Hace pocos días, la economista y militante del Partido de los Trabajadores (PT) Dilma Rousseff fue electa primera mujer presidente del Brasil, confirmando así el título de heredera política de Luiz Inácio Lula da Silva. La derrota de la tradicional asociación entre neoliberales, unos respondiendo al Partido de la Social Democracia Brasileña (PSDB) y los […]
Hace pocos días, la economista y militante del Partido de los Trabajadores (PT) Dilma Rousseff fue electa primera mujer presidente del Brasil, confirmando así el título de heredera política de Luiz Inácio Lula da Silva. La derrota de la tradicional asociación entre neoliberales, unos respondiendo al Partido de la Social Democracia Brasileña (PSDB) y los neoliberales del Demócrata (DEM), representada por la figura del candidato a la Presidencia José Serra, demuestra un nuevo arreglo político y de parcelas del poder en el Brasil. Sin embargo, la elección de Dilma no significa necesariamente un avance para la izquierda.
Lejos de eso. La coalición de diez partidos alrededor del PT, que incluye el Partido del Movimiento Democrático Nacional (PMDB) del electo vicepresidente Michel Temer, representa por sí sola el amplio margen de negociación y el abandono de perspectivas históricas del reformismo radical de los años 80. ¿Y ahora?
El pensamiento socializante brasileño tiene algunas constataciones relevantes, para las cuales aportamos nuestro grano de arena en esta reflexión. Tuvimos dos novedades en este pleito, dos de entre varias. Se eligió una ex-guerrillera y mujer divorciada para comandar el Poder Ejecutivo de la quinta mayor economía del mundo y país líder latino-americano de la G-20. No es poca cosa, o no lo sería. Y esta misma operadora política, con gran capacidad de ejecución de agenda, se vio llevada a abandonar temas de convicción consensual con lo que resta de las izquierdas de perfil militante en el Brasil.
En términos de reivindicación inmediata, el 3er Programa Nacional de Derechos Humanos, documento que Lula no firmó, trazaría un entendimiento común entre los que entienden -aún dentro del aparato de Estado- como prioridad la división de recursos y de poder. Esto porque el programa trata del fortalecimiento de la agricultura familiar, derechos de minorías, revisión de beneficios a los adeptos de la dictadura militar, control social de los medios, entre otros puntos. Pues bien, esta misma pieza consensual e inmediata fue refutada, negada, alejada, retirada de pauta por parte de la candidata. En la punta del problema, el tema del aborto, que entró por la puerta del fondo a través de los sensacionalismos políticos y de los poderes de veto del oscurantismo nacional.
No se quedó ahí. La alianza de la tolda política de Luiz Inácio tuvo la «sabiduría» electoral de arreglarse con aquellos que sirvieron, en su propia iniciación de la vida política, de objeto de odio en la figura del enemigo visible. Sabemos que es pesado, pero es inevitable recordar el apoyo de oligarcas casi siempre envueltos en esquemas de corrupción, como los peemedebistas (adherentes del PMDB, una conformación de intereses de oligarcas estaduales) José Sarney, Romero Jucá, Renan Calheiros & Cia; o el refuerzo de opinión de operadores pro-dictadura como el ex-ministro de Hacienda, de Agricultura y de Planificación de los militares, Antônio Delfim Netto y de agentes económicos como los líderes del mercado financiero, materializado en los bancos (Federación Brasileña de Bancos), en la industria automovilística (Asociación Nacional de los Fabricantes de Vehículos Automotores) y en las transnacionales y mega-conglomerados nacionales de telecomunicaciones (Sindicato Nacional de las Empresas de Telefonía y del Servicio Móvil Celular y Personal) capitaneados en el Brasil por la Telefónica de España y en la fusión absurda que se dio entre las operadoras Brasil Telecom y Oi una elevada concentración de mercado, seguida por la compraventa de parte de la nueva super-empresa por personas de Portugal Telecom.
No paró allí. En los medios, frente de batalla prioritaria en el embate político-electoral, se abrió un vacío entre los líderes del oligopolio nacional de las comunicaciones. De un lado, las familias Marinho (Organizaciones Globo), Mesquita (periódico O Estado de São Paulo), Frias (periódico Folha de São Paulo) y Civita (Editora Abril-Naspers) se alineaban con Serra. Del otro, grupos del porte de la Iglesia Universal del Reino de Dios (Red Record), de la Telefónica de España (portal Terra), del periodista Mino Carta (Carta Capital), del Grupo Tres (Revista Istoé) y de parcela del patronato de la radiodifusión (entre la Asociación Brasileña de Emisoras Radio y Televisión – liderada por la Globo – y la Asociación Brasileña de Radiodifusión – liderada por la Red Bandeirantes, de la familia Saad), se alineaban con Dilma.
Resaltamos este aspecto, pues la lucha política migró hacia el espacio mediático, que de público poco o nada tiene, y la coalición gubernista, pragmáticamente, optó por la solución del ex-presidente populista Getúlio Vargas encontrando su -en este caso, sus- Samuel Weiner, periodista brasileño famoso por defender al jefe del Ejecutivo de la época (que recibió préstamos específicos para crear una cadena nacional de periódicos, la extinta por los militares, Última Hora). Podríamos seguir narrando las composiciones con agentes económicos líderes de los respectivos oligopolios del capitalismo existente en el Brasil, pero basta resaltar el perfil agro-exportador del Brasil y la relación más que promiscua entre el Ministerio de Agricultura y el latifundio, donde el concepto de agro-negocio -comandado por las transnacionales industriales y grandes propietarios de tierra- está en el centro de las preocupaciones del gobierno Lula para el sector primario.
Más allá del sectarismo, ¿por qué estamos peor organizados?
Lo que nos asusta es el lado de acá del mostrador. Lula deja el poder consiguiendo una proeza paradojal. Sería incorrecto decir que los brasileños y brasileñas viven en condiciones peores que hace ocho años. No sería justo. A la vez, sería tan o más incorrecto afirmar que las fuerzas sociales, muchas de ellas aún tributarias del mismo proceso de reivindicaciones y protagonismo de lucha popular de los años 80, la misma matriz del PT y su líder histórico, están más articulados.
Nuestras entidades y movimientos populares están peor organizados, movilizan menos, se milita menos. Existe un distanciamiento mayor entre dirigentes y bases. No hay una entidad que sea transversal a los movimientos (como una central o confederación sindical más a la izquierda y libre de las prácticas del viciado aparatismo y de la disputa sectaria de corrientes).
El propio Movimiento de los Trabajadores Sin Tierra (MST) pierde su capacidad de liderazgo de la lucha popular una vez que se desvanece en posiciones tenues y amenas, terminando por ir al encuentro del Gobierno Federal y del «mejorismo», término usado para la opción del que avanza al menos un poco. Para quien juzga que exageramos, sugerimos que lean los debates en la interna del periódico Brasil de Fato (defensor de las candidaturas de Lula y Dilma) o simplemente converse con la militancia detentadora de algún nivel de responsabilidad.
Electoralmente, los índices fueron mínimos. Partidos tipo copias del PT de los anos ’80, como el Partido Socialismo y Libertad (PSOL, estilo frente popular), o los trotskistas, Partido Socialista de los Trabajadores Unificados (PSTU), Partido de la Causa Obrera (PCO) y Partido Comunista Brasilero (PCB, ex línea de Moscú) no son la misma cosa. Poseen diferencias de orígenes políticos (resaltándose el PCB) y tampoco representan alguna forma de consenso de la izquierda que aún cree en la vía electoral. Sus resultados ni siquiera pasan del 1% de las intenciones de voto y el escrutinio no vino acompañado de un avance de las luchas sociales a ser galvanizadas a través de la participación en las reglas de la democracia de tipo liberal y representativo. Es difícil crecer electoralmente en coyunturas de poca o ninguna movilización y donde la tensión social está ausente de la política.
Ya de la parte de las organizaciones políticas que no optan por la vía electoral dentro del sistema – siendo esta la opción de estos dos analistas – lo que se ve es una gran oportunidad de crecimiento cualitativo, donde sea explícito un proyecto político para el cortísimo y corto plazo (dos y cuatro años, respectivamente). Será necesaria una madurez de otro tipo, cuando las minorías activas tengan que comprender que la sensación popular es que sus vidas mejoraron y, a la vez, los proyectos de poder de transformación profunda están más distantes de lo que estaban a finales de los años 80. Como uno solo, el movimiento popular brasileño está mucho más confuso de lo que estaba en la segunda mitad de los años 90, en pleno auge del neoliberalismo y de la Era Fernando Henrique Cardoso (PSDB/DEM).
Se trata de una paradoja de difícil comprensión para quien tiene prisa, y es difícil hacer política apresuradamente. De un lado la masificación reivindicativa se complica, una vez que la sociedad como uno todo (incluyendo los sectores de clase tradicionalmente organizados) está más desorganizada, fragmentada y dispersa. Del otro, el romper con las prácticas viciadas y el manifestar una cultura política distinguida puede y viene atrayendo significativamente militantes con trayectoria inmaculada y que no concuerdan con las vías del legalismo-reformista (como la ilusión de hacer política radical a través del Poder Judicial y del Ministerio Público).
Menos aún con el reparto de puestos de poder junto a enemigos históricos (como ejemplo, la leva de representantes de la dictadura militar presentes en los ocho años de Lula), y con el espacio enorme dado y garantizado a sectores oriundos del sistema corporativo (como la Fuerza Sindical, la Central General de los Trabajadores del Brasil – CGTB y la recalcitrante Unión General de los Trabajadores-UGT). La fractura sindical que lleva a construir la Central de los Trabajadores y Trabajadoras del Brasil (CTB) es declaradamente una disputa por recursos derivados de la legalización de las centrales sindicales y refleja también una aproximación -en función de clivaje electoral – del Partido Comunista del Brasil (PC do B) y del Partido Socialista Brasileño (PSB). Romper con estas prácticas es algo muy factible. La lucha sindical abre un océano de perspectivas de crecimiento con calidad de la militancia reclutada y es posible hacer de esta una vía que dé oxígeno para las agrupaciones más a la izquierda y programáticamente distante de las urnas.
Apuntando conclusiones
Es duro admitir que la guerrillera que cayó de pie y no habló bajo tortura, resistiendo con dignidad los suplicios de una dictadura militar, no representa siquiera un proyecto reformista. Es más duro aún admitir que esta misma persona, una mujer, representa por sí sólo una quiebra de paradigma. Y, por fin, lo más duro de todo es percibir la forma como se gobernó en los últimos ocho años y cuánto ésta práctica política está distante de la tensión social necesaria para aumentar los niveles de organización popular para poder, de hecho, acumular fuerzas rumbo a un cambio profundo. Lula tiene más del 80% de aprobación y esto no implica (ni podría implicar) una guiñada a la izquierda del pueblo brasileño. Repetimos, es hora de reflejar y buscar la consistencia a través de un crecimiento cualitativo, rompiendo con la cultura política viciada y dirigista.
Entender este momento y hacer política para él es una actitud constructiva. Es diferente de afirmar que el «mejorismo» de la coalición de centro-izquierda es idéntico a la histeria conservadora y reaccionaria de la coalición de centro-derecha. Afirmar eso sería incorrecto y absurdo. Los proyectos que llegaron al segundo turno no son idénticos, y aunque a través de Dilma las políticas sociales permanezcan, es preciso tener la firmeza y la madurez para asumir que hay gobiernos de turno que mejoran la vida de las mayorías y no construyen proyectos de poder para que estas mismas mayorías sean dueñas de sus destinos. Este es el caso brasileño y continuará siéndolo en los próximos cuatro años.
Si el objetivo determina el método según las condicionalidades, los sesenta días restantes del año sirven para generar la reflexión necesaria acerca de las condiciones de existencia y expansión de la propuesta que lleva a organizar desde abajo, acumulando fuerzas -a través de la lucha popular en su forma directa- en el sentido de la radicalización de la democracia a través de su forma directa y participativa, socializando recursos y poder entre las mayorías. Hacer oposición desde la izquierda no es tarea fácil. Hay mucho trabajo por delante.
Bruno Lima Rocha es politólogo (phd), docente universitario y periodista profesional. Rafael Cavalcanti es estudiante de periodismo y actúa en la comunicación sindical. Los dos militan en el frente de medios del Elaopa.org y concentran sus trabajos de análisis en el portal Estratégia & Análise (www.estrategiaeanalise.com.br)
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