Traducido del inglés para Rebelión por Christine Lewis Carrol
La ciudad de Luxor, en el sur de Egipto, fue noticia en Gran Bretaña a finales de febrero con ocasión de la muerte de 19 turistas en un accidente de aerostato. Aquella tragedia sintetizará los infortunios de la industria turística egipcia, en otro momento fuente principal de empleo y entrada de divisas y ahora en estado de languidez ante la falta de turistas extranjeros ahuyentados por un temor -erróneo y exagerado- a la inestabilidad y la violencia.
Luxor, el emplazamiento de la antigua Tebas y capital principal del Imperio Nuevo de Egipto (1550-1050 antes de Cristo), está salpicada de colosales templos esculpidos y tumbas lujosamente decoradas. Pero la más reveladora y emotiva de sus múltiples ruinas quizá sea la menos espectacular. En Deir el Medinah están los restos del pueblo que alojó a sus trabajadores, hogar de los artesanos que construyeron las tumbas y los templos. Las pequeñas y robustas unidades domésticas están trazadas en forma de rejilla. Allí vivieron los canteros, los pintores de tumbas, los carpinteros, los fabricantes de cuerdas y los porteadores. Esparcidas entre los cimientos excavados hay pequeñas pirámides y entradas a criptas de entierro, de tamaño reducido pero decoradas con tanto cuidado, color y detalle como las tumbas reales del cercano Valle de los Reyes. Estos trabajadores tenían sus propias visiones de una vida mejor más allá de la muerte. También tenían sentido de su propio valor.
Deir el Medinah es el emplazamiento de la primera huelga registrada de la historia. Se pagaba a los trabajadores con grano con el que hacían pan y cerveza, artículos básicos de la dieta del valle del Nilo. Alrededor de 1200 antes de Cristo, la tesorería del Estado, mermada por las guerras imperiales de Ramsés III, no cumplió sus obligaciones. Los trabajadores se pusieron en huelga e hicieron una sentada en el mismo emplazamiento donde construían el templo mortuorio del faraón. Quizá sorprendentemente ganaron el conflicto. Se valieron del temor de sus amos a morir sin los debidos preparativos funerarios y de esta manera entrar en el más allá mal equipado. El culto egipcio a los muertos, por una vez, benefició a los vivos.
¿Qué podemos aprender de este episodio de la antigüedad? Walter Benjamin, en su último ensayo profético «Tesis sobre la filosofía de la historia» escrito en 1940, distinguió entre dos aproximaciones opuestas del pasado: el «historicismo» y el «materialismo histórico». Para el historicismo el tiempo es lineal, uniforme, acumulativo. «Su método es aditivo: ofrece una masa de hechos para rellenar un tiempo homogéneo y vacío». Por el contrario el materialista histórico «registra la constelación en la que su propia época entra en contacto con la constelación de una época anterior». El trabajo del materialista histórico no es reproducir sino «hacer estallar el continuo de la historia».
Benjamin pregunta: «¿Con quién empatiza realmente el escritor del historicismo? La respuesta es irrefutablemente con el vencedor». La historia se convierte en un «desfile triunfal en el que los gobernantes de hoy pisan todo lo anterior. Los despojos, como siempre, se exhiben en el desfile triunfal. Se conocen como el patrimonio cultural». Por el contrario para el materialista histórico «el patrimonio cultural es inherente a un linaje que no puede contemplar sin horror. Debe su existencia no sólo al esfuerzo de los grandes genios que lo crearon, sino también al anónimo trabajo de esclavo de los contemporáneos de éstos. No ha habido nunca un documento de civilización que no sea al mismo tiempo uno de barbarie».
No hay mejor ilustración de dicha máxima sonora que el arte del antiguo Egipto, producto de una sociedad brutalmente estratificada gobernada por una religión de poder estatal, personificado en un gobernante dios-hombre. Sin embargo mucho después de que el sistema que los oprimía se derrumbara, el trabajo de los artesanos de Deir el Medinah permanece vital, colorido, rítmico y refinado; sobresale en los grandes efectos y también en los delicados detalles naturalistas. En las vastas criptas del Valle de los Reyes o en las humildes tumbas del mismo Deir el Medinah, el más allá se representa como una versión mejor de esta vida, provisto en abundancia de las buenas cosas de esta vida: alimentos, bebidas, flores, aves, cantos, bailes, familia. El arte del Antiguo Egipto permanece ajeno, a veces raro. Pero es también reconociblemente humano; salta por encima de los abismos para forjar una conexión.
En la izquierda nos vemos como fabricantes del futuro plenamente comprometidos con el presente. Miramos hacia adelante no hacia atrás y nos molesta que nos acusen de estar «casados con doctrinas desfasadas» y en particular que no nos hemos adaptado a los cambios de los últimos 30 años. Pero no debemos avergonzarnos de ser «conservadores» por defender los derechos conseguidos en generaciones o comunidades anteriores amenazadas por el «desarrollo». La despreocupación del capitalismo por el futuro y su parcialidad por el corto plazo son notoriamente temerarias. Pero el capitalismo es igualmente temerario cuando se trata de su despreocupación por el pasado, a menos que éste pueda empaquetarse como un producto de consumo o para la transmisión de propaganda. En cualquiera de los dos casos, al pasado no se le permite tener independencia, tener su propia voz, ni pedirnos a nosotros que rindamos cuentas.
Benjamin dice que nuestra tarea es «poner la historia a contrapelo». Un ejemplo de esto en nuestra propia época es la campaña de 23 años para reclamar justicia para los muertos del estadio de Hillsborough [96 personas aplastadas]. Aunque no se ha conseguido todavía justicia, sí se sabe la verdad, gracias sólo a que las familias de las víctimas y los seguidores desafiaron el coro de voces que decía que su misión era fútil, guiada por las emociones o vengativa. Su sentido del deber hacia los muertos no fue desviado por los llamamientos al pragmatismo y las virtudes de la adaptación. De «vivir el presente». Como consecuencia han conseguido recuperar una historia suprimida que, a su vez, se convierte en un elemento activo de nuestro presente y futuro.
En España la Asociación por la Recuperación de la Memoria Histórica pretende documentar el destino de las víctimas de Franco, excavar e identificar los cuerpos, lo que incluye a las decenas de miles enterradas en fosas comunes. Para hacer esto la Asociación ha tenido que desafiar el «pacto de olvido» que allanó la transición a la democracia al no obligar a los responsables del antiguo régimen a rendir cuentas. En este caso un sentido de obligación hacia los muertos, hacia los vencidos, no fue una indulgencia «que miraba al pasado», sino una necesidad social. No podemos descifrar el presente sin examinar sus cimientos en las batallas del pasado al tiempo que se reconocen tanto las pérdidas como las ganancias.
La insistencia palestina en que se reconozca la Naqba -caracterizada por los comentaristas pro israelíes como un deseo vano de recuperar una batalla perdida- es realmente un compromiso necesario con las realidades del presente: el impacto continuo de la Naqba en las políticas de expolio y limpieza étnica. Al mismo tiempo es una insistencia firme en un futuro de autodeterminación.
A pesar de su victoria breve, los trabajadores de Deir el Medinah nunca se libraron de su condición de servidumbre. Estaban en el «lado de los perdedores» en la marcha de la historia. Sin embargo en su arte y acción, los trabajadores de Deir el Medinah nos recuerdan, en palabras de Benjamin, que lo «refinado y lo espiritual… están presentes en la lucha de clases para algo más que un simple botín para el vencedor. Existen en la forma de confianza, valentía, humor, astucia, firmeza en la lucha y su origen está en las brumas del tiempo. Pondrán en entredicho, de tiempo en tiempo, cada victoria de los gobernantes».
Mark Markusee escribe regularmente en Red Pepper y es autor de libros sobre cultura y política.
Fuente: http://www.redpepper.org.uk/
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