Durante la primera ola de la pandemia (marzo-julio 2020) seguí a rajatabla las instrucciones de Sanidad para mayores de 70 años. Confinamiento total, caminatas dentro de mi propia vivienda, recepción de alimentos frente a la puerta cerrada de mi departamento, etc.
En algunos de los círculos sociales cercanos había quienes competían con fórmulas para poder evadir las restricciones. Salir de compra dos y tres veces al día, por ejemplo. Se trataba casi de una cuestión de prestigio y de valentía, de la que carecíamos los que cumplíamos. Salir a la calle se transformó en un objetivo supremo de algunos, aunque entiendo que en el caso de padres con niños y algunas otras situaciones, era necesario. Yo tengo una excelente nevera y los alimentos frescos que me traían me duraban casi 15 días. Un amigo pretendía convencerme que para él era indispensable comprar alimentos frescos a diario en un mercado, habiendo salido ya más temprano a comprar el periódico y a fumar un cigarrillo en el café de la esquina.
Me encontraba sola en casa, y pude disfrutar de un tiempo productivo leyendo y escribiendo. También participaba todas las noches en reuniones por zoom con mis compañeros de Salud Pública que me han incluido a pesar de no pertenecer a la profesión médica. Mucha comunicación con el amplio mundo aprovechando las nuevas e instantáneas formas de hacerlo. Me sentía bien y sólo me hacía falta la presencia esporádica de mis hijos. El no haber cerrado mi pequeña terraza hacía que me sintiera rodeada de un jardín.
Tres o cuatro meses mas tarde, Madrid dejó de estar en confinamiento y yo había reiniciado mis actividades habituales, aunque con las restricciones indicadas. En todo momento con mascarilla y con hidroalcohol en las manos. En ningún momento visité amigos, ni comí en un restaurante o me tomé un café en un bar, aunque eso no estaba prohibido. En alguna ocasión invité amigos a casa de a dos a la vez para poder mantener la distancia social.
En esa etapa, viendo bares y cafeterías abarrotados y acordándome de la transmisión por aerosoles, llegué a la conclusión de que era muy poco lo que yo podía hacer para contribuir socialmente a disminuir los contagios, aparte de lo que ya hacía. Casi dejé de pensar en el tema y salí de vacaciones con mis hijos, cosa que estaba permitido. Al regresar, volví a limitarme a lo que estaba permitido en ese momento.
Después de años de gobiernos del PP, del manejo de la crisis financiera del 2008, y de neoliberalismo a ultranza, la Sanidad Pública en la Comunidad de Madrid continúa sin ser una prioridad, sino una forma de crearle oportunidades al sector privado, destruyendo la sanidad pública. Es necesario agregar que la Sanidad es competencia descentralizada a las Comunidades y que la Presidenta de la Comunidad de Madrid, no por ser mujer –como alguien pudiera pensar– no es una persona fiable. Mas bien es una persona de muy pocas luces – lo demuestra al hablar en público – y una mentirosa compulsiva, especialmente si necesita adornar alguna afirmación estrafalaria o alguna situación que la incrimina.
Por esos días se vivía en Madrid una batalla campal entre el Gobierno (coalición PSOE y Podemos), que con sus más y sus menos corresponden a la Social Democracia, y la Comunidad Autónoma de Madrid (coalición PP, Vox y Ciudadanos), que en líneas gruesas corresponden a la derecha tradicional y a la derecha ultra o franquista. El motivo aducido ha sido la forma de manejar la epidemia aunque la realidad es bastante más compleja.
Madrid ha sido uno de los epicentros de la crisis sanitaria. La epidemia arreciaba y la Comunidad de Madrid no hacía más que poner palos en la rueda a cualquier propuesta del Gobierno. No se cumplieron los compromisos para la desescalada de la Primera Oleada, no se usó el dinero adicional recibido para contratar rastreadores, ni para reforzar la Atención Primaria, ni para contratar mas personal, ni para mejorar las condiciones indignas de los contratos de los sanitarios. El Gobierno ha tenido demasiado paciencia, imagino que por razones políticas que desconozco. ¿O será debilidad del Ejecutivo? Días más tarde, desde mi cama en el hospital y no teniendo energías para escribir mucho mas, repetía la frase: “¿Hasta cuándo?” Se sobreentendía a que me refería. “¿Hasta cuándo el Gobierno va a permitir a la Presidenta de la Comunidad de Madrid poner en riesgo a los madrileños?”
El 9 de septiembre sentí los primeros síntomas. Pensé en una gripe para lo cual mi remedio favorito siempre ha sido un pisco sour y un paracetamol antes de dormir. Tuvo que ser un orujo sour porque pisco no tenía. El día 11 ya estaba peor y a la tos seca insistente se agregó fiebre, dolor de cabeza y afonía. Mi superseguro internacional que conservo desde mis tiempos como funcionaria de Naciones Unidas, que cada vez cubre menos gastos, nos había advertido al comienzo de la pandemia que no se haría responsable de gastos por COVID-19. Puse a funcionar el mecanismo COVID que se nos había indicado desde el Ministerio de Salud. Llamé al numero COVID de Madrid donde me hicieron una serie de preguntas, me agradecieron la información y me dijeron que si había cambios les avisara. Me recomendaron contactar también telefónicamente al consultorio de mi barrio.
En el consultorio –cuando logré que me contestaran– me hicieron las mismas preguntas y me dijeron que esperara la llamada de mi médico de cabecera (a todo español le han asignado uno). Me llamó el médico y me indicó acudir al consultorio para hacerme una PCR. Afortunadamente queda a unos 200 m. de mi casa. Por el camino iba advirtiendo a diversos grupos de personas con los que me encontraba que se pusieran las mascarillas (que por lo demás era obligatorio) porque yo iba contagiosa, o que al menos me abrieran paso con distancia social para poder llegar al consultorio sin contagiarlos.
El médico constató lo enferma que estaba y me dijo que me llamaría por teléfono a darme los resultados. Que volviera a casa a tratarme con paracetamol y a medirme la saturación (nivel de oxígeno que logra llegar a la sangre, siendo 95% un nivel considerado aceptablemente bueno y bajo 90%, de gran preocupación) con un saturómetro (o pulsioxímetro) que en los días que corren es tan o mas necesario que el termómetro. Afortunadamente lo venden en farmacia sin receta. Lo hice durante todo un fin de semana.
Entretanto mis amistades preocupadas y cargadas de amor me recomendaban los tratamientos más diversos. De haberlos seguido todos, creo que se habría armado un cóctel molotov. Una joven médica, condiscípula de mis hijos, me acompañó a diario, telefónicamente, durante todo el proceso, resolviéndome dudas y entregándome indicaciones imprescindibles.
Los resultados dieron COVID-19 positivo por lo que me hicieron ir al consultorio dos veces a auscultarme los pulmones. La segunda vez me dieron un volante para ir al hospital que me correspondía, a hacerme una radiografía porque eso no era posible en el consultorio. Pregunté cuál sería el medio en que me debía trasladar habida cuenta de que no tenía vehículo propio y que estaba contagiosa. La respuesta fue: ¡en transporte público! Pregunté si tendría que llamar al gimnasio y al supermercado a avisarles de mi contagio. La respuesta fue negativa y se me dijo que no había capacidad rastreadora y que la infección ya era comunitaria y no de brotes específicos. Que en cualquier caso esa no era mi tarea.
Me dijeron en el consultorio que mis hijos tendrían que hacerse una PCR para descartar posible contagio. Uno de ellos que había estado a diario conmigo resultó ser COVID positivo aunque asintomático. Lo pusieron en cuarentena durante 14 días. Para desconfinarlo, no volvieron a hacerle una PCR sino algunas preguntas por teléfono. A mi otro hijo se le informó de que no la necesitaba porque era asintomático y en lugar de haber estado conmigo el día anterior había estado cuatro días antes.
Acudí al hospital ese mismo día, 16 de septiembre, en taxi porque me sentía demasiado mal como para ir en autobús y porque de ese modo contagiaba a uno y no a cuarenta. Pensaba que en un par de horas estaría de regreso a casa por lo que sólo llevaba mi tarjeta sanitaria, mi teléfono y algo de dinero. Nada más. Después de muchas esperas, cribados y cambios de lugar de espera, me hicieron un escáner. Volví a la sala de espera en que con mi pequeño teléfono me comunicaba con mis hijos hasta que se agotó la batería. Nadie me hablaba de los resultados ni de cuál sería el próximo paso a dar.
Finalmente me pusieron la pulsera de ingresos y me llevaron a una sala que yo llamo la “sala de guerra”. Una sala enorme con muchas camas con pacientes de todas las gravedades, edades y géneros. Como no había camas disponibles, me tuvieron sentada en una silla. Sólo se desocuparon camas cuando hubo un traslado masivo de varios de estos pacientes a otro hospital. Haber conseguido una cama fue un gran logro porque podían comenzar a tratarme: paracetamol y corticoides intravenosos, más heparina inyectable para evitar coágulos. Rápidamente me fui haciendo oxígeno-dependiente. Entretanto preocupada por no poder contactarme con los hijos. Por su parte los hijos intentaban encontrarme porque cuando se fue la batería ya se veían venir las malas noticias. El personal me aseguraba que los informarían de mi ingreso y que les dirían que me hacía falta un cargador para mi teléfono. No lo hicieron.
Se repetía la pregunta: ¿Dónde se contagió? La respuesta era evidente: “no tengo cómo saberlo” y repetía los lugares donde había estado durante los últimos días. Vecinas de misa diaria consideraban que yo me habría contagiado en el gimnasio. ¿Será que una iglesia de barrio iba a ser menos contagiosa que un gimnasio municipal con aforo muy limitado y con medidas especiales para evitar contagios? Un amigo me recriminó por haber salido de vacaciones, siendo que él también lo había hecho. Considerando las fechas, el contagio no estaba relacionado con mis vacaciones.
Había que despejar la “sala de guerra” por lo que tan pronto se desocupó una cama, me trasladaron a la planta Cirugía maxilofacial transformada en planta COVID-19, con diagnóstico de neumonía bilateral y con el mismo tratamiento. Yo la llamaba la “planta chapuzas” porque evidentemente había personal muy joven en capacitación. El extremo fue cuando el chico al que mandaron a tomarme la tensión arterial, que habrá sido un celador, no lo había hecho nunca y me pidió ayuda. Como yo tampoco lo había hecho nunca, tuvo que rendirse y pedir refuerzos. El médico en lugar de ser una figura de autoridad a mí me parecía un cervatillo asustado. Les ahorro los múltiples pequeños incidentes nada gratos que no valen la pena y me concentro en mis compañeras de habitación.
La primera era estupenda, una mujer joven, abogada, que trabajaba en un conglomerado mediático ocupándose de derechos de autor. Ella ya estaba negativa y se encontraba en los procedimientos de alta que para el COVID duran unos dos días. Hablábamos de mil cosas hasta que salió el tema de Isabel Allende e Inés del alma mía. Eso me dio pie para explicarle lo que fue la conquista española y de cómo no todos los indígenas eran iguales ni pertenecían a las mismas culturas, profundizando en los mapuches y en la figura de Lautaro. En eso nos vino a atender un celador peruano del Cuzco, que se sumó encantado a la conversación hasta que un grito de la supervisora lo devolvió a su triste realidad.
El ruido era impresionante. No sólo que los españoles por naturaleza hablan muy alto y porque con tanta mascarilla y pantalla protectora al personal se le dificultaba oír bien, sino que además el sistema en que actuaban era en equipos de a tres personas. Dos se ponían EPIS (Equipos de Protección Individual) y entraban a atender a los enfermos. Una se quedaba afuera y pasaba los elementos que se pudieran necesitar y tomaba nota de las mediciones que se hacían adentro. “38,5 de temperatura”. “¿Para la uno?” “No, para la dos”. “94 de saturación”, “¿Para la dos?” “No, para la uno”. Eran los gritos necesarios que se escuchaban con frecuencia. Yo era la uno y mi compañera era la dos.
La compañera que la sucedió también era estupenda. Una modista ecuatoriana cuyo marido cuidaba a un anciano con COVID. Con evidente sobrepeso, tosía y lloraba frecuentemente. Como ante cualquier contratiempo se daba vuelta hacia la pared llorando, sintiéndose frustrada, me di cuenta de que a ella no podía enseñarle historia ni nada por el estilo. Más bien había que enseñarle a luchar en lugar de llorar. A todo esto yo empeoraba y tuve un conato de desmayo camino al baño. Ella tuvo que avisar. Mala cosa porque me lo prohibieron. La experiencia indicaba que casi siempre que alguien pedía ayuda para ir al baño recibía la respuesta standard, “aguante hasta que haya alguien que pueda ayudarla”. No cabe la menor duda de que el hospital estaba colapsado. No habíamos visto un médico en todo el fin de semana y no era porque estuviéramos fuera de peligro.
Finalmente conseguí un tubo largo para el oxígeno con lo que pude volver a ir al baño cuando lo necesitaba, sin riesgo de desmayo por hipoxia. Quedé a la espera de conseguir un esparadrapo para envolver la unión de tubos porque se me desarmaba frecuentemente, ante cualquier movimiento, sin que yo me diera cuenta. No habían conseguido bajarme la fiebre. Parecía que empeoraba. Me cambiaron un par de veces la forma y la cantidad en que me daban oxígeno.
Llegó una persona que se interesaba por conocer mis posibles contagios del pasado. Me explicó que hacían un estudio buscando la posibilidad de contagio COVID por la vía de células durmientes de antiguas enfermedades tropicales. ¿Cómo pudo saber que yo era la persona adecuada para ese tipo de preguntas? Debo de haber estado muy enferma porque en ese momento, no se me ocurrió preguntarle. Le informé de que viví seis años en zona de malaria endémica en África, pero tomando profilácticos cada vez que me desplazaba por regiones de riesgo. De hecho nunca tuve un episodio de malaria. Lo que sí tuve fueron los efectos dañinos terribles para los ojos de la cloroquina, que era el profiláctico habitual. También dije que trabajando en Centroamérica participé en la lucha en contra de una epidemia de dengue hemorrágico y otra de cólera. Además le informé de que durante años trabajé circulando con mucha frecuencia por todas partes del mundo, especialmente por el Tercer Mundo.
Tras cinco días hospitalizada, el día 21 me informaron que me trasladarían a Neumología donde podían cuidarme mejor. Pero pobrecitos mis cuidadores, ni eso fueron capaces de hacer sin tropiezos. Dos celadores me sacaron con cama y todo, con oxígeno portátil, rumbo a Neumología. Cuando llegamos nos recibieron a gritos llevándose las manos a la cabeza. Mis celadores también respondieron a gritos. Se trataba de una equivocación. Resultado final, para gran sorpresa de mi compañera, me devolvieron a la “planta chapuzas” al mismo sitio en que estaba antes, que afortunadamente aun no había sido ocupado por otro paciente. No me dieron explicación alguna y yo no había logrado entender nada de lo ocurrido.
Desde Chile mi hermana médica, preocupada, llevaba una semana insistiendo en que pidiera Remdesivir. De más esta decir que uno no pedía nada. Le daban el tratamiento que le daban y punto. Por si acaso pregunté. Me dijeron que el Remdesivir estaba agotado en España. Ella, pensando que el mundo es tan injusto como lo es en Chile, me recomendó comprarlo en el sector privado. Tuve que aclararle que aquí el sector privado no tiene esos privilegios. Que si está agotado en el sector público está agotado en España. Más adelante me dijeron que tenían Remdesivir pero que yo no calificaba para tomar ese medicamento.
Como yo pasaba hambre, mi hermana, con todo cariño me recomendaba hacer llamar a la nutricionista para solucionar el problema. Tuve que recordarle que no estaba en una clínica privada sino en un gigantesco hospital público colapsado. ¿Quién era yo para llamar a la nutricionista porque tenía hambre estando rodeada de tragedias mucho peores? Yo, ingenua, interpretaba que si tenía hambre sería porque no estaría tan enferma.
Desde Nueva York ocurría algo parecido. Un médico amigo insistía en que pidiera radiografías cada dos o tres días y otro escáner para poder hacer un seguimiento efectivo. Olvidaba que yo no estaba en el Monte Sinaí de Nueva York sino en la “planta chapuzas” y que yo no era nadie para pedir nada. Le parecía inconcebible que hubieran pasado cinco días de hospitalización sin mecanismos para constatar mi evolución. También le preocupaba muchísimo lo del traslado fallido. No le parecía posible. Para mayor complicación, yo me comunicaba muy mal con mi teléfono. El teclado era muy pequeño y yo poco hábil.
Finalmente, unas horas más tarde, el mismo día 21, me trasladaron exitosamente a la Planta Neumología donde me recibió el médico jefe, quien me informó de que había sido trasladada a donde se ocupan de los pacientes más enfermos porque nos podían dar mejor seguimiento. ¡Primera noticia de que estaba tan grave! Después supe que el escáner del día 16, al ingresar, me había salido muy feo, incluso con derrame pericardíaco. Me catalogaron en grado de gravedad 6 de un total de 6. Sabía que el próximo paso era la UCI. Me llenaron de electrodos, me pusieron un saturador permanente en un dedo y quedé enchufada a un monitor que mostraba mis constantes vitales en todo momento y que hacía sonar una alarma naranja si detectaba algo mal y roja y muy sonora si había algo realmente grave. Yo aprendí a leerlo: saturación, ritmo cardíaco, tensión arterial, etc. Los que podían manipularlo, tocaban la pantalla y obtenían mayor información de lo que indicaba la pantalla inicial. Pero hasta ahí yo no llegaba.
Dos médicos se ocupaban de mí. Uno era el médico tratante y la otra la médica enlace con la familia y con otras especialidades. Ella llamaba por teléfono todos los días a mi hijo mayor, al que le ha tocado hacer de jefe de familia, y le hacía un informe verbal de mi situación. Este repartía la información por whatsApp a muchísimas personas que habían preguntado por mí. A su vez estas lo repartían a otras en una gran red de solidaridad y cariño que abarcaba a varios continentes y que me acompañaba en esta odisea. Si todos me hubieran contactado a mí directamente, no habría podido responder y el agotamiento habría sido mayúsculo. Había pedido que nadie me llamara por teléfono porque me cansaba mucho contestar, porque nunca se sabía que gran lío iba a haber a mi alrededor, y porque con tanta mascarilla, nariguera, y pulmones maltratados, mi voz no daba para mucho y mis pulmones menos.
Rápidamente fueron descartando por insuficientes las diversas formas de proporcionarme oxígeno y me pusieron en un sistema que llaman Gafas de Oxígeno de Alto Flujo con lo que se evitaba entubarme. Me pusieron 50 lt/min de oxígeno y me bajaron la fiebre con lo que logré saturar a 98%. El Oxígeno de Alto Flujo es tibio y húmedo para que el cuerpo lo resista mejor. A pesar del daño que causa a las fosas nasales, yo lo encontraba maravilloso porque había decidido interpretar el sonido que emite, como el sonido del mar, y eso me ayudaba a dormir. ¿Dije dormir? Tal vez la primera noche que estuve en Neumología fue la última noche en que dormí mas de dos horas seguidas.
Yo había pasado a una etapa superior. Mis hijos me habían traído el Kindle lleno de literatura. Leía, leía y leía: Cervantes, Unamuno, Schiller, y otros, con lo que me aislaba de las tragedias que ocurrían a mi alrededor y que yo no podía aliviar. Una noche una enfermera me dijo: “Duérmete Ximena, ¿por qué lees hasta tan tarde?” Le contesté que no me merecía la pena intentar dormir para despertar sobresaltada a cada dos por tres. La compañera de habitación requería de atención frecuente, día y noche. Las enfermeras se quejaban diciendo: “¡Con todo lo que hay que hacer!…” Dejaron de acudir con tanta frecuencia. Una noche le pitaba el monitor a tope con la luz roja encendida y tuve que tocar el timbre para que vinieran a atenderla. Parece que estaba grave. Finalmente después de muchas crisis se la llevaron a la UCI. Fue reemplazada inmediatamente por una nueva compañera con varias complicaciones adicionales –sobrepeso, un pie quebrado y una bomba que le sacaba líquido de los pulmones. Nunca supe por qué. Ella siempre estaba llamando solicitando atención, la mayoría de las veces a gritos desesperados.
El día 22 volvieron a hacerme una radiografía que calificaron de peor que la anterior, lo mismo que la del día 24. Me agregaron inhalaciones de Symbicort. No volví a tener una radiografía indicando mejoría hasta el día 30. Todo esto lo he sabido después. A mí sólo me daban las buenas noticias y ninguna de las malas. Con las PCR no tuve una negativa hasta el día 29 y se confirmó con una segunda PCR negativa el 1º de octubre.
A recomendación de mi hermana, le había preguntado a la doctora por Rehabilitación Respiratoria. De momento no era posible pero en cuanto vieron que yo ya estaba en condiciones, vino una fisioterapeuta que me enseñó una serie de ejercicios respiratorios. Volvió dos días mas tarde para revisar si los había aprendido bien. Me contó que sólo estaban dando servicio ambulante y muy limitado porque la Sección Fisioterapia había pasado a ser Sección COVID.
No me dormía por ningún motivo hasta que no pasaban ofreciendo jugo de fruta o leche por la noche. Yo que siempre había preferido agua a un jugo artificial, soñaba con ese jugo de piña. Había avisado a mi Doctora que necesitaba más comida. Entonces me cambiaron de Menú Adulto Mayor Blando a Menú COVID-19 Básico. No veía la gran ventaja porque si bien me daban fruta fresca en lugar de procesada, me habían reducido de 4 panes Pistola 60 gramos a sólo dos diarios. En circunstancias normales, jamás habría comido ese pan, pero habiendo hambre… De hecho basé mi estrategia de resistencia conservando el pan de la cena para poder suplementar el menguado desayuno y el del almuerzo para suplementar la merienda. Los sobrecitos de azúcar que yo nunca he consumido, los guardaba para entretiempos cuando el hambre arreciaba. Alguien me explicó que son los corticoides los que dan hambre. Yo creo que la obsesión con el hambre no habría sido tanta si las bellas y castas damiselas de las Novelas Ejemplares de Cervantes hubieran sido menos aburridas o si yo hubiera tenido un tejido, un bordado o papel y lápiz como para haberme inventado un proyecto de Arquitectura.
Avisé a la doctora que tenía conjuntivitis. Al día siguiente vino el oftalmólogo que habrá tenido una vista privilegiada. Me miró desde fuera de la habitación, o sea a una distancia de unos 8 o 10 metros y me recetó gotas hidratantes frecuentes. Funcionaron. Yo creo que el problema era que la mascarilla mandaba hacia arriba el flujo de oxígeno que se escapaba de la nariguera y eso secaba los ojos. Supuse que el oftalmólogo lo veía en casi todos los enfermos y ya lo esperaba. No era que fuera adivino.
Al ir mejorando, me fueron cambiando a flujos menores de oxígeno hasta quitármelo del todo cuando comprobaron que seguía saturando bien. Era un alivio estar conectada a menos tubos o cables, aunque echaba en falta el sonido del mar. Me los habían desconectado uno tras otro a medida que mejoraba. Ya pudieron sentarme en una silla al lado de mi cama. Yo deambulaba por mi lado de la habitación. O sea unos cuatro pasos para cada lado; el largo de la cama.
Creo haber sido la única paciente que agradecía cualquier pequeño servicio que se me prestaba y que procuraba aprender los nombres de las personas que estando tan disfrazadas resultaba casi imposible reconocerlas. Intentaba dar los menos problemas posibles pero sin dejar de defenderme en lo importante. Decían que ayudaba mucho evitándole esfuerzos a las enfermeras. Lo que se estropeaba yo lo arreglaba. Me gritaban desde afuera cómo hacerlo y yo lo hacía funcionar, evitando así que alguien hubiera tenido que ponerse un EPI para entrar a resolverlo. Lo que no hacía, por ningún motivo, era intentar atender a mi compañera porque no estaba calificada para ello y porque habría pasado a llevar las normas de higiene.
Comenzaron a darme Dexametasona (corticoides) en comprimidos en lugar de intravenoso. Yo de inmediato interpreté que comenzaban a prepararme para darme de alta. Continuaron con la heparina diaria que inyectaban en el estómago. Ya no tenia fiebre y nunca me había dolido nada por lo que ya ni recordaba cuando había necesitado el último paracetamol.
Yo no recibía visitas familiares porque un hijo seguía en cuarentena y yo no quería por ningún motivo que se contagiara el otro. Yo veía que mi compañera estaba muy enferma, especialmente juzgando por como pasaba las noches y porque no comía. Sin embargo cuando llegaban sus visitas enfundadas en sus EPIs. se producía una situación mágica. Ella se animaba inexplicablemente, y les contaba lo bien que se encontraba. Una noche tuvo una emergencia grave. Corría el personal a atenderla. Se hizo una junta de médicos alrededor de su cama. Yo leía una novela de ciencia ficción para aislarme. El Jefe del Mundo no era Trump sino una computadora que se llamaba Vulcano. A la compañera le hicieron una serie de procedimientos y no paraba la actividad alrededor de su cama. Era difícil aislarse. Las conversaciones eran necesariamente a voces porque los equipos de protección dificultaban la audición y además los que atendían debían interactuar con personal que se quedaba en el pasillo. La situación parecía grave, tanto que se agregó al equipo una enfermera jovencita, encantadora, que rezaba.
Mucho mas tarde me enteré de que la compañera había tenido un neumotórax y unos cuantos problemas adicionales. Ella dejó de llamar y gritar. Como ya no hablaba, sus visitas querían hablar conmigo. Yo lo evitaba sugiriendo que preguntaran al médico. Lloraban. Le hablaban. Como no contestaba, le daban voces. Suspendieron las visitas. A la noche siguiente, se repitió la crisis. Llegó un momento en que el médico la dejó sólo con oxígeno y con suero y le apagó el monitor. Habían corrido la cortina entre ambas, a pesar de que yo había dicho que por mí no era necesaria, y que por lo demás no funcionaba muy bien. Yo supuse que estaban esperando que muriera sin que yo me impresionara. Volvió la enfermera a rezar. La compañera estaba en total silencio pero hubo gente entrando a atenderla noche y día.
Repentinamente me dí cuenta de que habría habido una contraorden porque volvieron a ponerle múltiples tubos e intravenosos. Aguantó así dos días más y finalmente una noche se armó un operativo gigantesco sobre su pobre cuerpo que duró más de una hora y que involucró a muchas personas. A pesar de la cortina, yo veía todo reflejado en la pantalla de la televisión. Finalmente ella falleció rodeada de mucho personal sanitario, sin faltar la enfermera que rezaba. La prepararon y la pusieron en una bolsa para cadáveres. Al rato volvieron corriendo a abrir parcialmente la bolsa para que se le asomara la cara. Entró un sólo familiar un par de minutos para reconocerla. La volvieron a encerrar en la bolsa y la dejaron conmigo de única compañía por un par de horas, hasta que se la llevaron.
Yo he recordado a mis hijos de que he hecho un Testamento Vital que habría evitado lo que le han hecho a la compañera. Este estipula claramente que cuando yo ya no tenga recuperación posible, no deseo que me mantengan viva artificialmente. Ni siquiera la enfermera que rezaba podría haber hecho cambiar esa voluntad expresada previamente, en plenas facultades y registrada en Sanidad.
Se me ocurrió que se podría dormir aunque fuera unos minutos. Pero tampoco. Para qué me iban a dar tregua. Por lo demás se necesitaba la cama para otra enferma. Avanzada la madrugada pareció una persona a desinfectar tubos y demás accesorios y a tirar a la basura todo lo desechable. Como no tenía con quien hablar, mientras trabajaba, ella hablaba sola, especialmente quejándose del exceso de esfuerzo y de las penurias del exiguo personal sanitario. Se sabe que deben doblar turnos y esperar con angustia a saber si en cualquier momento se van a contagiar o si a final de mes les van a renovar los contratos basura.
Esperaba que se iniciaran las actividades del día leyendo a Benito Pérez Galdós. Como todos los días, éstas se inician a las 6:00 AM, esta vez con un estruendo inusitado. Habían equivocado la forma de disponer de la basura que quedó de la compañera fallecida: la bomba para extraer liquido pleural, los hierros que le inmovilizaban el pié, etc. Cuatro personas hablando, regañando y faenando. A uno le dio apuro, reconoció mi existencia, me dio los buenos días y me preguntó que cómo había dormido.???? Cuando ya estaba bien despierta, me apagaron la luz. Yo esperaba que en cualquier momento llegaran las celadoras a desinfectar la cama y que alguna pobrecilla me volviera a preguntar si he pasado buena noche. A mí me bastaba y me sobraba con que me dieran jabón y toalla junto con un camisón limpio para salirme de la cama, asearme y comenzar a soñar con el desayuno. A pesar de los pesares le había pedido a mi Doctora que por favor no aceleraran mi regreso a casa porque quedaría en manos de un consultorio colapsado.
Menos mal que no me había acostado a dormir la tan necesaria siesta. Se produjo un guirigay impresionante porque había llegado la nueva compañera. Esta vez se trataba de una señora o muy poco considerada con los demás, o enferma mental. Lamentablemente no pasaría mucho tiempo antes de que lo averiguáramos. Resultó ser un incordio para todo el mundo. Yo pensaba que vendría alguien a estrangularla. He tenido que dar apoyo logístico a las agotadas enfermeras sin atenderla directamente por eso de los contagios cruzados. Ya había pasado la pierna por sobre la barandilla y se había caído de la cama. La gordura la había acojinado así es que no hubo mayor daño.
Gritaba toda la noche llamando a personas que sólo existían en su mente. Se enredaba en tubos y cables y tarde o temprano tenía que dejar de tocar el timbre porque lo había perdido y recurría a gritar incesantemente. Las enfermeras aburridas habían dejado de acudir. Entonces la compañera desarrolló una nueva táctica. Pateaba la ventana que es de esas antiguas con vidrios delgados. Corrían todos a intentar alejarla de la ventana. No dio resultados. Los tuvo corriendo toda la noche y a mí sin dormir. Parece que la que la estrangularía sería yo.
Le propuse al enfermero que dejara la luz encendida en la noche para que ella se encontrara menos desorientada. Dio buenos resultados un par de horas que yo aproveché para dormir. Pero la compañera se inventó una nueva fórmula que agregó a las anteriores. Se quitaba todos los tubos hasta que conseguía hacer sonar la estruendosa alarma roja. Le ponía la TV y aunque ella no entendía nada, se quedaba hipnotizada una horita que yo aprovechaba para dormir. Usando la técnica que aprendí en Kenia me envolvía la cabeza en un paño, con lo que me aislaba de la luz y del mundo. La mejor manera de dormir.
Estaba admirada de mi misma. Había llegado a ser una maestra de la relajación, aguantando gritos inimaginables. Le había pedido al médico que me cambiara de habitación, argumentando que estaba agotada, que la situación ya era rayana en la tortura, que había ejercido al límite mi capacidad de contención. Me respondió que no había dónde. Entonces se me ocurrió una maldad que finalmente no puse en práctica. Pedir consulta con un psicólogo que me enseñara a sobrevivir. La alternativa habría sido tapones para los oídos. Whatever comes first.
Habían sentado a mi compañera a mi lado, pero a ella la habían amarrado a la silla. Seguía gritando a centímetros de mí. Me enojé y le dije que por favor dejara de hacerlo. Que con tanto grito no me dejaba leer en paz. Que era un infierno estar a su lado. Me contestó que yo, mosquita muerta, me callaba como una puta y no ayudaba en nada. Le aclaré que yo no era su enfermera sino que una enferma al igual que ella. Me miró perpleja. Me dijo que ella estaba presa en una cárcel. Yo que me había transformado a golpe de voluntarismo en la persona más gentil del hospital, había llegado a adoptar una posición hostil. Ya había dejado de soñar con la comida. Sólo me preocupaba de mi autodefensa.
La noche siguiente los enfermeros del turno de noche se reunieron a las afueras de nuestra puerta. No pude entender lo que decían. Llamaron a la médico de turno que le hizo una evaluación mental rápida a la compañera. Ésta sabía quién era pero no dónde estaba ni que era lo que le pasaba. Le exigió a la doctora que le apagara la luz y la TV. De ninguna manera, fue la respuesta, porque es temprano, su compañera aún no ha terminado de cenar y está mirando la TV. Puso el grito en el cielo con lo que mandaron llamar a un psiquiatra. Se puso agresiva con las enfermeras hasta el punto de romperles los EPIs. Los gritos fueron a peor y la situación se puso muy fea. Puños, patadas, mordiscos, y ocho personas para reducir a la enajenada. Un ataque psicótico por todo lo alto a centímetros de mi persona.
Sin mayor consejero que mi instinto de conservación me bajé de la cama de un salto y me parapeté entre un pilar y la puerta, consciente de que no podía abandonar la habitación. Y yo, el Peñón de Gibraltar, me dí el lujo de tener una crisis de ansiedad (autodiagnóstico) que tuve que resolver yo misma. Tercianas y sollozos incontrolables. No me despegué de mi improvisado refugio en muchísimo tiempo. Yo, que fui entrenada a mantener la espalda pegada a la pared en situación de peligro, esta vez lo había hecho al revés. Me parecía que lo importante era esconder la cara en el rincón para poder imaginar que no estaba allí. Nadie se ocupó de mi. Finalmente alguien me sacó de allí y me llevó a una cama en lugar seguro donde pude dormir el resto de la noche. Me explicaron que mientras me hubiera mantenido en pié no me habrían atendido. Que estaban entrenadas a evaluar prioridades para decidir a quien atender.
Con mi compañera nueva habitábamos la antesala de una bodega. No había otro espacio disponible. Usábamos muebles dados de baja. Nada de eso me importaba y yo creía estar en el paraíso. Ella era una persona simple pero normal. Cuando la levantaron para llevarla al baño había visto que era obesa mórbida y que usaba una muleta. Nos llevábamos bien y yo la ayudaba lo mas posible dado su movilidad reducida. Ya no me preocupaban las infecciones cruzadas entre ambas porque ya me habían dicho que estaba temporalmente inmune y que no contagiaba.
Nos duró poco la amistad porque rápidamente aceleraron mi proceso de alta. La última radiografía y la analítica, amén de la segunda PCR negativa, lo permitieron. Los médicos expresaron alegría y sorpresa por lo rápido que me he recuperado. Hay que decir que a diferencia de otras enfermas, y a pesar de mi edad que era un factor de riesgo, yo no estaba con sobrepeso, no había fumado nunca y no tenía ninguna enfermedad crónica. Yo creo haber tenido la gran suerte de caer en muy buenas manos de médicos y sanitarios que han sabido cuidarme, y así se los he expresado. También creo que he sido afortunada en haber enfermado antes de que la sanidad pública se colapsara totalmente. Cada vez entraban más pacientes y cada vez eran más jóvenes. Había llegado a tiempo aunque las primeras horas me las haya pasado en la sala de espera. ¡Adiós pan pistola 60 gramos!
Más de un mes y medio después de los primeros síntomas, no no sé si atribuirlo a una consecuencia psicológica del COVID o mi auto-entrenamiento en el hospital de poner una burbuja a mi alrededor para aislarme de los desastres, me he vuelto ermitaña. Desde luego no voy a ninguna parte (no tengo energías suficientes) ni invito a nadie salvo a mis hijos, pero curiosamente ni siquiera llamo a nadie por teléfono. También es cierto que cuando la llamada es algo larga termino agotada y falta de respiración. ¿O será que me ha atrapado el computador? No creo porque además de que he vuelto a escribir ya que tenía pendiente la revisión de pares de un escrito académico, paso bastante tiempo bordando algo que no necesita ser bordado. También de a poco voy aumentando las distancias que consigo caminar.
Pienso en cómo será el futuro cuando no haya COVID. ¿Un montón de gente aislada en sí misma? ¿O la reacción contraria? ¿Gente desbocada tratando de recuperar el tiempo perdido? Me preocupan mucho los niños y los adolescentes, a los que se les pasan etapas de desarrollo en medio de este interregno de tiempo que ellos no pueden recuperar. ¿Cómo hacer para que al menos para ellos el tiempo no sea perdido?
Ximena de la Barra, Madrid 1º de noviembre de 2020.
Imagen portada: Mural de Banksy.