Berlin, 1998. El centenario de Brecht. Unas cuantas estaciones del tranvía nos separan del que fuera la última parada de Bertolt, el «Berliner Ensemble». Ambos vivimos en distrito Mitte, en Berlín. No está muy lejos. Bajo un cielo gris de primavera, muy típico para Berlín, atravesamos un escenario que Bertolt seguramente no conoció y quizás […]
Berlin, 1998. El centenario de Brecht.
Unas cuantas estaciones del tranvía nos separan del que fuera la última parada de Bertolt, el «Berliner Ensemble». Ambos vivimos en distrito Mitte, en Berlín. No está muy lejos. Bajo un cielo gris de primavera, muy típico para Berlín, atravesamos un escenario que Bertolt seguramente no conoció y quizás ni imaginó: tiendas, galerías, teatros, cafés con gente acicalada como esa de la revista de moda y la renovada sinagoga, en una ciudad casi sin judíos, por supuesto. Apuramos el paso. Mi acompañante, un alemán del este, muy joven, de un hogar nostálgico-socialista pero práctica con capitalista, de espíritu épico, atípico en estos tiempos, teme no encontremos entradas. No puede ocultar su emoción de asistir por primera vez al reducto teatral del que tanto había leído y que había visto solamente al paso después de alguna borrachera camino a casa en su destartalada bicicleta, silueta de ánima que lleva el viento.
No se equivocaba. Al llegar vemos mucha gente desparramada por la plazuela con vista al canal. En el balcón lateral del teatro hay una suerte de performance, preludio de la obra que vinimos a ver: «Der unaufhaltsame Aufstieg des Arturo Ui» («El incontenible ascenso de Arturo Ui»). Es una de las tantas obras que presenta el «Berliner Ensemble» en el marco de celebraciones del cumpleaños número cien de Brecht. La obra se presenta respetando estrictamente el concepto de dirección de Heiner Müller, fallecido hace algunos años. Müller es sin lugar a dudas el dramaturgo más famoso de la antigua República Democrática Alemana. Tenemos suerte, conseguimos entradas para estudiantes por la mitad del precio, en la penúltima fila de balcón, asientos que nadie quiere, por supuesto, y que son los únicos que podemos pagar. La emoción original de mi amigo se había transformado ya en una suerte de consternación al ver a la entrada del teatro buses de turistas, a quienes seguramente les habían ofrecido una velada cultural brechtiana como parte del paquete. Su sorpresa fue mayor al notar que los turistas iban ataviados casi de gala, y el resto del público también. Por suerte no estábamos en el Perú colonial de saco y corbata, sino, con nuestra pinta, no entrábamos ni por descuido. Yo le pregunté que quién quería que viniese. Él, luego de un corto silencio, me dio la razón. Aun cuando Brecht y Müller sean dos personajes asociados al pasado comunista de Alemania, son hoy parte del establishment y de espectáculos de trajes bien y sonrisas perfumadas como el que se presentaba a nuestros ojos. Resultaba evidente que la acicalada concurrencia no reflexionaba sobre el carácter crítico de la obra. Ésta trata del ascenso de Hitler al poder, alegóricamente representada en una sociedad capitalista, desmitificándola a partir de sus valores de «igualdad y libre albedrío».
Berlín, 2006. Laudatio a Brecht.
Ocho años después, los eventos en commemoración por los 50 años de la muerte del dramaturgo comunista no son tan numerosos pero no se dejan echar de menos. Contrariamente a las celebraciones por los cien años de su nacimiento, la atención general no se dirigió esta vez a la cartelera del «Berliner Ensemble» sino a la puesta de la «Ópera de Tres Centavos» por Klaus Maria Brandauer. El afamado director escogió nada menos que el «Friedich Stadtpalast» para la puesta en escena. Este teatro acogió durante los años veinte y treinta del siglo pasado inolvidables espectáculos de varieté. Desde su reapertura en los noventa es el reducto de espectáculos para el amplio público de burócratas y amas de casa. Brandauer apostó por una puesta atrevida y con un elenco «de peso», que incluía a Campino, el cantante del conocido grupo punk «Die Toten Hosen». La obra ha recibido las más enconadas críticas desde todos los frentes. Las críticas se han centrado no sólo en las carencias estéticas sino en la clamorosa negación del incendiario espíritu brechtiano. Resultaba patético ver un Campino, el otrora punk de los medios masivos, esforzándose por deleitar a una platea ricachona entre los que se encontraba Joseph Ackermann, el director del Banco Alemán. Ackermann es desde hace unos años la personificación del capital en Alemania, ese Capital que se escribe con mayúscula 1 .
Desmontando a Brecht
La desnaturalización del espíritu crítico de Brecht tiene lugar también en el ámbito de la teoría teatral y la prensa escrita. En un artículo aparecido en «El País» (30.08.98) ya hace más de una década, el escritor peruano Mario Vargas Llosa presentaba al dramaturgo alemán como un crítico de la búsqueda de utopías, que «encarnan más fatalidad que paraíso». Con refinadas artes reivindica a Brecht, haciéndolo servir a aquéllo contra lo cual luchó toda su vida: la injusticia y enajenación de la sociedad capitalista, y lo fariseo del reino de las libertades de la democracia liberal. Y aquí me refiero a Vargas Llosa como uno de los más «refinados defensores» de Brecht en oposición, por ejemplo, al ex-Ministro de la Presidencia del Estado Federal de Baviera. Este señor, miembro del gobierno conservador de la región más anticomunista de Alemania , se jacta de que Brecht haya venido al mundo en la región bávara y manifiesta que es ante todo expresión del genio alemán. Lo de comunista habría sido más que nada alguna «cuestión coyuntural». Uno y otro reivindican a Brecht, sin que Brecht lo necesite, porque el libre mercado y la sociedad de consumo se encargaron de ello hace mucho tiempo.
Y es que gente como Brecht es desactivada en todo su potencial rebelde, más aún hoy cuando la contingencia histórica pareciese dar la espalda al espíritu de levantamiento que atizó las almas y el genio creador de mujeres y hombres como Frida Kahlo, Tina Modotti, César Vallejo, Sergej Eisenstein o García Lorca. El mito de la revolución puede ser desterrado de su arte sin mayor problema o confinado a los rincones del accidente histórico. Si damos un vistazo a artistas, dramaturgos o literatos que inspiran tertulias y debates culturales en todo el mundo nos toparemos no sólo con Brecht, sino con un sinnúmero de personajes que, sin bien es cierto, con su talento y genialidad trascendieron su tiempo, haciendo su arte universal, no pueden dejar de ser comprendidos ni al margen de los ideales que nutrieron su espíritu creador ni de su consecuencia práctica. Todo artista que ha trascendido su época, ha podido impregnarse de las pasiones, emociones, delirios y sufrimientos de aquélla, que han marcado surcos para los que han continuado combatiendo contra la opresión y la injusticia social.
Esta posición respecto a la creación artística -sostenida, entre otros, por autores como Vallejo o Sartre- quizás sonará trillada en nuestros tiempos «post-modernos». Sin embargo, el caso Brecht, tanto en su propuesta escénica como en su compromiso político, se nos presenta con gran claridad. Brecht fue, por ejemplo, uno de los pocos intelectuales alemanes reconocidos que tras el exilio decidió irse a vivir a Alemania Oriental. No sólamente fue alguien que vivió y plasmó su obra sobre la base de sus ideales comunistas, sino que estructuró su creación en función de la politización de los trabajadores y de la construcción de un movimiento revolucionario. Su teatro se fundamentaba en el teatro épico, que a diferencia del teatro dramático apuesta por una línea narrativa, de argumentos, considerando el devenir de la Historia como un proceso, en permanente desarrollo, planteando lo que el ser humano puede hacer y presentando el mundo como podría ser. Piedra angular de su concepto teatral es su «V(erfremdungs)-Effekt» (efecto del distanciamiento), que estaba destinado a hacer ver al espectador que sólo se trataba de teatro, y así llevarlo a la crítica y reflexión concretas. Asimismo, el uso de operetas -que tenían un carácter popular en aquella época- tenía la intención de que el común de la gente cantase las melodías y se fuese familiarizando cada vez más con sus contenidos críticos o revolucionarios. En esta búsqueda de conceptos y formas, Brecht intentó incluso, inicialmente, devolverle al teatro su carácter cotidiano y de entretenimiento; adonde el público podía llevar comidas y bebidas a la función, sin mayores limitaciones para que quien quisiera comentase el desenvolvimiento de la obra.
Método y conceptos brechtianos se hallaban, pues, íntimamente ligados a la crítica social y más aún al ideal revolucionario. A este respecto, hay quienes objetarán que toda producción literaria o artística que se fundamenta en ideas políticas está destinada a la mediocridad o al «fracaso». De esta manera, se podría pensar que el concepto brechtiano ha fracasado por lo que se ve de él hoy en Europa: porque su «mensaje» no llega a los trabajadores alemanes, muchos de los cuales más bien se dedican a prender fuego a alojamientos para asilados. Como respuesta, cabe solamente constatar que la obra de Brecht es irreconciliable con el adjetivo «mediocre» y que toda expresión artística va a causar reacciones distintas de acuerdo al marco, contenido y formas bajo los cuales se presente 2 .
Brecht se confrontó intensamente con las más variadas y disímiles expresiones literarias y modelos de pensamiento. A través de la estrecha relación que se observa entre las lecturas de Brecht y su obra, se reconoce, a decir de muchos entendidos, qué textos le han motivado a una mayor profundización en su estudio y trabajo, cuáles han sido utilizados como fuente e incluso cuáles pueden haber sido transcritos. Esta observación refuerza la evidencia que es por demás injusto atribuir a Brecht un pretendido fundamentalismo político o literario. Más aún si se tiene en cuenta que Brecht fue uno de los protagonistas de los álgidos debates en círculos intelectuales de izquierda sobre el carácter del arte a fines de los años 30. Este debate giraba en torno a las formas que debería tomar el arte en la lucha antifascista. Desde una posición fiel a los sovjets, sostenida principalmente por el húngaro Georg Lukàcs, rescataba el arte realista, se manifestaba que existen caracteres generales en el desarrollo de la humanidad que demuestran la existencia de ciertas leyes estéticas. Al otro lado de la trinchera, se encontraban autores como Walter Benjamin o Brecht, quien por su lado, era de la opinión de hacer tabula rasa antes de emprender el acto creativo, rescatando sin embargo aquello que se pudiese utilizar. La creación debería tener como premisas lo espontáneo y experimental. A Brecht le interesaban, por ejemplo, escritores como Dos Passos, Joyce, Kafka o Proust. Su filosofía no le era tan importante, como la alta técnica de estilo alcanzada por ellos.
Este mismo espíritu crítico se expresó también ante los acontecimientos que se sucedían detrás de la agitada «cortina de hierro». Tras ser abatido el levantamiento popular contra el régimen de la RDA, el 17 de junio de 1953 en Berlín, Brecht dijo: «Si un gobierno no está contento con su pueblo, debería disolverlo y elegirse otro». Pero de la misma manera como nunca languideció su carácter crítico y rebelde, tampoco renunció a su filiación política. Ejemplo de ello es lo ocurrido con su obra «Die Maßnahme» («La Medida»), que trata de un comunista que es ejecutado por sus compañeros por haber condenado al fracaso el trabajo revolucionario a causa de su indisciplina (producto de sus «buenos y humanos» sentimientos). Brecht autocensuró esta obra para su presentación pública porque sólo despertaba en el público sentimientos de compasión, pudiendo cuestionar, fuera del contexto apropiado, el costo necesario que implica toda revolución. Dos actitudes que revelan que Brecht conocía, desde una aguda lucidez, los dos lados de la medalla: por un lado, que el poder puede convertirse en un fin en sí mismo, y por el otro, que las almas de los explotados pueden dejarse seducir por el reino de «las libertades y el humanismo» burgueses.
Mucho se ha dicho y escrito de Brecht antes y después de su muerte. Controversias y escándalos han matizado su recuerdo. Cierto es que su obra ha marcado el teatro este siglo, encendiendo en más de una generación el sentir épico revolucionario. Ha tenido, sin embargo, una conmemoración acorde con estos de tiempos que pareciesen no conocer de mitos o sueños, más bien sólo de dispersión y deconstrucción. Sin embargo, ha sido posible encontrar el espacio para una recepción diferente de Brecht y sobre todo para poder rescatarlo del triste y empolvado intelectualismo, para poder reencontrarse con él en su significado y trascendencia políticas. Desde su estar en el mundo más allá de la sonrisa complaciente al poder o de los requerimientos de la pura satisfacción individual, evocándolo en su imagen cool: abrigo de cuero negro y habano en mano, lanzando esa mirada entre sarcástica y pensativa, como quien vive el mundo a través de las fibras del malestar y del gozar, abriéndose paso entre los rudos caminos de desolados engranajes grises y humeantes, y sucesivas llamaradas de overoles en trajín.
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1 Joseph Ackermann se hizo tristemente célebre en la opinión pública alemana cuando tras anunciar en el 2006, entre bombos y platillos, los extraordinarios dividendos obtenidos por el Deustche Bank (Banco Alemán) manifestó que habría que despedir personal para mantener la competitividad en el mercado financiero internacional.
2 A este respecto vale recordar la reacción del joven Dalí tras la presentación en París de «El perro andaluz». Dalí estaba furioso porque la película, en la que había trabajado con Buñuel y que debería escandalizar los flácidos cerebros de la sociedad burguesa, no había logrado tal finalidad sino que había recibido los más enconados elogios. Dalí dijo que el único elogio que aceptaría sería el de Sergej Einjsenstein. La misma presentación hubiera logrado quizás en otro marco la reacción esperada.