Aunque las sociedades clasistas están regidas por reglas que eternizan las desigualdades, ellas son mayores en las etapas más primitivas. El capitalismo del siglo XIX fue la más repudiada de todas las sociedades, fenómeno que dio lugar al sindicalismo, a los partidos obreros y socialdemócratas, a los de inspiración cristiana y al marxismo. La burguesía […]
Aunque las sociedades clasistas están regidas por reglas que eternizan las desigualdades, ellas son mayores en las etapas más primitivas. El capitalismo del siglo XIX fue la más repudiada de todas las sociedades, fenómeno que dio lugar al sindicalismo, a los partidos obreros y socialdemócratas, a los de inspiración cristiana y al marxismo. La burguesía europea aprendió la lección y, en 1920 se estableció en Francia el primer gobierno encabezado por un socialista, Alexandre Millerand.
Las tensiones al interior de la izquierda europea asociadas a la Primera Guerra Mundial y las consecuencias de aquella conflagración que fueron premisas para la aparición del fascismo, excepto en Rusia, ralentizaron los procesos políticos en el Viejo Continente, que experimentaron su golpe más rudo con la llegada al poder del fascismo y la II Guerra Mundial.
No obstante, sus nefastas consecuencias, la Gran Guerra fue un catalizador político, un acicate para la unidad de las fuerzas progresistas y una enseñanza para la burguesía liberal de que su poder económico y su fuerza no eran suficientes para sostener el régimen democrático, sino que se necesita también de los pueblos y de la izquierda.
Traumatizada por régimen nazi y su extremismo racista y xenófobo, la Europa de posguerra, sin renunciar al capitalismo ni volverse izquierdista y sobre todo, sin hacer concesiones a la Unión Soviética ni al comunismo, se tornó más liberal y permisiva y avanzó hacía la constitución de los «estados de bienestar».
Al margen de otras consideraciones criticas, los «estados de bienestar» fueron un intento de la burguesía europea por ampliar la base social de su poder, sumando a sectores populares y de la clase obrera mediante la introducción de elementos socialistas en su estilo de gobernar y de ejercer su dictadura de clase.
La base de los «estados de bienestar» es cierta equidad en la distribución de la riqueza social de modo que, sin dejar de apropiarse de la plusvalía, ni prescindir de sus privilegios, se crearon condiciones para el crecimiento del nivel de vida de los trabajadores, la aplicación de políticas sociales avanzadas y un mayor compromiso de los estados con el bien común.
En Estados Unidos, que no pasó por aquellas experiencias y conservó un estilo de vida diferente, salvo en el período de Franklin D. Roosevelt, no fue necesaria la intervención estatal para facilitar el aumento de los niveles de vida y nunca se constituyó el «estado de bienestar».
Por razones ligadas al atraso económico y a las deformaciones estructurales propias del subdesarrollo, la principal de ellas, el primitivismo político, que permitió la supervivencia de oligarquías, operadoras de gobiernos excluyentes y sometidos al capital extranjero que prescindieron de los pueblos, el proceso político marchó con más de 100 años de retraso y nunca hubo ninguna expectativa que se acercara a la convergencia social y la concertación logradas en Europa.
Tales circunstancias históricas crearon situaciones objetivas que, comenzando por Cuba que no fue una premisa sino un comienzo, trazaron otros cursos de desarrollo que obligatoriamente prescindieron de la burguesía, que sometida a la oligarquía, fue omisa en cuanto a sus deberes para con la Nación.
Lo que ahora ocurre en Sudamérica es que el liderazgo de una nueva izquierda ilustrada y con amplia base popular, con diferentes grados de radicalismo, compromisos y ritmos propios, esta empeñada en resolver, a la vez, las tareas históricas que en su época no asumió la burguesía nacional y realizando aquellas conquistas que en su momento y por diferentes razones, no pudo lograr el socialismo tradicional.
Ese peculiar fenómeno político explica la amplitud de la base social de los procesos que en Brasil, Venezuela, Bolivia, Ecuador, Uruguay, Paraguay e incluso Argentina, entre otros, encabezan la nueva oleada de auténticos lideres que son a la vez: populares, de clase y nacionales.
La miopía política pero sobre todo la presión ideológica y política que ejerce el imperio mantiene como rehenes del pasado a importantes fuerzas políticas y sociales que no ven, por que no lo quieren ver, que las revoluciones y los cambios en marcha en Sudamérica son buenas para la Nación y por tanto, para todas sus factores.
Ojalá que por aliarse al imperio y sostener su compromiso con la oligarquía, determinadas fuerzas sociales no pierdan lo que parece ser su última oportunidad histórica. Por primera vez, a escala continental pudiera hablarse en América Latina de genuinos intereses nacionales, opciones comunes y metas compartidas.