El antichavismo -tanto el profesado dentro como el profesado fuera de Venezuela- parte de una convicción que se pretende universal, única y, por ende, verdadera. Dicha convicción, como lo muestra la historia reciente del país, se sustenta en los prejuicios inculcados, legitimados y divulgados por los sectores dominantes de la sociedad venezolana, los cuales apenas […]
El antichavismo -tanto el profesado dentro como el profesado fuera de Venezuela- parte de una convicción que se pretende universal, única y, por ende, verdadera. Dicha convicción, como lo muestra la historia reciente del país, se sustenta en los prejuicios inculcados, legitimados y divulgados por los sectores dominantes de la sociedad venezolana, los cuales apenas han sido matizados por el tiempo; todos centrados en negar la condición humana y el acceso amplio a la democracia de los sectores populares. Siendo ello cierto, a los grupos antichavistas les anima un espíritu revanchista, deseosos de revertir, por cualquier vía a su alcance, la realidad trastocada bajo el influjo del presidente Hugo Chávez que le da al pueblo la posibilidad de ser el sujeto histórico de su emancipación integral en vez de resignarse a la soberanía retórica a la que se le acostumbrara durante la hegemonía bipartidista del pacto de Punto Fijo.
De esta forma, la oposición ha echado mano de los terrores atávicos que fueran alimentados y difundidos por medio de la gran industria ideológica de Estados Unidos para contener el avance del comunismo, en muchos casos con la abierta complicidad militante de la alta jerarquía católica (como se constató en pleno apogeo de las dictaduras del cono sur de nuestra América), lo que convirtió cualquiera referencia a la revolución bolivariana o al socialismo en blanco de anatemas, rechazos y odios, a pesar de contemplar el bienestar general de las venezolanas y los venezolanos. Esto se exacerbó más cuando la clase gobernante estadounidense percibió que sus intereses peligraban en la amplia región sudamericana de expandirse la influencia de los cambios revolucionarios suscitados en Venezuela, por lo que propició el golpe de Estado de 2002, así como el sabotaje petrolero, con la intención nada disimulada de acabar con esta experiencia.