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Russell y el socialismo

Fuentes: Rebelión [Imagen: Bertrand Russell (extrema derecha), presidente del Comité de los 100 antinuclear, en una sentada en Londres en 1961]

En esta nueva entrega del Centenario Manuel Sacristán reproducimos un texto de Sacristán, escrito hacia 1970, sobre la relación entre Russell y el socialismo.


Nota del editor.-  Este texto, publicado como epílogo a la traducción castellana del ensayo biográfico de A. J. Ayer, Russell, publicado por Grijalbo en 1973, toma pie en una conferencia dictada en la Facultad de Ciencias Económicas de Bilbao el 12 de febrero de 1970, diez días después del fallecimiento de Russell. Posteriormente se incorporó a la antología titulada Sobre Marx y marxismo (pp. 191-228). Sacristán realizó frecuentes referencias a Russell en sus clases de Metodología de las Ciencias Sociales a partir del curso de 1976-1977, pero, salvo error por nuestra parte, no dedicó al filósofo británico ningún seminario específico.


Al menos veintitrés libros y dos artículos extensos de Bertrand Russell interesan directamente para estudiar el tema. Lo principal de esa abundante producción está escrito entre 1896 (German Social Democracy) y 1951 (The lmpact of Science on Society)Pero la mayor dificultad con que se enfrenta cualquier exposición breve del tema no está determinada por la cantidad de esa producción, sino por su naturaleza. Se trata de centenares de páginas profusamente escritas sin preocupación científica. «Por lo que hace a los Principios de reconstrucción social –ha escrito Russell en el último período de su vida y, en cierta medida, también a mis otros libros populares, los lectores filosóficos, sabiendo que se me cataloga como “filósofo”, pueden extraviarse fácilmente. No he escrito los Principios de reconstrucción social en mi calidad de “filósofo”; los he escrito como un ser humano que sufre por el estado del mundo y siente el deseo de hablar con palabras sencillas a otros que experimentan sentimientos análogos. Si nunca hubiera escrito libros técnicos, esto estaría claro para todo el mundo; y para entender ese libro hay que olvidar mis actividades técnicas»1. Lo que ahí dice Russell a propósito de uno de sus libros más extensos de tema político-social se puede aplicar a toda su obra en este campo. Eso implica una escisión importante en su trabajo intelectual (pues no es indiferente que un escritor de «libros técnicos» reserve la exactitud de pensamiento para cuestiones formales y prescinda de ella cuando se trata de la sociedad), y explica parcialmente las muchas trivialidades y los no escasos descuidos discursivos que muchas veces se han señalado en los escritos político-sociales de Russell. Sidney Hook ha escrito que parece «como si sus escritos de historia le hubieran costado [a Russell] menos esfuerzo intelectual que sus demás obras»2 y esa frase no es sino amable insinuación de una evidencia. Desde la explicación de la existencia de los Estados Unidos de Norteamérica por el hecho de que Enrique VIII se enamorara de Ana Bolena3 hasta descuidos de formulación curiosos en un gran lógico y analista4, los escritos sociales de Russell evidencian suficientemente que han costado a su autor «menos esfuerzo intelectual que sus demás obras».

Lo notable es que Russell no carecía de instrumentos adecuados para trabajar con exigencia en el campo de la filosofía social. Sin duda estaba influido por el error neopositivista de confundir la noción de pensamiento científico, o incluso racional, con la de pensamiento teorizable en sentido fuerte, esto es, formalizable. Pero también manejaba, aunque con grados varios de explicitación, un concepto interiormente diferenciado o articulado de filosofía que le habría permitido trabajar seriamente los temas filosófico-sociales, porque le habría evitado el eclecticismo o incluso escepticismo que produce en el terreno social aquella identificación formalista, a causa del carácter no demostrativo de la programación política. Werner Bloch5 apunta útilmente a esa noción de filosofía a propósito de la comparación russelliana de Spinoza con Leibniz. Esa comparación muestra la percepción por Russell de una componente ética (por lo tanto política) en la actividad filosófica, y ello podría haberle suministrado uno de los instrumentos imprescindibles para comprender en qué consiste lo científico en materia de filosofía social: en la claridad de la consciencia política. Russell ha llegado a escribir una descripción de la tarea filosófica que responde a su manera a las necesidades de un trabajo serio en el campo social. Atenerse a esa descripción le habría podido evitar la disculpa de Reply to Criticisms: «Enseñar cómo se puede vivir sin la certeza y sin estar, por ello, paralizado por la duda es quizá lo más importante que la filosofía, en nuestra época, puede todavía hacer para aquellos que la estudian»6. Si se prescinde del tono elegíaco cuya naturaleza de clase, y hasta de grupo, no será difícil descubrir, el programa metodológico está en esas palabras lo suficientemente esbozado como para que sorprenda el que Russell no haya intentado realizarlo con un «esfuerzo intelectual» parecido, al menos, al que dedicó al Enquiry into Meaning and Truth, por ejemplo, por no hablar ya de Principia Mathematica.

El carácter divulgador y divagador de los escritos político-sociales de Russell explica en parte el que a menudo los lectores (más o menos decepcionados) zanjen el problema del pensamiento del filósofo sobre esas cuestiones remitiéndose simplemente a sus tendencias políticas.

Las tendencias políticas de Russell

Lo más frecuente es limitarse a caracterizarlas como liberalismo e individualismo. Pero, aparte de que ésa es una descripción vaga, ocurre que incluso para dar una imagen superficialmente adecuada habría que añadirle dos conceptos más, que aparecen en los escritos de Russell con la misma frecuencia y en los mismos contextos que los de libertad e individualismo: los conceptos de organización (o coherencia social) y progreso. Estos conceptos, por otra parte, actúan como limitadores de los otros dos, que se enuncian, en realidad, siempre con una acentuación moderantista. Así, por ejemplo, en Autoridad e individuo: «El problema fundamental que me propongo tratar en este ensayo es el siguiente: ¿cómo podemos combinar el grado de iniciativa individual necesario para el progreso con el grado de coherencia social indispensable para sobrevivir?»7. (Pero a veces la moderación de las nociones liberales y progresistas tiene un sentido socialista más o menos preciso).

Aún más inexacto aunque tenga su parcial fundamento es atribuir anarquismo a Russell. Las restricciones al despliegue del principio del individualismo y el mismo planteamiento adjetivo del tema de la libertad no obedecen sólo a la despierta sensibilidad de Russell para con los aspectos biológicos, humano-zoológicos de la vida social sensibilidad que le obliga a tener en cuenta cuestiones como las de la coherencia y la supervivencia de la especie, tan frecuentemente ignoradas por el pensamiento subjetivamente revolucionario en sus variedades no-científica8, sino que arraigan también en típicos prejuicios conservadores, principalmente en la idea de la eternidad del estado o poder político. Russell considera imperecedero el estado, sin conocer siquiera la distinción marxiana entre poder político y administración productiva: «Creo que las finalidades primordiales del gobierno han de ser tres: seguridad, justicia y conservación. Estos objetivos tienen la máxima importancia para la felicidad humana y sólo se pueden conseguir por medio de la actuación del estado»9.

No es posible ver opiniones propiamente anarquistas en un hombre que profesaba esa creencia. Lo más propio anticipando la atención que habrá que prestar a sus declaraciones socialistas es probablemente atribuirle un liberal-socialismo progresista, contradictorio a veces con su frecuente pesimismo histórico. El esquema de preferencias políticas dado por Russell en los Principios –democracia federal industrial y «socialismo» guildista o gremial es la formulación más completa de esa posición política: «Bajo la influencia del socialismo, el pensamiento más liberal en los últimos años ha estado en favor del crecimiento del poder del estado, pero [ha sido] más o menos hostil al poder de la propiedad privada. Por otra parte, el sindicalismo ha sido tan hostil al estado como a la propiedad privada. Yo creo que el sindicalismo tiene más razón que el socialismo en este respecto, pues tanto la propiedad privada como el estado, que son las dos instituciones más poderosas del mundo moderno, se han hecho perjudiciales para la vida por los excesos de poder […]»10. Se trata aquí de liberalismo con su punta guildista, que en un ambiente como el inglés podía sonar a socialismo. Las declaraciones socialistas de principio abundan en la obra de Russell, y predominan en conjunto sobre las de otro tipo. Pero siempre quedan limitadas en su sentido político concreto por un moderantismo que a lo sumo permite atribuir al filósofo lo que antes se ha llamado «liberal-socialismo». Y sin duda tiene Russell menor percepción de la realidad económico-social que la evidenciada por los principales economistas o políticos burgueses de la época. Esa escasa penetración es por otra parte y entre otras cosas subproducto de la buena voluntad de no aceptar la realidad capitalista dada, ni menos hacer su apología (aunque Russell llegaría a hacerla en algún momento). Pero, la buena voluntad no da de sí para Russell, en materia de propuestas políticas, más que un tibio proyecto de «tercera solución» de sorprendente debilidad intelectual, por su vaguedad y por su carácter utópico, que ignora enteramente la cuestión del contenido social del poder: «Al juzgar un sistema industrial, ya sea éste en que vivimos, ya otro que propongan los reformadores, hay cuatro apreciaciones que hacer. Hemos de considerar si el sistema asegura: 1) el máximo de producción; o, 2) justicia en la distribución; o, 3) una existencia tolerable para los productores; o, 4) los mayores estímulos y libertad posibles para la vitalidad y el progreso […] Yo creo que el cuarto es el más importante de los objetivos a que se debe aspirar, que el sistema presente le es fatal y que el socialismo ortodoxo puede serle fatal también»11.

Puestos a atribuir a Russell precisas opiniones políticas, lo más justificado sería imputarle ese intento liberal-socialista de tercera vía. Pero la vaguedad de la tendencia y, sobre todo, de las soluciones que en la realidad de la lucha de clases resultan forzosamente utópicas, y grotescamente utópicas, dada su modestia reformista, así como el practicismo o empirismo, nada científico, de la posición de método implicada por ese tipo de concepción vaga, ocasionan grandes oscilaciones de las opiniones políticas de Russell. Tras hacer crisis su inicial confianza en la consolidación del progreso burgués ochocentista, Russell ha vivido, hasta 1920 más o menos, una fase de creciente atención y simpatía al movimiento obrero y al socialismo. Esa tendencia se aprecia incluso en el tibio marco liberal-reformista de los Principios (1916): «Cuando la guerra termine, es seguro que la clase trabajadora descontenta prevalecerá en toda Europa y constituirá una fuerza política por medio de la cual se efectuará una grande y definitiva reconstrucción»12. Los adjetivos sugieren que esa predicción es también valoración.

La decepción que produce a Russell el viaje a la URSS reflejada en el libro que recoge su experiencia, Teoría y práctica del bolchevismo (1920) era seguramente inevitable, dado el moderantismo de su esquema político (la URSS de la guerra civil no podía satisfacer inmediatamente ninguno de sus cuatro criterios de estimación de los sistemas sociales) y dada la posición de clase y de grupo del filósofo.

Durante la crisis económica Russell se dedica a cuestiones de moral social. Puede sorprender que un hombre tan sensible como él a los acontecimientos y tan firmemente decidido a no dejarse apresar por los prejuicios diera en esta huida del problema social del momento. Es posible que la naturaleza agresivamente económica de la crisis de finales de los años veinte y principios de los treinta le molestara mucho intelectualmente, hasta el punto de imponerle una reacción de huida: pues el modo russelliano de entender lo económico como mera motivación subjetiva consciente, en una hipóstasis psicologista del marshallismo le dificultaba una contemplación cara a cara de los fenómenos críticos de aquellos años. t

Superada la fase más aguda de la crisis mundial, la producción política de Russell entra en un período de intensa polémica anticomunista vulgar, aunque con ocasionales afirmaciones de socialismo incluso en este período. La vulgaridad llega a extremos gratuitos inverosímiles en Russell. En Elogio de la ociosidad (1935) escribe, por ejemplo: «En tiempos de hambre no había sobrante; los guerreros y los sacerdotes, sin embargo, se aseguraban, de todas formas, tanto como en otros tiempos, de modo que muchos de los trabajadores se morían de hambre». Añade en nota: «Desde entonces, los miembros del partido comunista han heredado este privilegio de los guerreros y sacerdotes»13.

En la Segunda Guerra Mundial hicieron crisis algunas actitudes políticas de Russell, señaladamente el pacifismo de tipo tradicional, ajeno a consideraciones de clase. Él mismo lo tuvo que reconocer con cierto dramatismo durante su período norteamericano. Por eso es sorprendente que la crisis de esas actitudes no repercutiera en una reconsideración de sus puntos de vista políticos. El cambio que se produciría tardaría algo más en llegar. Por el momento la postguerra ve una exacerbación del anticomunismo de Russell hasta formas características de la propaganda del imperialismo durante la guerra fría. Ni siquiera falta la identificación del sistema soviético con el nazi: «Por alguna razón que he sido incapaz de comprender, a muchas personas les gusta este sistema cuando es ruso, pero les disgustaba, con ser el mismo, cuando era germánico»14. Más lamentable aún es que tampoco falte, aunque sea ocasionalmente, la apología del capitalismo, mediante sofismas supuestamente críticos («Muchos socialistas querrían añadir al poder político el poder económico a lo que en una democracia requiere distribución igualitaria. Pero podemos prescindir de estas cuestiones verbales»15) o mediante falsedad brutal («La distribución equitativa de la soberanía, tanto económica como política, ha sido casi lograda en Inglaterra, y otros países democráticos avanzan rápidamente hacia ella»16).

En este período llegó Russell a considerar como mal menor un uso preventivo, o coactivo al menos, de la bomba atómica por parte del imperialismo norteamericano contra la URSS, entonces aún desprovista del arma. No puede extrañar demasiado que ante semejante desenfreno apologético Lukács escribiera precipitadamente que «para pensadores como Russell la muerte de la humanidad es una perspectiva más soportable que la del triunfo del régimen socialista»17.

Ese juicio era falso. Los posteriores años de Russell, hasta su muerte, indican que el mayor error político de su vida aquella adopción de la drasticidad de la guerra fría obedeció a la misma causa que la posterior regeneración de su pensamiento político práctico. Russell percibía con intensidad máxima precisamente por su capacidad de ver a los hombres como especie zoológica el peligro del armamento atómico. En un primer momento de ofuscación pensó que la única salida era aceptar un solo señor atómico de todos los hombres señor que no podía ser sino el que entonces esgrimía monopolísticamente el arma, para evitar a tiempo la proliferación del riesgo. (Más tarde ha habido gobiernos con base económica no capitalista y con voluntad expresa socialista que han adoptado actitudes semejantes, pero mucho menos justificables en su caso, a propósito del armamento atómico de la República Popular China). Una vez que la ruptura del monopolio atómico del imperialismo norteamericano y la progresiva manifestación de la involución capitalista hacia neofascismos económico-militares en las principales metrópolis imperialistas abrieron la mirada de Russell hacia los verdaderos problemas pendientes, la misma sensibilidad «zoológica» al peligro atómico determinó la actitud política antiimperialista que le lanzó de nuevo a la calle en su vejez y determinará para el recuerdo histórico su amable figura luchadora. Dicho sea de paso, la peripecia política de Russell es una buena ilustración de que la razón, el buen sentido, es históricamente socialista, incluso cuando no tiene mucha profundidad: la razón elemental, primitiva, que impone preservar la supervivencia de la especie puede, en una circunstancia excepcional (1945-1950), caer en soluciones no menos elementales. Pero si la historia no se detiene, hasta la racionalidad elemental acaba por ser antiimperialista, y socialista por implicación.

Russell mismo parece haber sabido que lo mejor de su producción político-social era la acción que emprendió contra la guerra imperialista en sus últimos años, particularmente contra los crímenes de guerra (la guerra criminal, dicho con más exactitud) del imperialismo en el Vietnam. Tal vez por eso tuvo interés en dedicar, en su autobiografía intelectual, un capítulo entero «a lo que he intentado hacer a propósito de cuestiones sociales»18. Menos claro es lo que durante muchos años intentó pensar a propósito de ellas.

La línea doctrinal del pensamiento social de Russell

El motivo teórico más permanente en el análisis político-social de Russell es probablemente la noción de impulsos posesivos y creativos, motores por cuya acción se produciría la práctica social. La noción aparece ya en los Principios de reconstrucción social (1916) y sigue teniendo importancia básica en Autoridad e individuo (1949). En los Principios… presentaba (o postulaba) Russell «una filosofía de la política basada en la creencia de que el impulso tiene más efecto que la intención consciente para modelar la vida de los hombres. La mayor parte de los impulsos pueden ser divididos en dos grupos, el posesivo y el creativo, según que su propósito sea adquirir o conservar algo que no puede ser repartido, o traer al mundo alguna cosa de valor, tal como un conocimiento, una obra de arte, un bien, en el que no haya propiedad privada»19.

Esa noción básica se complica a menudo con toda la psicología política implicada en el planteamiento. Así, por ejemplo, en Teoría y práctica del bolchevismo (1920), «cuatro pasiones codicia, vanidad, rivalidad y amor al poder son, después de los instintos básicos, los principales motores de todo cuanto ocurre en política»20. La mayor parte de las veces el desarrollo psicológico es trivial e impreciso, inútilmente «verdadero», como frecuentemente les ocurre a las consideraciones protocientíficas que no llegan a instrumentarse analíticamente. La lista de pasiones dice una verdad trivial de la psicología individual de castas o grupos de políticos, es poco fecunda incluso en cuanto verdadera y falsea la cuestión deja de ser verdadera por callar la limitación de su alcance a la simple psicología individual de la lucha de individuos por un poder cuyo contenido social será esencialmente el mismo lo ejerzan unos u otros (dentro de la misma clase o grupo).

En su libro (de tema sociológico) con más aspiración científica, Power: a new social analysis, Russell parece desprenderse de su psicologismo en materia de pensamiento político: intenta, en efecto, hacerse con una abstracción básica definidora de un campo de investigación. El concepto básico que elige es el de poder. «En el curso de este libro tendré ocasión de demostrar que el concepto fundamental de la ciencia social es el de poder, en el mismo sentido en que la energía es el concepto fundamental de la física». Una vez elegida esa abstracción básica con un fisicalismo muy 1938, pero muy poco Russell, el filósofo enuncia incluso un programa y apunta a un método. El programa es una insistencia en la «analogía de la física: el poder, como la energía, puede considerarse que pasa continuamente de una de sus formas a otra y debiera ser tarea de la ciencia social buscar las leyes de esa transformación». El «método» o modo de proceder se libera algo de la analogía fisicalista y es más genéricamente morfológico: «Las leyes de la dinámica social puedo afirmarlo así únicamente pueden ser establecidas en términos de poder en sus varias formas. Para descubrir esas leyes es necesario, en primer término, clasificar las formas del poder y luego pasar revista a algunos ejemplos históricos importantes de los modos como las organizaciones y los individuos han adquirido el dominio de las vidas humanas»21.

La tendencia fundamental del proyecto científico de Russell es mecanicista y ahistórica (la historia sólo ejemplifica). Tiene, además, un punto de partida formalista: se presenta como «concepto fundamental de la ciencia social» un concepto estrictamente político, el de poder sociológicamente sin cualificar. Ese formalismo (como cualquier otro) hace de quien lo profesa un ecléctico en materia política y social, pues una vez reducida la historia a un catálogo de formas sincrónicamente aducibles, no puede haber nada nuevo bajo el sol y todo es un eterno retorno de lo igual, del igual dominio de clase.

La alusión de Russell a las «varias formas» de poder no implica, en efecto, más que lo que dice: se trata de meras formas. La investigación se reduce a un entrecruzamiento de triviales clasificaciones descriptivas, sobre todo las tres tríadas siguientes: a)poder tradicional-poder desnudo-poder revolucionario; b)poder sacerdotal-poder monárquico-poder revolucionario; c) poder económico-poder sobre la opinión- poder ideológico.

Desde luego que un análisis descriptivo formal de esa naturaleza no es enteramente inútil (casi nunca lo son los tipos de análisis inventados, como éste, por Aristóteles), pero se trata de una investigación meramente preparatoria, completamente incapaz de «fundar», como quiere Russell, «la ciencia social». La elección de una abstracción básica no es nunca en sí misma objetable. Pero hay que saber para qué sirve. Con esta del «poder», como con el resultante análisis, de tradición aristotélica, de las formas de gobierno, se pueden conseguir caracterizaciones micropolíticas, descripciones de la particularidad formal de una situación, que prescinden del contenido sociológico general (clasista) de los acontecimientos y son, por lo tanto y paradójicamente, máximamente abstractas a la par que singulares (la «ambición» es la misma en César que en Robespierre, y tan paso de «poder tradicional» a «poder desnudo» y «revolucionario» es el que media entre Moctezuma y Cortés como el que va del zar al Soviet Supremo). El otro genio de la verbalización, el otro Aristóteles de la tradición filosófica, o sea, Hegel, ha notado y bautizado esta paradoja: lo máximamente singular es lo menos concreto, lo máximamente abstracto, porque le falta «el trabajo del concepto». El pensamiento no parece haber avanzado mucho desde esa metafórica imposición de nombres hegeliana.

Una vez adoptada para alguna investigación sociológica la abstracción básica «poder», ninguna de aquellas mecánicas trivialidades de la analogía formal es falsa, y todas pueden tener alguna utilidad propedéutica. Lo formalista y criticable es su conversión en quintaesencia de la sabiduría social, como le ocurre a Russell. Vale la pena insistir en las raíces metodológicas del trabajo del filósofo en este campo, intentar hacerse con alguna explicación instructiva de la pobreza de sus resultados.

El punto de partida metódico de Russell es un sólido lugar común imprescindible: evitar la falacia naturalista o racionalista, el paralogismo de falsa deducción, por el que fanáticos y pensadores epistemológicamente ingenuos creen en la categórica deducibilidad de sus opiniones. Pero es bastante probable que en el espíritu de Russell la evitación de la falacia naturalista casi inmediatamente en la negación de todo tipo de argumentación. Su modo de hablar, por ejemplo, en Teoría y práctica del bolchevismo tiene una punta de vaguedad que da que pensar al respecto: «es indeseable el intento de basar una teoría política en una doctrina filosófica»22. Lo indeseable es, propiamente, pretender que una teoría política se deduce de una doctrina filosófica o de una teoría científico natural. El uso de «basar» o «fundar» por ese párrafo russelliano sugiere el vicio neopositivista antes aludido, formalismo no menos perjudicial en el método que la falacia naturalista, a saber, la identificación de todo argüir, de todo «basar» con el deducir. Esto explicaría el que el método constructivo de Russell en el campo social sea tan meramente empírico y (como consecuencia) tan oscuramente ideológico. Por decirlo con la expresión epigramática de Sidney Hook: «Como pide demasiado, se contenta con demasiado poco»23. La autolimitación del método podría también explicar las frecuentes contradicciones incluso en conceptuaciones básicas, igualmente señaladas por el citado crítico24.

En sustancia da la impresión de que Russell, exclusivamente acostumbrado a la deductividad o teoría fuerte, o bien al análisis homogeneizador propio de la filosofía analítica un análisis al que se podría llamar «horizontal», sin desniveles en el universo del discurso no considera consecuentemente (pese a sus declaraciones) objeto de atención racional lo que pasa entre la «filosofía», como él dice, y la política, entre la ciencia y la práctica social. Hay en su pensamiento una reducción neopositivista de racionalidad a deductividad, una separación estricta de los varios planos reales aislados por abstracción. Esto pone a Russell muy lejos de su hostilizado marxismo, pues en la génesis de éste hay que situar ante todo la reflexión sobre esos intermundia que unen y separan las ciencias unas con y de otras y todas ellas con y de la práctica. Y no es de esperar que Russell, instalado en sus antípodas, tenga muy buena comprensión del marxismo.

Russell y el marxismo

Mala comprensión de Marx hay ya incluso en las básicas nociones que Russell cree compartir con aquél. En Libertad y organización, por ejemplo, se lee: «Concuerdo en lo principal con Marx acerca de que las causas económicas están en el fondo de la mayoría de los grandes movimientos de la historia, no sólo de los movimientos políticos, sino también de los que se producen en departamentos tales como la religión, el arte y la moral»25. Pero la «base» de Marx, lo «económico» de Marx es el sistema de las relaciones y condiciones (Verhältnisse) de producción. «Lo económico» de Russell es, en cambio, una variedad del «impulso adquisitivo» individual. Se puede, pues, afirmar que la concordancia afirmada por Russell es sólo aparente. Russell quiere decir que acepta parcialmente lo que se suele llamar economicismo, no el marxismo.

A esa incomprensión del concepto más básico pleonasmáticamente básico de Marx, el de Basis, se añaden la ignorancia de la noción de fuerza de trabajo como mercancía26 y la repetición de ingenuidades que ya Marx había comentado y rectificado en Zur Kritik der politischen Ökonomie, o sea, en 185927. Esto último no habla muy favorablemente de las lecturas de Russell en el campo de las ciencias sociales.

Si por el lado de la fundamentación Russell yerra respecto de la noción marxiana de «base» y por lo que hace a las zonas medias o cuerpo de la doctrina de El Capital ignora nociones decisivas, al llegar a la resolución del pensamiento de Marx, a su desembocadura en la política y, en general, en la comprensión de los fenómenos sobreestructurales, el filósofo se encuentra, de modo inevitable, con las implicaciones de su error inicial de interpretación; al igual que críticos antimarxistas muy inferiores a él, Russell cree leer en Marx la floja doctrina de una «motivación» económica de la acción individual consciente. Así confunde la noción marxiana de determinación fundamentadora y funcional de las sobreestructuras por la base con una afirmación (no marxista) de psicología social. En Teoría y práctica del bolchevismo: «Toda política es gobernada por los deseos humanos. La teoría materialista de la historia, en último análisis, requiere el supuesto de que toda persona políticamente consciente está gobernada por un solo deseo: el deseo de aumentar su propio lote de comodidades; y, además, que el método para cumplir ese deseo consistirá usualmente en aumentar el lote de su clase, y no sólo el suyo propio individual […]. Para Marx, que heredó la psicología racionalista del siglo XVIII de los economistas ortodoxos británicos, el propio enriquecimiento parecía ser el objetivo natural de las acciones políticas de un hombre»28. Y dieciocho años más tarde, en El Poder…, escribe como consideración crítica del marxismo: «Cuando se han asegurado cierto grado moderado de comodidad, tanto los individuos como las comunidades persiguen el poder más que la riqueza, buscan la riqueza como un medio para el poder, o quieren aumentar la riqueza para aumentar el poder: pero tanto en el primer caso como en el último, su motivo fundamental no es económico»29.

Al hablar de motivación individual, la crítica cae fuera de la temática marxista fundamental, que no es entendida. Por lo demás, Russell no entiende tampoco correctamente la vinculación de Marx con la Ilustración. Esa vinculación se explica con los mismos conceptos de Marx: Marx produce elementos fundamentales de la consciencia revolucionaria del proletariado ascendente. Una clase ascendente representa de modo más o menos duradero los intereses de toda la sociedad, intereses universales, intereses de la especie en cuanto representada por la sociedad de que se trata. Esa es, precisamente, la situación de la consciencia ilustrada de la burguesía (con las limitaciones debidas a la naturaleza ideológica de la universalidad burguesa, puesto que la burguesía no pueda superar/abolir la sociedad de clases). Marx ha recogido con toda consciencia (y no sólo en la génesis de su pensamiento político) elementos «universales» de la Ilustración burguesa. Pero no ha recogido, precisamente, su ideológica ilusión racionalista y naturalista. Para Marx, por lo pronto, no hay objetivos «naturales» de las acciones políticas de un hombre, sino siempre objetivos puestos, construidos, según el modelo de su célebre comparación, reproducida por Engels, del arquitecto con la abeja. Pero, sobre todo, la misma interpretación materialista y dialéctica de la historia implica la negación de la «psicología racionalista del siglo XVIII». Desde La ideología alemana (y hasta, en ella, exacerbadamente, por la falta de elaboración y afinamiento crítico del pensamiento marxiano en la época de redacción de ese texto), Marx supone que el caso normal de la acción de clase es precisamente la inconsciencia de clase. Ése es el sentido de la fórmula lapidaria que Lukács recogería, fundadamente, como motivo expresivo de la crítica marxiana de la sobreestructura: «No lo saben, pero lo hacen». Marx, contra la errónea lectura russelliana, ha sido el primer «psicoanalista» explícito.

Todas las falsedades e incomprensiones aludidas hacen pensar que Russell no ha sospechado siquiera el tipo de abstracción básica morfológica que caracteriza el trabajo de Marx en El Capital. Si la historia no fuera historia de las luchas de clases, si la sociedad presente no fuera disimulado escenario de una guerra permanente entre las clases, podría sorprender esa deficiencia de la lectura de Marx por Russell. Pues la abstracción básica de Marx debería haber sido fácilmente identificable para Russell, por dos causas. Primero, porque un filósofo analista y epistemólogo está generalmente muy bien situado para averiguar cuáles son las nociones fundamentales del autor al que lee; segundo, porque la abstracción básica de Marx en sus trabajos más teóricos, la noción de formaciones económico-sociales, tiene mucho que ver con la «dinámica de las formas de poder» que Russell mismo ha descrito aunque reduciendo de modo formalista el concepto de poder en sentido jurídico-político como terna de la «ciencia social»30.

Eso da un motivo más para buscar las raíces de clase de la deficiente comprensión de Marx por Russell.

Las raíces del pensamiento social de Russell

Salvo en la fase de excitación de la guerra fría, Russell ha pretendido oponerse al marxismo y al bolchevismo, al intento de socialismo existente en este siglo, sin defender por ello el capitalismo. En Teoría y práctica del bolchevismo hay una expresión característica al respecto, e interesante también desde otros puntos de vista, a saber, por la implícita afirmación de leyes históricas, tantas veces negadas por el filósofo. Dice así el paso: «Oponerse [al bolchevismo] desde el punto de vista del defensor del capitalismo sería, en mi opinión, enteramente inútil, y contrario al movimiento de la historia en nuestros tiempos»31. Se le pueden creer a Russell las intenciones no apologéticas del capitalismo, porque mientras que la fase de la guerra fría es un período aislado en su vida, en cambio, declaraciones de principio incompatibles con el capitalismo se encuentran en toda su producción literaria. En Roads to Freedom (1918) escribía Russell: «Creo que la abolición de la propiedad privada de la tierra y del capital es un paso necesario para llegar a un mundo en el cual las naciones vivan en paz entre ellas»32. Y casi veinte años más tarde, en In praise of Idleness, fundamentaba la esperanza en un «socialismo democrático» en consideraciones teóricamente socialistas: que la motivación por el beneficio desaparecerá, que es imposible distribuir adecuadamente el ocio bajo el imperio del motivo del beneficio, que mientras éste impere persistirá la inseguridad económica, que el mundo no puede seguir tolerando la existencia de gente ociosa y parásita, que no es posible realizar bajo los azares de la motivación por el beneficio los numerosos servicios públicos que están reclamando satisfacción, y que argumento supremo para Russell no es posible evitar las guerras mientras subsista la economía concurrencial33. En esta misma obra Russell había dado, incluso, sentido socialista a su antifascismo, en contradicción con posteriores palabras suyas, ya citadas aquí, del período de la guerra fría: «Mis objeciones al fascismo son más simples que mis objeciones al comunismo, y, en cierto sentido, más fundamentales. El propósito del comunismo es un propósito con el cual, en conjunto, estoy de acuerdo; mi desacuerdo se refiere a los medios más que a los fines. Pero en el caso del fascismo me disgustan los fines tanto como los medios»34. Se observará, de paso, que esta típica distinción expresa muy bien la característica del pensamiento de Russell en que se inspira el término, antes adoptado, de «liberal-socialismo»: si socialismo fuera sólo pensamiento teórico, Russell sería socialista. Pero socialismo es también pensamiento práctico (y práctica), y el pensamiento práctico de Russell, su pensamiento sobre «los medios», que quiere decir sobre los fines transitorios, es liberal. La unilateralidad meramente «teórica», contemplativa y especulativa, del semisocialismo de Russell habla de una tensión ya presente en el mismo plano teórico, al igual que en las esferas tonales o afectivas. Habría sido falsear los datos el ignorar las declaraciones socialistas de principio de Russell que se acaban de recordar. Pero tampoco es posible olvidar los elementos de consciencia burguesa activa que salen constantemente al paso en la lectura de Russell. En el plano teórico, el más básico de esos elementos es la degradación en biologismo ahistórico de un motivo del pensamiento social de Russell que sería en sí mismo muy de apreciar particularmente en unos años como éstos, en que predomina el olvido anticientífico de instancias reales importantes, a saber, la percepción, siempre abierta para el filósofo, de la sociedad como integración zoológica. La frustración de ese motivo en un antihistoricismo inevitablemente conservador, como toda ignorancia de la historia se manifiesta sobre todo en la doctrina político-social russelliana de los instintos básicos y las pasiones. No es probable que la crítica del pensamiento social de Russell pueda mejorar sobre este punto la exposición de McGill, que precisa la función de «apologética indirecta» (por usar el penetrante término lukácsiano) que tiene esa doctrina: «La teoría del señor Russell sobre el poder y la codicia no es, tal vez, tan importante es sí misma cuanto en el uso al que se aplica. La teoría suministra justificación del general escepticismo y del pesimismo de sus libros, así como de su visión estática o cíclica de la historia, basada en el monótono flujo y reflujo de las pasiones; y ofrece también la razón principal para condenar o despreciar toda institución que posea poder real e intente conquistar más poder, sobre todo si esa institución sostiene ideas parecidas a las del señor Russell»35. La última y aguda observación de ese párrafo apunta a una reacción común entre intelectuales, a la particular impaciencia de éstos con los resultados históricos siempre en proceso de la real lucha de clases, a la tenaz sustitución por los intelectuales de la realidad revolucionaria por las «ilusiones heroicas». Pero aunque la reacción sea frecuente incluso entre intelectuales más concretamente socialistas que Russell, en éste el fundamento teórico de esa conducta es inequívocamente burgués, por su psicologismo y su mecanicismo formalista, que eternizan contemplativamente los datos sociopsicológicos como si se tratara de constantes biológicas. Por eso está justificada la protesta irritada de V. J. McGill:, «La reforma de las pasiones es una idea constante del señor Russell. Sise tratara de algo realmente fundamental, Russell nos hablaría más del método para conseguir esa reforma, y nos administraría menos pesimismo»36. Lo esencial del juicio de McGill que no parece refutable mientras la consideración del pensamiento político-social de Russell no atienda más que a la doctrina articulada en escritos es la inserción del filósofo en la tradición de críticos temerosos de la fuerza social el «pueblo», la burguesía, la clase obrera que en las varias fases históricas había de ser agente del cambio: «Un luminoso escepticismo solar, basado en una teoría de las pasiones que tiende siempre al fatalismo, constituye el trasfondo persistente de sus varios libros de finalidades reformistas. Como en el caso de Montaigne, de Condillac y de Voltaire, lo que se recuerda y queda es la brillante revelación de la locura y la perversión humanas, no los ocasionales remedios sugeridos»37.

El pesimismo russelliano y el tono elegíaco ya antes observado son explícitamente nostalgia de la serenidad de ánimo progresista. Russell ha escrito en My Mental Development que cuando estaba en Cambridge «el mundo parecía esperanzador y sólido; todos estábamos convencidos de que el progreso del siglo XIX continuaría»38. Puesto que el mismo Russell y en la misma época a que aluden las palabras recién recordadas conocía los límites y las ambigüedades del progreso burgués, la evocación del perdido estado de ánimo documenta la contradictoriedad de una consciencia dividida entre la adhesión a un momento del proceso histórico caracterizado por el ascenso del capitalismo y el reconocimiento de la caducidad de esa situación.

En la tonalidad elegíaca se manifiestan las raíces burguesas del pensamiento social de Russell no menos que en el biologismo ahistórico de sus concepciones básicas. Lo mismo se puede decir del formalismo metódico de Russell en el campo de los problemas político sociales. La célebre carta de Russell al New York Times (11 de febrero de 1941), en la que explicaba el abandono de su anterior pacifismo genérico, es una muestra muy interesante de aquel formalismo, precisamente por lo patético del contexto: «Hasta la entrevista de Munich, incluyendo ese mismo momento, fui partidario de la política de apaciguamiento […] Fui incluso más lejos que la mayoría, y creí que en aquel momento histórico había que evitar la guerra por grave que fuera la provocación. Cambié de opinión luego […] A la vista de lo que ha ocurrido desde entonces, parece que habría sido mejor para el mundo que Alemania hubiera sido frenada en un estadio anterior; pero sigo pensando que los argumentos en favor de la política de apaciguamiento eran muy sólidos»39. Lejos del plano teórico, el formalismo del pensamiento político de Russell es todavía más llamativo: como si no existiera no ya la obra de Marx, sino ni siquiera un manual de sociología académica, Russell habla del Pacto de Munich como de una cuestión técnica sin contenido de clase, como si las razones de los políticos imperialistas occidentales para firmarlo no hubieran sido las de una postrer esperanza de la burguesía monopolista occidental de resolver la crisis interna imperialista descargando la tensión mediante una estrategia unitaria antisocialista, lo que en la época no podía significar sino estrategia contra la URSS. (Todo lo cual no implica particular perversión personal de Daladier y Chamberlain, sino pura y simplemente un modo de intentar resolver los problemas del imperialismo, diferente del luego preferido por Churchill, De Gaulle y Roosevelt).

Esta reducción de la decisión política a cuestión de cálculo o técnica sin determinación o contenido social es la consecuencia práctica del formalismo general del pensamiento de Russell. El formalismo llevado a ese extremo permite calificar un poco más precisamente la naturaleza ideológica de ese pensamiento. El formalismo, en efecto, es característico, en su pureza, de una precisa capa burguesa moderna. No basta con decir genéricamente que es ideología burguesa. Con la difuminación propia de las generalizaciones en este campo, se puede pensar que el formalismo es sobre todo característico de la capa intelectual no-gobernante de la burguesía en el poder. El sentido social del formalismo es una utópica afirmación casi siempre inconsciente del poder de los intelectuales, lo que no quita que el núcleo burgués monopolista que verdaderamente domina la sociedad adopte activamente. esa ideología falsamente antiideológica. Lo hace sobre todo en momentos de particular florecimiento de su dominio, pues fingirse libre de ideologías es afirmarse como definitivamente hegemónico, como sostenido por la mera fuerza de la realidad. Pero sólo en formas vulgarizadas como en la ideología tecnocrática llega a tener éxito político esa ideología del grupo intelectual. Y entonces es, en aparente paradoja, cuando pierde su inicial contenido preciso de grupo y se concreta en apología de las capas burguesas directamente dominantes, que se mimetizan con el ambiente técnico.

Las páginas de Russell abundan en enunciados reveladores de las nostalgias, las ambiciones y los valores de la capa intelectual burguesa no dominante, pero presente en el aparato hegemónico, al menos en el interno a la burguesía. Así, por ejemplo, en Teoría y práctica del bolchevismo, «quienes aceptan el bolchevismo se niegan a dejarse persuadir por las pruebas científicas y cometen un suicidio intelectual»40. El gran burgués no es tan sensible a ese suicidio como a otros, y hasta se podría sospechar que esa muerte no le quita en absoluto el sueño. Se lo quita a su intelectual, en cuyo sistema de valores la vida intelectual ocupa el lugar más alto y en cuyas pesadillas aparecen mucho más frecuentemente Zdanov e Ilichov, sosias de los censores fascistas, que los técnicos del control de tiempos que pueden protagonizar pasivamente ciertas fantasías obreras.

Dicho sea de paso a propósito del breve texto de Russell recién citado: también hay otras posibilidades de cometer suicidio intelectual. Pues si no hay una relación de implicación entre la «filosofía» social y la práctica social, entre la actividad intelectual pura y la práctica, como lo afirma justamente Russell, ¿por qué va a implicar la acepción del bolchevismo de una práctica un suicidio intelectual? La falacia naturalista se puede cometer también por implicación inversa, como la comete aquí Russell.

Más, incluso, que el formalismo, el idealismo, el subjetivismo y el psicologismo del método del pensamiento social de Russell documenta su naturaleza ideológica la falta de conceptos totalizadores. Éste es un rasgo genéricamente burgués, pero también específico del grupo intelectual moderno. La particularidad de la capa dentro de la clase en las condiciones modernas de la división del trabajo tiende a manifestarse en fragmentariedad de la visión. Esa fragmentariedad es hasta ahora el precio del rendimiento analítico de los intelectuales (no sólo en la época moderna). La entera clase dominante acarrea en mayor o menor medida la particularidad, el particularismo de la visión de sus intelectuales, porque el rendimiento analítico de éstos le ha enseñado a respetar como virtud esa insuficiencia. Pero no siempre es fecundo el reverso de la fragmentariedad individual. A veces es estéril y ridículo, aunque proceda de la masa encefálica de Russell: «En un mundo sensato, todos los que estuvieran en relación con la manufactura de alfileres se dedicarían a trabajar cuatro horas en lugar de ocho, y todo lo demás continuaría como antes».41 No parece fácil encontrar una manifestación más notable de la incapacidad de pensar el todo social concreto. La idea de que un capítulo del sistema económico pueda alterarse drásticamente «y todo lo demás continuar igual» parece insuperable. Y sin duda lo es como chiste. Pero en la misma obra de Russell se encuentra rebasada por desarrollos terciafuercistas que reducen las cuestiones históricas a problemas técnicos olvidando la articulación totalizadora del sistema social, el hecho de que la evidente presencia de elementos heterogéneos en una formación social no puede ser objetivo estable de la acción política, sino que es resto cambiante, testimonio de la resistencia del pasado, a menos que se trate de una heterogeneidad en gran parte ficticia, esencialmente asimilada por las sustancias y las características dominantes del sistema; o sea, a menos que la heterogeneidad carezca de importancia para la lucha de clases, para la distribución del poder en la sociedad. Lo cual no es precisamente el caso de esta formulación temprana de la utopía moderada y formalista de Russell: «La abolición de la empresa capitalista privada, que piden los socialistas marxistas, apenas si parece necesaria. Los más de los hombres que construyen sistemas de reformas, como los más de aquellos que defienden el statu quo,no conceden bastante importancia a las excepciones y a la insensibilidad de un sistema rígido. Una vez restringida la esfera del capitalismo y rescatada de su dominio una amplia proporción de la población, no hay razón para desear que sea abolido totalmente».42 Y, sin embargo, Russell habría podido descubrir muy bien la razón que hay para ello, pues él ha usado a troche y moche la palabra que la expresa: esa razón es el problema del poder, pero del poder concreto.

Formalismo (con su secuela de ideología tecnocrática), subjetivismo, idealismo, psicologismo son las documentaciones principales de la ideología de grupo-en-clase, de grupo intelectual en la clase burguesa, que caracteriza el pensamiento social de Russell. En el plano teórico todos esos rasgos desembocan en la falta de conceptuación totalizadora, característica de la burguesía descendente y, con más inmediata motivación, del grupo intelectual que corresponde orgánicamente a esa clase dominante en la fase final del imperialismo. Círculos intelectuales burgueses más ignorantes o más ligados ideológicamente al pasado pueden aún arbitrar sistemas culturales totalizadores, pero sólo mediante la ignorancia programática de la realidad económica (producción) y sociocultural (destrucción de viejos vínculos microsociales y caducidad de creencias integradoras tradicionales). De aquí que la mayoría de esos arbitrarios intentos de suministrar a este capitalismo tardío una totalización cultural se apoyen tan a menudo, desde Klages y algunos motivos de Nietzsche hasta las varias modas mágicas, orientalistas y neoschopenhauerianas, en el irracionalismo que aparece y reaparece durante todo el siglo XX en la agitada imagen ideológica, con un prolongado forcejeo que caracteriza la época de crisis, de final de este nuevo antiguo régimen.

Los escritores más orgánicos con la clase dominante están demasiado cerca intelectualmente de las reales condiciones de la producción capitalista-monopolista para permitirse ilusiones totalizadoras, conocen demasiado bien la situación social de la ciencia en esta era para poder creer en su regeneración cultural. Cuando, con ese conocimiento, son cabezas rectas en las que la voluntad de engaño resulta, cuando menos, inverosímil (como es el caso de Russell), la ausencia de instancias totalizadoras en su pensamiento es a la vez testimonio de la fiabilidad intelectual de estos autores, de su organicidad con la clase dominante y de la fragmentación del sistema.

Tiene interés pasar, por un momento, del plano más conceptualizado, más teórico, a los universos del discurso más inmediatos, prácticos y emocionales, para recordar unos cuantos textos curiosos de Russell que expresan directamente unas veces con angustia, otras con optimismo petulante ansias específicas del grupo intelectual que acaso no digan gran cosa al núcleo de la gran burguesía. Este tema de la caracterización particularizadora del grupo intelectual dentro de una clase dominante tiene una larga tradición con capítulos arcaicos tan prestigiosos como los que se podrían encabezar con los rótulos «Demócrito» y «Platón». Pero sin duda ha cobrado mayor importancia con la inserción directa o indirecta de una gran cantidad de intelectuales en el ciclo productivo, según las tempranas observaciones de Gramsci, que es el clásico marxista del tema.

La contraposición entre libertad exterior (a la que se está dispuesto a renunciar en alguna medida) y libertad interior (absolutamente irrenunciable) es, sin duda, en parte herencia religiosa del cristianismo, con su implícito desprecio de lo «exterior». Pero tampoco puede dudarse de que es un prejuicio que viene como anillo al dedo al idealismo profesional (es decir, socialmente funcional) del grupo de los intelectuales: la sublimidad de lo «interior» es a la autoestimación y a los privilegios del trabajo intelectual como la vileza de lo «exterior» a la modestia de los salarios; lo «interior» es intelectual y lo «exterior» es manual. Russell construye abiertamente este prejuicio de casta, con el agravante, a veces, de una aceptación acrítica de la organización de la ciencia tal como hoy existe: «El doble problema de preservar la libertad interior y disminuir la exterior es problema que el mundo debe resolver, si han de sobrevivir las sociedades organizadas sobre el conocimiento científico»43´.

Otras veces el rendimiento intelectual se presenta en los escritos de Russell como valor excepcional capaz de justificar incluso lo que el filósofo está condenando en el mismo contexto: «El concepto del deber, hablando históricamente, ha sido el medio utilizado por los detentadores del poder para inducir a los demás a vivir por el interés de sus amos más que por su propio interés. Por supuesto que los detentadores del poder disimulan este hecho ante sus propios ojos, arreglándoselas de manera que llegan a creer sus intereses idénticos a los grandes intereses de la humanidad. Algunas veces esto es verdad: los atenienses poseedores de esclavos, por ejemplo, empleaban parte de su ocio aportando una contribución permanente a la civilización que hubiera sido imposible bajo un sistema económico justo»44. La posición del grupo intelectual oculta aquí a Russell una hipótesis demasiado gruesa para ser implicación inconsciente de un pensador tan crítico como el filósofo, a saber, que los descubrimientos e invenciones griegas sean funciones del esclavismo en general. ¿Por qué en Grecia, entonces, y no en Mesopotamia o el norte de África, aún más abundantes en esclavos? Una cosa es que la concreción histórica «ciencia griega» haya nacido efectivamente como ha nacido. Otra la afirmación metafísica de que sólo habría podido nacer así. Aparte de eso, no se ve que los esclavos griegos quedaran incluidos en el «interés general de la humanidad» promovido por sus parásitos señores. Lo que sí se ve en la reflexión de Russell es el valor excepcional dado a lo que represente función de los grandes intelectuales. Sus palabras implican que sólo el Organon (y quien dice Organon dice Principia Mathematica) puede justificar la esclavitud, la jurídica o la salarial.

No falta tampoco el sospechoso motivo platónico del «sabio», la presentación del pensador como modelo de conducta política. El fundamento de esta tesis es siempre, desde Platón, la concepción psicologista y moralista de la vida social, según una visión que ignora la materialidad de las clases. Así ocurre también en la exposición de Russell: «Si los impulsos fueran menos tenidos en cuenta, si el pensamiento fuera menos dominado por la pasión, los hombres preservarían sus almas contra la aparición de la fiebre guerrera y los conflictos serían arreglados amistosamente. Solamente aquellos en quienes el deseo de pensar verdaderamente constituye una pasión son los que hallarán este deseo en condiciones de dominar las pasiones de guerra»45.

La prosopeya de ese «aquellos» mayestático contenía ya la ingenua petulancia desvergonzada con que Russell reivindica los privilegios del grupo intelectual orgánico de la clase dominante: «[…] la eficacia de los trabajos mentales, incluyendo el trabajo de la educación, requiere verdaderamente más comodidades y períodos más largos de reposo de los que se requieren para la eficiencia del trabajo físico, aunque sólo fuera a causa de que el trabajo mental es menos sano fisiológicamente»46. No se le escapa a Russell que esa declaración puede resultar poco grata a algunos obreros atrabiliarios. Y hay que evitar toda «oposición peligrosa del trabajo [organizado: inglés labor] contra la vida mental». La solución «no está en ir contra el movimiento obrero, que es demasiado fuerte para ser contrariado con justicia». La verdad es que tampoco esta abierta declaración resultaría muy agradable a uno de esos obreros aludidos, excesivamente suspicaces. Por eso el final del desarrollo es bondadosamente paternalista: en el fondo, se puede hasta admitir que los obreros piensen, aunque siempre es mejor que deleguen el pensamiento en los intelectuales progresistas: «El camino recto es mostrar por la práctica que el pensamiento es asequible a los trabajadores, que sin el pensamiento no se pueden realizar sus reivindicaciones positivas y que hay hombres en el mundo del pensamiento que quieren consagrar sus energías a ayudar a la clase trabajadora en su lucha. Estos hombres, si son inteligentes y sin ceros, pueden evitar que el trabajo [sindicado: labor]se convierta en destructor de lo que es la vida del mundo intelectual»47. Al lector de Russell corresponde averiguar si esos hombres inteligentes y sinceros son dirigentes sindicales socialdemócratas o, lisa y llanamente, funcionarios de la policía social.

Por lo demás, no crean los obreros que el intelectual burgués es, como el burgués por excelencia, insaciable y cruel. Los grandes burgueses son, en efecto, seres ansiosos de riqueza, porque han de acumular individualmente para invertir privadamente. Pero su intelectual orgánico no es así. Antes al contrario, le repugna la «adoración del dinero»: «Quiero demostrar cómo la adoración del dinero es un efecto y una causa de la disminución de vitalidad y cómo deben ser cambiadas nuestras instituciones en el sentido de que la adoración del dinero aumente menos y crezca más la vitalidad general. No es el deseo del dinero, como medio para alcanzar objetos determinados, lo que está en cuestión. Un artista luchador desea el dinero a fin de tener holgura para su arte; pero este deseo es finito» a diferencia del del gran burgués «y se puede satisfacer plenamente con una suma muy modesta»48. Ese texto, representante de toda una larga serie de análogas declaraciones tradicionales en los intelectuales de la era burguesa, desde Erasmo hasta Unamuno, se podría leer como una farisaica disculpa ante la clase obrera por los privilegios del grupo intelectual, acompañada por un servil guiño de reojo a la gran burguesía dominante. Diría así a los unos: «nuestro privilegio, por lo demás imprescindible para la ficacia del trabajo mental, es muy modesto». Y sugeriría a los otros: «No os saldremos caros». Todo esto está connotado, efectivamente, por la formulación. Pero su denotación central es otra: es la afirmación programática de la utopía social tantas veces realizada individualmente por intelectuales de la dorada medianía pequeñoburguesa, serena e intelectualmente fecunda, frente a la peligrosidad del veloz cambio capitalista, protagonizado por la pugna sorda o abierta de las dos clases definitorias o principales, la gran burguesía y el proletariado. Por más orgánica que sea a la clase dominante, el grueso de la intelectualidad burguesa de corte tradicional es, en su consciencia, no burguesa a secas, sino precisamente pequeñoburguesa: le repugna la hybris de sus patronos y le asusta la activa respuesta de la clase obrera. El mundo ha seguido moviéndose aún después de que se conquistaran las dos cosas a que aspiró, hasta el siglo XIX, en unión con el resto de la burguesía, el intelectual tradicional, sobre todo el muy productivo, el «gran intelectual», como decía Gramsci: la libertad de expresión y la posibilidad de entrar en un mercado, dejando de ser siervo personal del mecenas. Como el Advenedizo del Faust, el intelectual burgués sobre todo el «grande», el que produce y articula hegemonía querría detener el mundo, ahora que está tan bien instalado en él. (Habría querido detenerlo, más propiamente, hacia 1910; al menos en los países más industrializados). La peculiaridad pequeñoburguesa del gran intelectual burgués es el fundamento de dos fenómenos característicos: la vacilación de sus concepciones políticas tomada por Lenin, en una caracterización célebre, como esencia de la consciencia pequeñoburguesa y la desconfianza y hasta hostilidad con que le miran los mismos que le conceden una modesta cuota de plusvalía (cuando se la conceden y no se limitan a arrancarle a él menos que a los obreros), o sea, la alta burguesía, particularmente en las fases en que ésta recurre a métodos fascistas de organización de su dominio.

Ambos rasgos se presentan en Russell con exagerada acentuación. Pocos grandes intelectuales burgueses tan contradictorios como él, desde sus intemperancias en la guerra fría hasta sus declaraciones de socialismo y sus actividades antiimperialistas. Y pocos tan antipáticos como él, a su propia gran burguesía, la cual le permitió conocer detenidamente sus cárceles y sus tribunales.

Aparte de que la génesis ideológica de una proposición no determina su valor lógico, sino su función posible en un momento dado de la lucha de clases, la agudeza lógica de Russell y la calidad moral de sus actitudes personales bastan para que no se abandone la consideración de su pensamiento sin preguntarse por lo que puede aprender de él el socialismo existente.

La enseñanza de Russell

Dos tipos de enseñanza contiene la obra de Russell que pueden ser útiles para el pensamiento socialista: enseñanza crítica y enseñanza programática.

Las críticas de Russell a la experiencia de la III Internacional, y principalmente a la soviética, son a menudo superficiales. Pero al menos en tres puntos tienen interés.

El peligro de «bonapartismo», de detención de la transformación socialista y consolidación de algún estadio de su camino antes de llegar a los más esenciales, es, desde los escritos de Trotski, una cuestión muy conocida. Se trata de un riesgo visible, que ha sido percibido desde varios puntos de vista en el seno mismo de la tradición bolchevique: Gramsci, por ejemplo, había visto el riesgo bonapartista, la militarización de un statu quo revolucionario parcial, precisamente en las actitudes de Trotski en la primera mitad de la década de 1920. Hay que decir que Russell había señalado ese problema antes que Trotski y antes que Gramsci, en 1920, durante la guerra civil rusa: «En la presente situación me parece ver tres posibilidades. La primera es la derrota final del socialismo por las fuerzas del capitalismo. La segunda es la victoria de los bolcheviques acompañada por una completa pérdida de sus ideales, y un régimen de imperialismo napoleónico»49. La base de esa observación de Russell es su pesimismo histórico, antirrevolucionario y claramente burgués. Pues «la tercera [posibilidad] es una prolongada guerra mundial, en la que la civilización puede venirse abajo, y todas sus manifestaciones (incluido el socialismo) ser olvidadas», de modo que lo único que no es posibilidad alguna es un buen desarrollo socialista. Pero, repítase, génesis no es lo mismo que valor veritativo de una proposición: queda el hecho de que Russell ha visto el riesgo de bonapartismo en la URSS mucho antes de que fuera posible atribuírsele al chivo expiatorio (nada inmaculado, por lo demás) J. V. Stalin. Eso es una seria advertencia para el pensamiento socialista no utópico.

Aun antes, en 1916, Russell había subrayado la difícil problemática de la propiedad social en el período de construcción socialista, la importante cuestión de las relaciones entre la clase obrera y su estado, tan a menudo encubierta por el entusiasmo ideológico: «En una comunidad socialista, el Estado sería el patrón y el obrero individual tendría una intervención en su trabajo casi tan pequeña como la que tiene al presente. Esa intervención, si se ejercía, sería indirecta, por medio de los canales políticos, y tan insignificante y vaga que no proporcionaría una satisfacción apreciable»50. La estimación russelliana ignora todo el elemento propiamente soviético (de los consejos obreros) del pensamiento socialista. Pero, como lo muestra una experiencia abundante, esa ignorancia no anula todo el valor de la observación.

En este plano crítico, por último, se puede recordar el útil reverso de su idealismo, ya criticado aquí: la insistencia de Russell en la dinámica de las sobreestructuras en general y de la política en particular (cuestión del poder del estado) es un correctivo del mecanicismo que él mismo profesa tan a menudo.

No menos interesantes son, como motivo de reflexión socialista, observaciones de Russell que apuntan constructiva o programáticamente a necesarios cambios de acentuación en el razonar revolucionario. Ya en 1916 ha condenado Russell la moral de la eficiencia pura, viendo acertadamente en ella su raíz capitalista: la «filosofía del dinero», «aparte de otros deméritos, es dañosa porque conduce a los hombres a aspirar a un resultado más bien que a una actividad […]51». Russell no es nunca medievalizante: ese pensamiento se tiene que leer como propuesta de que una sociedad futura se plantee como problema la tensión entre la necesaria eficacia social y la esencialidad del objetivo de poner la vida por encima de la función.

En Elogio de la ociosidad, Russell denuncia algo que la literatura socialista tardó en identificar como escollo grave para la formación de la consciencia de clase y revolucionaria en general: «La preocupación maquinista ha producido lo que podríamos llamar la falacia del manipulador, que consiste en tratar a los individuos y a las sociedades como si fueran inanimados, y como si los manipuladores fueran seres divinos»52.

La motivación libertaria que se transparenta en varios de los puntos aludidos se explicita en el terreno de la política cultural: «Es en las cuestiones que los políticos suelen ignorar ciencia y arte, relaciones humanas y la alegría de vivir adonde el anarquismo es más sólido […] El mundo que debemos buscar es un mundo en el que el espíritu creador esté vivo, en que la vida sea una aventura llena de alegría y esperanza, basada más bien en los impulsos constructivos que en el deseo de retener lo que poseemos o de apoderarnos de lo que poseen otros»53. Como queda dicho, Russell no ha profesado un anarquismo consecuente. Pero la punta de inspiración libertaria que hay en su pensamiento anima todas esas ideas críticas o programáticas en las que es posible ver enseñanza o motivo, al menos, de reflexión para el socialismo marxista; éste es el único socialismo que ha conseguido hasta hoy construir realidad social, y debería ser ya lo suficientemente maduro y experto para prestar atención, con la mirada puesta en sus propias deficiencias, a los motivos de otra tradición revolucionaria que se ha mostrado incapaz hasta ahora de vencer la resistencia de las clases dominantes capitalistas, pero que dispone también de un tronco de experiencia social pertinente para la construcción del socialismo. Un debilitado eco de esa tradición basta para hacer de Russell un crítico interesante de la experiencia socialista.

De todos modos, la aportación más valiosa de Russell a la formación de una consciencia socialista y a la comprensión del mundo presente es involuntaria: es la aportación de su mero ser político-social, el significado de Russell no como autor, sino como dato. El pensamiento social de Russell es muy valioso como dato porque es un pensamiento honrado, incluso cuando resulta superficial. El dato Russell está cargado de información sobre la situación del filósofo, el científico y el artista (él fue todo eso) en una época de transición revolucionaria. Russell revela la desesperación inicial sobre los valores de la antigua formación social e, inconscientemente, sobre la posición de los intelectuales tradicionales («una fe nueva y duradera escribe Russell en Misticismo y lógica– puede erguirse sólo sobre el firme fundamento de una desesperación inexorable»54). Y revela también los momentos vacilantes de debilidad, característicos del intelectual consciente de la crisis del nuevo antiguo régimen, pero sin raíces orgánicas con el movimiento obrero («[… ] el mundo se movía cada vez más en dirección a la guerra y la dictadura, y no vi que pudiera hacer nada útil en el terreno práctico. Por eso me dediqué más a la filosofía y a la historia de las ideas»)55. Y presenta, por últimoen los momentos de recuperación desde aquella debilidad, la afirmación de que la función del científico y del filósofo es democrática y revolucionaria, que el científico debería luchar contra «la ascendencia del fascismo», porque esa ascendencia es «la rebelión contra la razón»56.

En Russell, como dato, cobra sentido la casi inabarcable serie de contradicciones entre sus afirmaciones político-sociales de años diferentes y a veces de un mismo año. Muchas de esas inconsecuencias se han recogido aquí sin particular piedad. Pero también es obligado recordar que la última aportación de Russell, su involuntaria revelación de la crisis de la función tradicional de los intelectuales, es sobre todo valiosa porque fue acompañada y autentificada por la práctica. Aquí no se contentó, como en la teoría social, con demasiado poco por haber exigido verbalmente mucho, sino al contrario. Y esto es también una enseñanza.


Notas

1 «Reply to Criticisms», en The Philosophy of Bertrand Russell, editado por Paul Arthur Schilpp, 3.ª ed., New York, 1951 (sigla TPBR), pp. 730-731.

2 Sidney Hook, «Bertrand Russell’s Philosophy of History», en TPBR, p. 646.

3 Freedom and organization, London, 1934, pp. 198-199.

4 En el prólogo a Roads to Freedom, por ejemplo, Russell enumera las «causas principales del cambio político entre 1814 y 1914». Que resultan ser: la técnica económica; la teoría política o los ideales políticos; los individuos de capacidad excepcional o en posición estratégica; el azar. ¿Cuáles serán las causas secundarias?

5 «El concepto de la «filosofía» en Russell», en Homenaje a Bertrand Russell, recopilación de ensayos por Ralph E. Schoenman, Barcelona, 1968 [sigla HBR], p. 204.

6 History of Western Philosophy, London, 1945, p. 11.

7 Autoridad e individuo, México; 1949, p. 9.

8 De todos modos, ya la misma consciencia de lo biológico que se aprecia en el pensamiento de Russell (y no sólo a propósito de cuestiones sociales, sino también, por ejemplo, en algunas fases de su epistemología) puede tener consecuencias conservadoras, porque le falta consciencia histórica con la que sintetizarse o complementarse. Esa carencia la hace fijista, degrada a veces la consciencia biológica en un biologismo fatalista que considera eternos fenómenos en realidad históricos, como el «deseo de dominio» y otros «instintos». He aquí un ejemplo particularmente significativo, porque procede de una de las temáticas en que Russell ha sido más libre: la ética sexual. «El deseo de dominio es un ingrediente de la mayoría de las pasiones sexuales de los hombres, especialmente de los que son fuertes y serios […] El resultado es una lucha por la libertad, de una parte, y por la vida, de otra. Las mujeres sienten que tienen que proteger su individualidad; los hombres sienten, frecuentemente de un modo implícito, que la represión del instinto que se les pide es incompatible con el vigor y la iniciativa. El choque de estos dos momentos opuestos hace imposible la mezcla real de personalidades. […] Yo dudo que haya una cura radical, a no ser alguna forma de religión tan firme y sinceramente creída que dominara hasta la vida del instinto.» (Principios de reconstrucción social, Madrid, 1921, pp. 204-205).

9 Autoridad e individuo, p. 223.

10 Principios.., p. 47.

11 Ibid, pp. 128-129.

12 Ibid, p. 260.

13 Elogio de la ociosidad y otros ensayos, Madrid, 1953, p. 23

14 El impacto de la ciencia en la sociedad, Madrid, 1952, p. 62.

15 lbid., pág. 78.

16 lbid., pág. 120.

17 Georg Lukács, El asalto a la Razón, Barcelona-México, 1968, p. 655.

18 «My Mental Development», en TPBR, p. 16.

19 Principios…,p. 5.

20 Teoríapráctica del bolchevismo, Barcelona, 1969, p. 110.

21 El poder en los hombres y en los pueblos, Buenos Aires, 1946, pp. 12-14.

22 Teoría y práctica del bolchevismo, p. 101.

23 Sidney Hook, en TPBR, p. 648.

24 V. Sidney Hook en TPBR, especialmente p. 652.

25 Freedom and Organization,p. 198.

26 Cfr. German Social Democracy, London, 1896, p. 18.

27 Ibid.

28 Teoría y práctica del bolchevismo, pp. 106-107.

29 El poder…,p. 11.

30 Partiendo de esas incomprensiones básicas, Russell cae en tópicos antimarxistas del tipo vulgar y propagandístico. Así, por ejemploescribe en Teoría y práctica del bolchevismo, p. 7 (prólogo) que Marx «sugería una, concepción de los seres humanos como muñecos en las garras de fuerzas materiales omnipotentes». Russell merece la piedad de que no nos detengamos ante cosas así. Lo único imprescindible es señalar el origen de clase de esas interpretaciones. Ése es el objeto de la sección siguiente.

31  Teoría y práctica del bolchevismo, p. 21.

32 Roads to Freedom, London, 1918, pp. 150-151.

33  Elogio de la ociosidad, pp. 127-153.

34 Ibid, p. 115.

35 McGill, V. J.: «Russell’s Political and Economic Philosophy», en TPBR, p. 589.

36 Ibid., p. 594.

37 lbid., p. 582.

38 «My Mental Development», en TPBR, p. 9.

39 Del comentario de McGill en TPBR, p. 585.

40  Teoría y práctica del bolchevismo, p. 94.

41  Elogio de la ociosidad, p. 26.

42 Principios…,pp. 147-148.

43 El impacto de la ciencia en la sociedad, p. 56.

44  Elogio de la ociosidad, p. 24.

45 Principios…, p. 12.

46 Ibid., p. 45.

47 lbid., p. 46.

48 lbid., pp. 120-121.

49  Teoría y práctica del bolchevismo, p. 8.

50 Principios…,p. 147.

51 lbid., p. 262.

52  Elogio de la ociosidad, p. 120.

53 Roads to Freedom, Introducción.

54 Misticismo y lógica, Buenos Aires, Paidós, 1967. (Retoco la traducción según el original).

55 «My Mental Development», en TPBR, p. 18.

56 Elogio de la ociosidad, p. 88.

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