistillas, por mejor decir, a la derecha del PP. A mi edad, qué importa ya, uso las palabras -las que me dejan, donde me dejan- como quiero. En realidad, sigo fumando (no escucho al médico) y me permito pocos más actos de rebeldía. Asisto a manifestaciones sin alma, protesto contra la reforma laboral del PSOE y ahora del PP y me acuesto pensando en todos aquellos que, a lo largo de la Historia, hemos dejado con vida: muchos, demasiados. Ellos, sin embargo, no tienen escrúpulos. ¿Aprenderemos alguna vez? Creo que no. La izquierda transformadora, antes llamada revolucionaria, está condenada a las mil formas del humanismo, a los derechos y libertades, a las trampas que, quizá nosotros mismos, siempre tan pulcros y exquisitos, nos hemos impuesto. Recuerdo, le conocí hace años en París, al seductor Jacques Vergès. Leí su «Estrategia judicial en los procesos políticos», reeditada aquí hace poco. Su argumento era sencillo. No reconozco este tribunal ni sus instituciones. Quiero recordar, no viene cuento, me da igual, que desde Carrillo y su abdicación monárquico-constitucional, venimos tragando quina. Eso nos pasa por haber perdido la guerra en el Ebro. El general Rojo lo decía: «con material de combate seríamos invencibles». El resto, democracia de mercado o derechos individuales, son pelos de gorrino: concesiones del capital con aspecto de conquista social.
«Pero nuestro movimiento no estaría del todo entendido si se creyera que es una manera de pensar tan sólo; no es una manera de pensar: es una manera de ser» dijo José Antonio Primo de Rivera, aquel joven tan español, en el Teatro de la Comedia de Madrid, un 29 de octubre. Corría el año 1933. Han pasado muchos inviernos, inviernos y soledades. Los curas ya no llevan pistola. Lanzados a la modernidad, han sustituido el gallardo correaje y la sotana por un cleryman con abanico (style Rouco Varela). Los jerarcas eclesiásticos, pese a la arrolladora victoria del PP, caminan con paso firme y negro, entre marcial, cuervo e hipócrita, rodeados por familias católicas, nacional-católicas, social-católicas (reniegan en privado de la monarquía juancarlista -máxime ahora con el affaire Urdangarín- a la que siempre han considerado traidora con el legado moral y político del invicto caudillo) y expresan su malestar (indignación) ante cualquier ataque a los principios fundamentales de su identidad: aborto o educación, o lo que proceda. Los católicos españoles, en permanente campaña (castrense) andan agitados después los excesos sociales de Rodríguez Zapatero. La derecha española es insaciable. Está visto que, reaccionaria como es, no se conforma con dominar (si pueden, si se deja) la economía. Como si hubiera algo más. Ingenuos.
A la derecha ultramontana española, cuya base social es profundamente reaccionaria, no le gusta estar fuera del poder político. No saben. El despacho es su lugar natural. En su delirio histórico buscan antecedentes (Pelayo o «por el Imperio hacia Dios») que justifiquen su proceder. El «caos actual de España» les parece una recreación de la algarabía roja contra la que se alzaron -sus llorados parientes, caballeros mutilados, viudas con estanco- en Santa Cruzada. Lanzados a la calle desde que su jefe polaco emprendió el camino del santo sepulcro, la derecha tradicional, heredera espiritual de Falange y la CEDA, del franquismo, fogueada hoy en las escuelas de los neocons y las corbatas naranjas, le ha cogido el aire al poder (vencerán en Andalucía y será peor) en tiempos de recesión. Gobiernan como si fueran de montería, bien desayunados en Embassy, antes de hacerse unos hoyos en Sotogrande o donde sea. Mitad monjes, mitad soldados, tan pulcros, tan bien peinados, tan españolazos, andan dispuestos a cualquier sacrificio por salvar(nos): una manera de ser. Algunos, con su habitual ignorancia, son todavía falangistas -de la Falange fagocitada por el franquismo, la otra, la llamada social, es un espejismo, una mezquina ilusión- sin saberlo.
Ante la falta de camisas azules, camisas viejas, han llenado el vacío con dirigentes nacionales (clónicos), Intereconomía y La Gaceta (también El Mundo, La Razón y ABC, COPE, Onda Cero, etc.), algunos obispos desmadejados con sus secretarios de edulcorados modales, Legionarios de Cristo (rey), varios defensores de la fe católica, Comunión y Liberación, las huestes Opus Dei y algunas damas postulantes (hace años abortaban en la calle Serrano de Madrid, por ejemplo) con mantilla. Las buenas y abnegadas familias (numerosas) de España sonríen viendo la falta de brío de los desarmados sindicatos (de clase). Borja, Jaime, Juan Luis, José Ignacio, Macarena, Rocío, Alejandra, María Eugenia. Este verano pasado estaban todos con sus guitarras: la juventud del Papa: un filonazi. No diré una palabra a favor del PSOE. La España de siempre, la portadora del mensaje incorrupto de la patria y de los valores (los suyos, los que sean), una forma de entender tradición y familia, está -desde el pasado noviembre 2012- agitada y en formación de combate. La neoeterna derecha, alimentada por sus voceros del odio, quisiera -emulando a sus héroes- volver a otros tiempos. Han empezado por la reforma laboral, una exigencia europea, y seguirán con otras batallas. Menos mal que, años atrás, Felipe González, el apuesto diseñador de joyas, compró la lealtad y la sumisión del ejército victorioso con juguetes mecánicos y buenos salarios. Menos mal.
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