La aparición en Rusia de una literatura que refleja la atroz realidad de la servidumbre y la autocracia puede remontarse al siglo XVIII, cuando las piezas teatrales de Fonvizin empiezan a criticar agriamente las lacras de la casta dirigente. Después, en 1790 Radíschev publica su Viaje de Petersburgo a Moscú, jalonado de cuadros de miseria, […]
La aparición en Rusia de una literatura que refleja la atroz realidad de la servidumbre y la autocracia puede remontarse al siglo XVIII, cuando las piezas teatrales de Fonvizin empiezan a criticar agriamente las lacras de la casta dirigente. Después, en 1790 Radíschev publica su Viaje de Petersburgo a Moscú, jalonado de cuadros de miseria, que le valió la deportación. Esta obra hizo exclamar a Catalina II: «¡Este es peor que Pugachov!», una comparación que sobreestima sin duda el poder de la literatura. En esa época este héroe cosaco luchaba por la abolición de la servidumbre y traía en jaque a los generales de la zarina.
Nikolái Vasílievich Gógol aporta a este proceso de conquista literaria de la realidad rusa sus dotes de prosista excepcional y su extraordinaria y enfermiza sensibilidad. Nacido en 1809 de pequeños terratenientes ucranianos, Gógol viaja en seguida a San Petersburgo en busca de una fortuna literaria que le llega en 1831 con Veladas en una granja cerca de Dikanka, colección de historias y leyendas de su Ucrania natal. En 1835 publica Mírgorod y Arabescos, obras que ensanchan progresivamente su perspectiva y desarrollan un estilo propio en el que humorismo y lirismo velan una descarnada crítica del mundo que le tocó vivir. Un relato publicado en 1842, El capote, narración minuciosa de las desdichas de un humilde funcionario, supone para Dostoievsky el nacimiento del realismo ruso.
La crítica concuerda en que el genio de Gógol alcanza su cima con la comedia El Inspector (1836) y la novela Almas muertas (1842), obra que presenta, siempre en clave de humor, un cuadro demoledor de aquella Rusia en que los seres humanos se compraban y vendían como mercancías. Al final de su vida, Gógol cayó bajo la influencia de un sacerdote fanático que le convenció del carácter pecaminoso de su literatura y le hizo destruir sus últimos manuscritos. Falleció en 1852 en un estado de semilocura.
La versión de Mírgorod que ahora se presenta, con traducción a cargo de Víctor Gallego Ballestero, es una edición cuidada, rica en notas aclaratorias, y que se ha redondeado además con una portada que reproduce la magistral pintura de Iliá E. Repin en la que los cosacos escriben una carta de burla al sultán. Difícilmente se habría encontrado una imagen que exprese mejor el espíritu del libro. Se recoge además la versión revisada que Gógol preparó en 1842 para sus Obras completas, en la que enriqueció sustancialmente algunos de los fragmentos que componen el volumen.
Mírgorod es una colección de cuatro narraciones absolutamente heterogéneas en cuanto a su temática, pero que proclaman al unísono el talento narrativo de Gógol. Terratenientes de antaño nos describe la vida idílica de dos ancianos propietarios entregados a una insaciable glotonería y un mutuo afecto que al final se descubre que era la auténtica base de su existencia. Tarás Bulba, el relato más extenso, es una magistral pintura de la estepa y la vida cosaca en el siglo XVI, y cuenta la conocida historia del viejo coronel cosaco Tarás y sus hijos Ostap y Andréi. La guerra y el alcohol consumen unas vidas trágicamente plantadas en una encrucijada entre Oriente y Occidente. En Vi, el talento de Gógol ensaya un relato fantástico y terrorífico, de brujas y cadáveres vivientes, que presenta también sin embargo una amena pintura de la vida estudiantil en Kíev. La última narración tiene un largo título: Por qué discutieron Iván Ivánovich e Iván Nikíforovich, y es un cuadro de costumbres que retrata los gozos y miserias de la vida provinciana, a través de la ruptura por una nimiedad de la entrañable relación entre dos viejos e inseparables amigos.
Del idilio a la batalla, de la escena rural al terror, Gógol es siempre un prosista excepcional que describe con detalle y ternura la naturaleza y las gentes. No obstante, lo más característico de su estilo tal vez sea esa necesidad continua de ir en busca de la estupidez humana en todas sus formas, para retratarla y transcenderla con el arma entrañable del humor. Irónico y burlón nos lo imaginamos, con ese aspecto aniñado y la sonrisa sabia que vemos en los retratos que de él se conservan. Sin embargo, inestable e hipersensible también, la pasión de crear consume su vida y nos deja imágenes inmortales, pero al mismo tiempo nos deprime. Por ninguna parte se atisba un remedio para la estulticia de sus personajes. Cuentan que Puschkin después de asistir a la lectura del primer capítulo de Almas muertas exclamó abrumado: «¡Santo Dios, qué triste es Rusia!»