No es frecuente que al final de una proyección cinematográfica el público aplauda. La no presencia real de los actores parecería inhibir un gesto de asentimiento que es propio del espectáculo teatral. Y, sin embargo, he sido testigo presencial del fenómeno en dos salas atestadas de público, que materializaba con el aplauso la adhesión incondicional […]
Es evidente que mi gusto de crítico no se asimilaba esta vez al del público. Y es evidente también que, si escribimos de cine, debemos ir más lejos de lo que nuestro gusto (bueno o malo) nos dicte ante el objeto a analizar. Hay un saber sobre el mismo en términos de verdad que pasa por el conocimiento del espectador, y de la confrontación dialéctica entre su fervor y mi disgusto debe surgir ese despertar histórico que Hegel y Walter Benjamin desplegaban con argucia.
La crítica de cine implica, tal vez, una ética del gusto, capaz de discernir, del actual plebeyismo democrático denunciado por el Nietzsche de La genealogía de la moral (1887), un gesto crítico que destacara aquello «por lo que una obra contribuye o sustrae a las menguadas reservas de la inteligencia moral», como George Steiner afirma con tan buen estilo. Y de estilo hablo, es evidente.
Cuando Carlos Boyero, desde las páginas de El País, insulta hasta la saciedad el segundo largometraje de Javier Rebollo (Mujer sin piano, a concurso en el Festival de San Sebastián de este año) y concluye su reseña afirmando que, eso sí, la película tiene estilo, no sólo perpetra un incalificable acto de cinismo, sino que también hace dejadez de sus funciones de crítico en un medio de opinión. Negarse a analizar las operaciones de sentido (y, por lo tanto, estilísticas) de un film es, sin más, despreciar cuanto se ignora. Y, convengamos en ello, Boyero ignora mucho.
«Voy a dar trabajo a varias generaciones de universitarios», decía Joyce cuando redactaba la oscura materia de la que está hecha su Finnegan´s Wake (1939). Y tal parece que Tarantino pudiera reclamar para sí mismo la incierta gloria de mantener ocupado al ejército cinéfilo que lo sigue. Así, por ejemplo, si el título original del film está deliberadamente mal escrito es porque, a su vez, cita el de The Inglorious Bastards, título con el que se exhibió en Estados Unidos Aquel maldito tren blindado (Enzo G. Castellari, 1977). cuyas incidencias argumentales, a su vez, parodiaban las de Doce del patíbulo (Robert Aldrich, 1967). Tarantino riza el rizo intertextual no sólo agradeciendo su aportación a Castellari en los títulos de crédito, sino también otorgándole un pequeño papel de general alemán en el film, como Castellari hacía en el suyo propio. Si a esto se añade que Bo Svenson, el protagonista de Aquel maldito tren blindado, hace de coronel yanqui en El orgullo de la nación, película que se proyecta en Malditos bastardos y que es, a su vez, un pastiche de los films de propaganda nazi auspiciados por Goebbels, el vértigo posmoderno está servido: no hay ningún Gran Relato que dé cuenta de la Historia y tan sólo puede practicarse una infinita deriva autorreferencial ubicada siempre bajo el signo de la ironía.
La ironía posmoderna puede ser crítica, dice Umberto Eco, pero la mayoría de las veces es narcisista y autocomplaciente. Lo demuestra Pedro Almodóvar en cada película que hace y, sólo con remontarnos a La mala educación (2003), tendríamos un ejemplo fehaciente de cómo los vaivenes y zarandeos entre los niveles de ficción y realidad no hacen sino relativizar al extremo, banalizándolo, el áspero referente -el abuso de niños por parte de los curas en los colegios religiosos de la España de los años cincuenta del pasado siglo- en el que dicha ficción se sustenta.
Tarantino, un realizador capaz de mantenerle el pulso al mismo John Ford en el arranque de su film, cuyo transparente clasicismo suspende el aliento, concibe en él la Historia a la manera de una simple venganza del pasado y la venganza no puede dar cuenta simbólica de nada. Tanto el comienzo de Malditos bastardos como el de El espíritu de la colmena (Víctor Erice, 1973) recurren al mítico «Érase una vez…» con el que empiezan los relatos orales fundadores. Y los dos recurren al ritual de una sesión de cine, epifanía iluminadora de la realidad. Sólo que la cosmovisión totalizadora de la España de posguerra que Erice proporciona está en función del conocimiento del espectador y la de Tarantino sobre la Francia ocupada por los nazis no hace sino redundar en la banalidad (y el relativismo) audiovisual dominante.
Para desgracia del cineasta de Knoxville, en su enciclopédico juego de intertextualidades falta, empero, la referencia principal: Ser o no ser (Ernst Lubitsch, 1942), cuyos paródicos juegos y travestimientos con el nazismo nunca perdían de vista la naturaleza esencialmente criminal de éste. Y es que, como ha dicho Adrian Martin (Cahiers du Cinéma España, N.º 26, septiembre 2009), «…al reducir la Segunda Guerra Mundial a una lucha entre un malvado nazi (masculino) y una judía agraviada (femenina), Tarantino se las apaña para, milagrosamente, obliterar la ¡Resistencia francesa!»
A diferencia de Tarantino, cuya obra mantiene un voluntario carácter excéntrico respecto a la institución hollywoodiense -y de ahí su consagración crítica como «autor»-, el argentino Juan José Campanella se educa en Estados Unidos y su vocación de cineasta mainstream lo ha llevado a dirigir episodios de la serie televisiva House y una serie de films amables que, salvo su primer (y mejor) largometraje (El niño que gritó puta, 1991), han tenido éxito de público y, en general, buena recepción crítica. El mismo amor, la misma lluvia (1999), El hijo de la novia (2001) y Luna de Avellaneda (2004) son otros tantos ejemplos de un cine blando y de fácil visión. También, me atrevería a asegurar, de rápido olvido. En alguna ocasión Campanella se ha autodefinido cineasta de la memoria, aunque sería mejor considerarlo un evocador de la nostalgia -el cáncer de la memoria-, su autocompasivo corolario.
En El secreto de sus ojos, dicho gesto se adorna de metaficción posmoderna: el secretario de un Juzgado de Instrucción bonaerense decide investigar, llegada la hora de su jubilación, un caso criminal que lo conmovió treinta años atrás y sobre el cual intenta escribir una novela. Los excesos de énfasis -una lacrimógena escena de despedida en el andén de una estación, rodada según todos los tópicos melodramáticos- se justifican, a posteriori, como excesos literarios de un narrador bisoño y no es eso, empero, lo que más ofende de un film cuya trama argumental tiene aires de thriller. A poco que el espectador se percate de ello, verá que en la lógica de la narración, y siguiendo a Aristóteles, Campanella elige un supuesto imposible, pero no lo hace verosímil, precisamente por su débil motivación: un sospechoso de asesinato que lo es por su torva mirada en una desenfocada foto de antaño, descubierto en un gigantesco estadio de fútbol entre miles de hinchas. Ocurre que detrás del thriller se pretende que haya algo más; algo sobre la permanencia del amor y el odio a través del tiempo. Y sí, puede haber (intuyo) cierto patetismo en la novela de Eduardo Sacheri de donde parte el guión, en la figura de ese empleado de banca que llena su tiempo libre esperando avistar en la estación del ferrocarril al asesino de su mujer. Pero no la hay en el tratamiento desmañado de una puesta en escena hecha a golpes de steadycam que saca fuera al espectador de las imágenes que debían implicarlo. Y tampoco existe una adecuada gestión del tiempo interior de la historia y sus vaivenes presente/pasado. El espectador debe ser sucintamente informado, mediante un programa de televisión, de que el asesino en busca es un pistolero de Videla camuflado como guardaespaldas de María Estela Martínez de Perón y de que estamos en 1974, en la antesala del golpe militar.
La alternativa al olvido de la memoria histórica es, lisa y llanamente, la locura y no la lucidez del recuerdo. El último punto de giro del guión de El secreto de sus ojos, tras un flashback falso (¡!), lo proporciona una suerte de epifanía del protagonista investigador. El risible truco de novela gótica, al estilo Jane Eyre (1847) de Charlotte Brontë, nos hace saber que el viudo de la víctima convive, en la misma casa, con su verdugo al que mantiene drogado y entre rejas, ambos condenados así a la cadena perpetua que el primero reclamaba para el segundo.
Así las cosas, no puede extrañarnos que el secretario del Juzgado busque refugio amoroso en los brazos de la juez, tras tantos aplazamientos marcados por la nostalgia. El amor es aquí, como siempre lo ha sido en el discurso hegemónico hollywoodiense, un sentimiento que anula las contradicciones históricas y redime el pasado. Y, hablando de contradicciones, no puedo por menos de preguntarme por qué los mismos críticos que abominan de Malditos bastardos valoran positivamente una película que enhebra un discurso revisionista de similares características.
Juan Miguel Company Ramón es Profesor Titular de Comunicación Audiovisual en la Universidad de Valencia (España) y crítico de cine.