Resumen de la intervención en los Askencuentros, Donosti, noviembre de 2008
Quiero empezar agradeciéndoles a los organizadores su amable invitación a participar en los Askencuentros; es la tercera vez que tengo el honor de hacerlo y espero que no sea la última. Y también quiero señalar la importancia y el valor simbólico que, en estos momentos de total sumisión de la cultura a los poderes establecidos, adquiere el hecho de que nos reunamos alrededor de la figura de Alfonso Sastre, uno de los poquísimos intelectuales de primera magnitud a los que el poder no ha podido ni comprar ni silenciar. Y hablar de Alfonso Sastre es, obviamente, hablar también de Eva Forest, cuya presencia sigue, hoy más que nunca, viva y activa entre nosotros. Gracias, Alfonso, gracias Eva, y gracias a quienes nos brindan la ocasión de reunirnos a vuestro alrededor y de fortalecernos con vuestro ejemplo.
Yo pensaba centrar mi intervención en el trinomio república-democracia-socialismo y en su oposición histórica al trinomio monarquía-aristocracia-capitalismo; pero en sus intervenciones de ayer, y aunque no abordaran el tema de forma directa, tanto Alfonso Sastre como Arnaldo Otegi aludieron a la relación entre república y socialismo, por lo que me limitaré a insistir muy brevemente en el hecho de que, en el marco del capitalismo, no tiene sentido hablar de república ni de democracia. La incompatibilidad es incluso etimológica: «república» viene de res publica, la cosa pública, como nos recordaba ayer Otegi, y «democracia» significa el gobierno del pueblo. Y cuando los grandes medios de producción, las tierras y los recursos naturales están en manos de unos pocos, hablar de gobierno del pueblo o de prioridad del interés público sobre el privado es pura contradicción.
Y esto nos lleva inevitablemente al tema de la revolución. Quienes aspiramos a instaurar una república digna de ese nombre, es decir, una república democrática y socialista (valga la redundancia, pues son términos equivalentes), no podemos incurrir en la ingenuidad de pensar que, en el seno del capitalismo, ello es posible por una vía meramente reformista. El reciente y esperanzador triunfo de la Revolución Bolivariana de Venezuela ha llevado a muchos a hablar de «revolución pacífica», una expresión peligrosa por lo que tiene de equívoca. Si entendemos la paz en el sentido restringido de ausencia de guerra, tal vez sea posible -y ojalá lo sea- una revolución «pacífica», es decir, sin guerra abierta, sin derramamiento de sangre; pero si entendemos la paz como paz social, como ausencia de violencia social, la expresión «revolución pacífica» es una contradicción in términis. Y la propia Revolución Bolivariana es un claro ejemplo de ello. No ha sido una revolución por las armas, pero sí una revolución armada. Si el grueso del ejército venezolano no estuviera con Chávez, la Revolución Bolivariana no habría sido posible. Cuando el veinte por ciento de la población posee el ochenta por ciento de la riqueza, pensar que la situación puede transformarse radicalmente sin que los privilegiados se resistan a renunciar a sus privilegios sería, más que ingenuidad, pura insensatez. Y si tenemos en cuenta, además, que la oligarquía venezolana cuenta con el apoyo del Gobierno de Estados Unidos y del mundo capitalista en general, es evidente que la recién nacida República Bolivariana de Venezuela no podrá consolidarse sin afrontar y gestionar grandes dosis de violencia. La alternativa es sucumbir a la tentación del reformismo y dejar que la revolución se diluya en un mar de corrupción, burocracia e inercia sociocultural.
Y estas consideraciones, mutatis mutandis, también son aplicables al caso de Euskal Herria. Las desigualdades económicas son, en este país, mucho menos drásticas que en Venezuela, y el tejido social es aquí mucho más tupido y homogéneo. El gran mérito de la izquierda abertzale ha sido desarrollar su actividad política en constante sintonía con las organizaciones de base y los movimientos sociales, nutriéndose de ellos y potenciándolos sin cesar, dotando a las reivindicaciones populares de una línea estratégica bien definida e insuflándoles una clara vocación revolucionaria. En consecuencia, el salto que hay que dar aquí es más corto (probablemente sea Euskal Herria el país del mundo donde queda menos camino por recorrer para pasar del capitalismo al socialismo); pero aun así se trata de un trascendental salto cualitativo, un salto que el Estado español y el Estado francés van a tratar de impedir por todos los medios legales e ilegales, legítimos e ilegítimos. Así pues, hay que apostar por la lucha política, incluso por la casi intransitable vía parlamentaria, pero sin ingenuidades reformistas: la Europa del capital no puede tolerar que en su corazón mismo surja una república socialista vasca (o catalana, o gallega, o castellana…); la brutal represión a la que ha tenido que hacer frente durante el último medio siglo la izquierda abertzale -y no por abertzale sino por izquierda- deja pocas dudas al respecto.
Y esto nos lleva al espinoso tema de la violencia. ¿Cuánta violencia institucional podemos soportar quienes luchamos contra la barbarie capitalista? ¿Cuánta violencia revolucionaria -y de qué tipo- hace falta para conseguir un mundo libre, equitativo y solidario? Creo que la desperdigada izquierda del Estado español tiene pendiente un debate en profundidad sobre la violencia y sobre lo que el poder denomina «terrorismo» (recordemos las palabras de Alfonso Sastre: «Se llama terrorismo a la guerra de los pobres y guerra al terrorismo de los ricos»). Un debate imprescindible y urgente que debería llevarnos a cerrar filas junto a la izquierda abertzale y a apoyar la lucha del pueblo vasco. Porque la lucha del pueblo vasco -o de cualquier otro pueblo- por su autodeterminación es, hoy más que nunca, la irrenunciable lucha de todos los que aspiramos a vivir en un mundo más justo y más libre.