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Sacristán sobre Gerónimo

Gerónimo
Fuentes: Rebelión [Imagen: Gerónimo, a la derecha, con tres de sus guerreros; de izquierda a derecha, Yanozha, Chappo y Fun. Créditos: Library of Congress]

En esta nueva entrega del Centenario Manuel Sacristán reproducimos parte del trabajo que realizó Manuel Sacristán para la edición del libro Gerónimo. Historia de su vida (Grijalbo, colección Hipótesis, 1975).


Nota del editor.-  En 1975 la editorial Grijalbo presentaba en su colección Hipótesis, codirigida por Sacristán y Francisco Fernández Buey, el libro de S.M. Barret titulado Gerónimo. Historia de su vida, que había sido traducida al castellano por Manuel Sacristán; además, la huella de Sacristán en el libro se deja ver en la Presentación y en las notas finales que enriquecieron substancialmente el libro y de entre las cuales seleccionamos tres: ‘Choques de culturas, etnocidio, genocidio’, ‘Genocidio conseguido o frustrado’ y ‘Volver a Arizona’. Un conjunto de reflexiones con las cuales Sacristán quería rendir un justo homenaje a Las Casas en el quinto centenario de su nacimiento, enfrentándonos a nuestro propio mundo y a la conquista de América. Por esa razón, añadimos un texto final, de gran interés para una reflexión verdirroja en el mundo de hoy, en torno a los motivos por los que Sacristán se había interesado por las culturas amerindias.

El índice de contenidos de esta entrega es el siguiente:

1. Presentación de Gerónimo. Historia de su vida

2. Notas finales de Sacristán al texto de S.M. Barret

3. Razones del interés de Sacristán por las culturas amerindias


1. Presentación de Gerónimo. Historia de su vida

Frederick W. Turner, cuya edición de la historia de Gerónimo he seguido en esta traducción, empieza su ensayo sobre el jefe apache con las palabras siguientes:

Para los apologistas de los indios, los aficionados a las cosas indias en general y los anticuarios de tendencia sentimental, el estudio de los chiricahuas y de su historia y la carrera de Gerónimo representan una verdadera piedra de toque. Muchas de esas personas preferirían concentrarse en torno a la historia y las costumbres de otras tribus, como los cheyennes, los navajos o los sioux, ninguna de las cuales fue jamás tan agresiva como la de los chiricahuas. Pero precisamente por eso es tan interesante esta tribu.

El mismo motivo de interés hemos tenido en la redacción de la colección Hipótesis para escoger la narración autobiográfica de Gerónimo como primer ofrecimiento en memoria de Las Casas en el quinto centenario de su nacimiento.

Salvo que uno esté muy bien predispuesto, es difícil idealizar a los apaches al modo como lo pudieron ser los sénecas, o los mohicanos, o los hurones. Las costumbres de los apaches, y especialmente las de los chiricahuas, no podían ser muy suaves; eran las costumbres de un pueblo de cazadores-recolectores que, por su situación geográfica, se vio obligado a considerar la acción guerrera en busca de botín tan importante para su supervivencia como la caza misma. En contacto y roce con varias otras naciones, todas más numerosas que la apache, en una tierra predominantemente árida, estos hombres que aceptaron para sí mismos el nombre de «apaches» (la palabra quiere decir «enemigos») desarrollaron una de la culturas más agresivas que se conocen. Entre las causas comúnmente aceptadas de que el norte de la república mexicana no tenga casi población india primitiva destacan las mortíferas expediciones de los apaches, matando personas y llevándose ganado o alimentos, desde los tiempos del imperio azteca hasta finales del siglo XVIII y, ya más huyendo que atacando, buena parte del siglo XIX. Las mismas tradiciones del nómada –que, por ejemplo, no puede entorpecer su marcha con débiles, enfermos y ancianos por lo que suele desarrollar al respecto un juego de valores más bien sobrecogedor– no son como para hacer grata la estampa de estos cuatreros soberbios, cargados, además, hasta hace poco con los papeles más siniestros en las películas del Oeste de antes del mal de fin de siècle. Si a eso se añade la hosca moral del éxito guerrero que desarrollaron los chiricahuas, se hace difícil excitar en su favor movimientos de ánimo acríticos.

Pero es que no se trata de eso. Los apaches, al no facilitarnos las cosas, al impedirnos descansar en una mala conciencia nostálgica, nos dejan solos y fríos, a los europeos, ante la pregunta de Las Casas, la pregunta por la justicia, la cual no cambia porque el indio sea el trágico Cuauhtémoc en su melancólica elegancia o un apache de manos sucias y rebosando licor tisuín1 por las orejas. Por otra parte, además de ser de Las Casas, este planteamiento tienen virtud de contraponerse al amoralismo cientificista, forma hoy frecuente del progresismo. Los apaches, tan cerrados ellos, obligan al progresista a reconocerse genocida, o a reconocer que a lo mejor tiene sentido político la palabra «justicia».

Gerónimo mismo es muestra de la general inferioridad estética de los apaches respecto de otras naciones indias. Turner incurre, sin duda, en una ingenuidad cuando dice que Gerónimo explotó a sus explotadores y se convirtió en un redomado capitalista. Un explotador no vive de vender unos pocos arcos y flechas hechos por sus manos, pero es verdad que Gerónimo no alcanza la delicadeza profunda de la mayoría de los demás jefes indios tan famosos como él. No era hombre de pronunciar la frase, hoy célebre, del jefe sioux Toro Sentado acerca de su corazón «rojo y dulce».

Pero, por otra parte, y aunque digna e inocentemente, el mismo Toro Sentado, y Alce Negro, y varios otros grandes jefes y chamanes indios acabaron por participar en el Wild West Show de William F. Cody y otras empresas análogas. Gerónimo no. El pobre Toro Sentado andaba con ese feo golfo de Buffalo Bill en aquel verano de 1885 en que Gerónimo urdió su última campaña guerrillera, la jornada del desespero que terminó en el Cañón del Esqueleto.

A pesar de todo, no consiguieron corromper a Gerónimo. Lo exhibieron en ferias, una vez que hubieron decidido no ahorcarlo, como al principio pensaron; lo redujeron a pequeña industria familiar de souvenirs; lo fotografiaron publicitariamente. Pero no consiguieron que dejara de ser un luchador hasta el final, un guerrero, como probablemente se diría él a sí mismo. Hasta el último momento está luchando por conseguir que su pueblo pueda «volver a Arizona». Y todavía cuando cuenta su vida a Barrett tiene detalles inolvidables de buen combatiente: Gerónimo ha contado la matanza de prisioneros norteamericanos, bajo la dirección de Cochise, en la reacción colérica de los chiricahuas a la estratagema traicionera de que han sido víctimas; en seguida se para, nota que puede haber cometido un error y cierra el paso en defensa de los suyos: «De todos los que intervinieron en aquel asunto, yo soy el único que hoy vive» (p. 87).

La lectura del texto de Gerónimo puede suscitar en un lector español el deseo de otras informaciones complementarias. Intentar darlas sistemáticamente en un prólogo habría hinchado éste desmesuradamente, sin aumentar la seguridad de haber adivinado los temas de interés. Por esa razón he preferido otro procedimiento: redactar unas notas temáticas sueltas, que se pueden leer con entera independencia unas de tras; de modo que cada cual puede consultar el asunto que le interese. Están al final de libro.

Nota edición

1 Los apaches, que acaso aprendieron la técnica de los mexicanos de habla castellana o de los indios de Nuevo México, hacían con el maíz una bebida fermentada que llamaban tisuín que preparaban las mujeres con ayuda de los niños. Gerónimo aprendió a hacerlo de pequeño. Angie Debo (Gerónimo, el apache) describe así el proceso de elaboración: «Primero dejaban el maíz toda la noche en remojo. Cavaban luego un foso largo y revestían de hierba las paredes, ponían dentro el maíz y lo cubrían con otra capa de hierba; a veces lo cubrían todo con tierra o con una manta. Después de rociar de agua el maíz mañana y tarde durante diez días, a lo largo de los cuales fermentaba, lo sacaban, lo machacaban en sus metales y luego lo hervían durante cuatro o cinco horas. Finalmente, lo colaban y lo ponían aparte. Al cabo de unas veinticuatro horas, cuando dejaba de burbujear, ya se podía beber. Su contenido en alcohol era relativamente bajo, pero los apaches eran grandes bebedores…» (p. 26)


2. Notas finales de Sacristán al texto de S.M. Barret

A continuación se reproduce una selección de las anotaciones de Sacristán a la autobiografía de Gerónimo editada por S.M. Barrett.

NOTA 9. CHOQUES DE CULTURAS, ETNOCIDIO, GENOCIDIO

Para cada tribu de hombres que creó Usen, hizo también un hogar. Y en la tierra creada para cada tribu en particular, puso lo que había de ser lo mejor para el bienestar de aquella tribu.Cuando Usen creó los apaches, creó también sus hogares en el Oeste. Les dio el cereal, los frutos y la caza que necesitaban para comer. Hizo que crecieran hierbas varias y muchas para restablecer su salud cuando los atacara la enfermedad. Les enseñó a encontrar esas hierbas y a preparar medicinas con ellas. Les dio un clima agradable, y a mano tenían todo lo que necesitan para vestirse y cobijarse.Así fue en los principios: los apaches y sus hogares, cada cosa creada para la otra por Usen mismo. Cuando se les quita de esos lugares enferman y mueren. ¿Cuándo tiempo pasará hasta que se diga: ya no hay apaches?S. M. Barrett (ed), Gerónimo. Historia de su vida, p. 35

«Así fue en los principios», dice Gerónimo: «los apaches y sus hogares, cada cosa creada para la otra por Usen mismo. Cuando se los quita de esos lugares enferman y mueren. ¿Cuánto tiempo pasará hasta que se diga: ya no hay apaches?». Las palabras de Gerónimo sugieren una visión hoy ya difundida de la cuestión del etnocidio y del genocidio: el primero sería seguro y el segundo probable ya por el mero choque entre culturas, sin mala voluntad de los dominadores, por así decirlo. La pasión teoricista –una mala pasión que hace estragos bizantinos en el pensamiento social europeo– ha edificado sobre esa idea y, al mismo tiempo, le ha dado cimientos, con el trabajo de etnólogos y antropólogos. La construcción teórica más conocida sobre este punto es quizá la tesis de las sociedades «frías» y las sociedades «calientes» de Lévi-Strauss. Esa tesis guía un análisis que abunda en sugestiones fecundas y probablemente también en verdades. Pero hay que evitar entenderlo y usarlo de un modo que haga perder de vista otros hechos a veces más importantes. Sociedades calientes serían las instaladas en el cambio, por así decirlo: las sociedades con historia, como lo son las del Oriente próximo y medio (con su prolongación mediterránea) desde el neolítico. Frías serían otras sociedades que no cuentan con el cambio social sino que viven sobre el supuesto de la inmutabilidad. Si una sociedad fría choca con una caliente, la ruina de la primera es segura. Y es probable que a la muerte cultural (etnocidio) siga la física (genocidio).

A eso se suele replicar con pruebas de adaptaciones rápidas y beneficiosas de poblaciones cuyas culturas han chocado con la europea, más concretamente, con culturas capitalistas en varios estadios. Prescindiendo de opiniones que me resultan inadmisibles e incluso sublevantes –como la que cuenta entre esas adaptaciones benéficas el deprimente etnocidio de los hawayanos, prostituidos en la industria del turismo–, hay que reconocer que los indios norteamericanos, y los apaches entre ellos, por «frías» que fueran sus sociedades, habían asimilado cambios básicos antes de la llegada de los europeos (introducción de la agricultura como ocupación secundaria, y hasta primaria entre los pueblos, los comanches, los quiovas, etc.) y se asimilaron rápidamente fuerzas productivas o instrumentos de producción tomados de la cultura invasora con la que chocaron: ¿quién se imagina a un sioux sin caballo, o a Gerónimo y Naiche sin los caballitos de la célebre fotografía de C. S. Fly (hasta con estribos montaban los apaches)? Pues bien: los utes y los soshonis, los primeros indios norteamericanos que lo conocieron, no recibieron el caballo hasta 1680, siglo y medio antes del nacimiento de Gerónimo, que parece haber venido al mundo con un poney apache entre las rodillas, aunque no había perdido nada de las cualidades de potentes andarines propias de los apaches. Pero es que los chiricahuas mismos no recibieron el caballo hasta principios del siglo XIX, o, a lo más, a finales del XVIII, es decir, en la madurez del abuelo de Gerónimo. En la cultura de Gerónimo –que ya de muchacho caza conejos con maza a caballo y, de guerrero, galopa escondiendo el cuerpo por debajo de las crines del caballito– este animal, fuerza de trabajo o instrumentum semivocale, es innegablemente «connatural» al apache, es un enriquecimiento del mundo apache en su choque con la cultura blanca euroamericana. Lo mismo se puede decir de las armas de fuego, que son también, inequívocamente, instrumentos de producción para un pueblo de cazadores. Y lo mismo, incluso, de cosas más complicadas, como la medicina. Cuando Cochise ve a su suegro y jefe, Mangas Coloradas, herido casi de muerte, lo lleva a galope a un buen cirujano mexicano, en vez de disponer en el campamento el premioso rito de los chamanes. Y no es que Cochise haya abandonado la visión chamanista de la medicina. El hecho de que amenace al cirujano y al resto de los vecinos del pueblo de Janos con arrasar la población si Mangas muere prueba que Cochise sigue pensando de acuerdo con esas concepciones de su tradición. Parece razonable pensar que Cochise ha percibido como un hecho (acaso todavía no integrado en su mundo mental) la mayor eficacia de la cirugía blanca. Ahora bien: asimilar algo, por de pronto, como mero hecho no debe ser necesariamente etnocida, porque, de serlo, también lo sería cualquier novedad percibida como obra de la naturaleza.

Es conveniente, pues, no tomar al pie de la letra la contraposición de culturas frías y culturas calientes (ahistóricas e históricas) ni presuponer que la indudable gravedad de los choques culturales conlleva fatalmente un etnocidio: probablemente no haya culturas de todo ahistóricas, y tampoco es verosímil que todo cambio alógeno de una cultura sea mortal para ella (ni para sus individuos) en el sentido de implicar la pérdida de la consciencia de continuidad.

Pero aún más conveniente es para el europeo que no quiera cegarse de progresismo el librarse de la tentación también falseadora: la de despreciar el tema del choque cultural y no ver en él más que una moda decadentista, romántica y testimonial. Numerosos indios tras cuyas palabras no se agazapaba ningún interés clasista europeo han expresado su sentimiento de muerte por las consecuencias del choque cultural. Los grandes jefes sioux –Toro Sentado–, comanches –Diez Osos–, poncas –Satanta–, nez-percés –Joseph–, y el mismo Gerónimo, a pesar de que él no era muy dado a la meditación, han expresado ese sentimiento con palabras tan hermosas que llevan en sí la prueba de su veracidad. No se dirá, espero, que cultivaran un neorromanticismo testimonial de intelectuales de la decadencia imperialista. Ni se atribuirá ese neorromanticismo al admirable funcionario de Felipe II que fue el gobernador Juan López de Velasco. En su Geografía y descripción universal de las Indias, que abarca hasta 1574, este Juan López al que los historiadores anglosajones llaman Velasco percibe cosas de América bastante mejor que las administraciones estadounidenses anteriores a Franklin D. Roosevelt; entre otras, que, aunque la conquista, lo excesivo de las cargas que soportan y algunas de sus mismas costumbres (alusión al canibalismo) han reducido la población india de México hasta 1500, sin embargo, no hay que temer la extinción de ella, porque ya en 1574 está aumentando. Por lo que hace a la presente discusión, la Geografía de López de Velasco interesa desde dos puntos de vista: por un lado, revela directa e ingenuamente la gravedad del ataque cultural (que no «choque»). Ejemplo: «[…] y a todos los frailes y religiosos que han querido pasar a las Indias, se les da todo lo que han menester, hasta llegar a ellas, a costa de la Hacienda Real, y se ha procurado siempre para que mejor se pueda enseñar a los indios, reducirlos a pueblos y enseñarles la lengua castellana en las escuelas, colegios de niños y seminarios de doctrina que se han hecho y se va haciendo cada día por orden del Rey para enseñar en ellos a los hijos de los indios principales, con fin de que aquéllos enseñen a los otros, y que a ejemplo suyo vengan los demás de buena gana a la doctrina y policía.»

Pero, por otra parte, Juan López sabe –e indica que muchos otros saben ya, en el siglo XVI– de los malos efectos de la transculturación, al menos en el marco y en las cuestiones que tolera su propia limitación ideológica, su «campana de bronce»; el que, como otras leyes de Indias, las disposiciones al efecto fueran a menudo papel mojado no perjudica a mi afirmación. Dice López de Velasco en la página 18, col. a, de la edición de su texto por Jiménez de la Espada en la BAE (vol. 248): «[…] desde el principio se prohibió particular y generalmente que los indios no se saquen de sus tierras para traerlos a España, ni llevarlos de tierras y partes calientes a frías, ni al contrario, porque siempre se ha admitido que reciben dello mucho detrimento y daño en la salud […].»

Lo mismo dice Barrett en su nota al texto de Gerónimo aquí comentado.

Por lo que hace a los apaches, Turner insiste en la gravedad que tuvo para ellos ese elemento físico elemental de la transculturación, el cambio de tierras; Turner recuerda a este propósito el rito chiricahua, practicado casi inmediatamente después del nacimiento de un niño, que consistía en colocar al recién nacido en algún árbol o arbusto del lugar mismo en que había nacido, para vincularlo a ese preciso trozo de tierra (ver nota 11). Pero, por otra parte, tampoco hay que olvidar que los apaches no llevaban en Arizona más que desde el 1300 aproximadamente, y aun con una interrupción (ver nota 10). ¿Cómo, entonces, si la vinculación a la tierra, sin más precisiones, era para ellos cosa de vida o muerte, resistieron el abandono de las anteriores estaciones de su larguísima migración y hasta las olvidaron completamente, sin conservar siquiera un rastro de ellas en sus sagas, como, en cambio, lo conservaron los aztecas?

Por concluir en algún momento esta nota acerca de una cuestión inacabable sugiero algo que me parece obligado inferir de la insuficiencia contrapuesta de las visiones de los progresistas y tradicionalistas en esta cuestión: lo más probable es que no se dé prácticamente nunca un choque cultural sin la compañía de un verdadero ataque cultural (incluida la fundamental agresión económica) y, a menudo, la de una agresión genocida. Al menos en la historia americana. Por eso quizás es contraproducente para la comprensión de los hechos separar lo etnocida de lo genocida, los «choques culturales» supuestamente inocentes de las campañas de exterminio. (Ver las notas 10, 17, 18,19, 20.)

NOTA 19. GENOCIDIO CONSEGUIDO O FRUSTRADO

Resonó el orgulloso grito de guerra de los apaches por el campo ensangrentado y cubierto por los cuerpos de los mexicanos […] No podía resucitar a los que había amado, ni tampoco a los demás apaches muertos, pero podía regocijarme con esa venganza. Los apaches habían vengado la carnicería de Kaskiyeh.S. M. Barrett (ed), Gerónimo. Historia de su vida, p. 57

Como conclusión de la nota 9, sobre el llamado choque de culturas, puse mi convicción de que ninguno de esos encuentros con consecuencias etnocidas graves ha sido inocente, pura fatalidad. Creo que los conquistadores y colonizadores latinos de América –castellanos, portugueses, franceses– exterminaron en conjunto menos que los anglos no, como es natural, por mayor bondad, sino por el tipo de sistema económico-social que llevaban, el cual había configurado, con sus costumbres económicas, su mentalidad de agricultores, ganaderos o, en general, explotadores del sector primario con muchos elementos semifeudales (castellanos, portugueses) y de mercaderes puros (parte de ellos y, sobre todo, los franceses en el norte). Si los anglos pudieron luego desplazarlos tan fácilmente, sobre todo a los franceses, fue porque encarnaban un sistema de producción algo más maduramente capitalista, que permitía un poblamiento colonial mucho más denso.

Pero la presencia de un elemento exterminador está presente en ambas culturas colonizadoras. Los más salvables de este juicio –aunque nadie con absolución– son los mercaderes franceses, que tuvieron a veces incluso cosas de tan buen gusto como admirar e idealizar tribus indias de las más nobles, que, por lo demás, no sucumbieron hasta la llegada del capitalismo de los anglos, más destructor. Los nez-percé pueden ejemplificar patéticamente el caso.

Por lo que hace a nuestros padres, ellos exterminaron a los suaves indios del Caribe, por más retórica que le echen al asunto los de la Leyenda Rosa, y redujeron a los indios californianos y a tantos otros, a una degradación equiparable a la prostitución de los hawayanos por los estadounidenses. Luego, su modo de producción arcaizante (desde el punto de vista europeo) permitió el ejercicio de mociones psíquicas menos homicidas, su colonización fue compatible con una recuperación biológica del indio. Para esta fase, cuyo comienzo se podía fechar simbólicamente en Nueva España con la reacción al asesinato de Cuauhtémoc y la consolidación del virreinato, tiene interés preguntarse por los efectos destructores no sólo del exterminio intencionado, que los tiene sin más, claro, sino también de los del choque cultural. La concentración urbanizadora practicada por los españoles, empezó llena de requisitos jurídicos, como es sabido, y así siguió hasta el siglo XVII. A finales del XVI (1599) Juan de Torquemada había prometido a los indios, en nombre de la Corona, incluso la conservación o restitución de sus territorios, aunque enunciaba unas condiciones que hacen de ese intento el verdadero invento del posterior sistema estadounidense de reservas, en lo poco bueno y en lo mucho malo. En cualquier caso, los indios del norte de México que se sintieron afectados por esa política –acaso, entre ellos, los apaches meridionales– se echaron en masa al monte, aumentando la población «chichimeca», es decir, nómada y belicosa.

También hay que contar como parte del proceso genocida causado culturalmente las muchas muertes de indios –entre ellos apaches– por destierro. No he leído en ningún sitio que queden apaches de los llevados a Yucatán. Es verdad que su traslado no fue masivo y que los individuos así trasplantados pudieron fundirse con los mayas del país. Pero, a juzgar por lo que los apaches soportaron en Florida, ni siquiera esa fusión, de haberse producido, pudo ser muy grata. Nada más llegar a la caliente humedad de Florida, tan opuesta a la sequedad de la meseta del Colorado, murieron unos cien apaches. Los médicos diagnosticaron tisis. El gobierno norteamericano, bajo la presión de los memorables amigos de los apaches (ver nota 25), tuvo compasión de los hijos de esos muertos y los hizo ingresar en la escuela para indios de Carlisle, en Pennsylvania, principalmente destinada a indios del este y de las praderas, aunque con cierta presencia comanche que, cuando menos, recordaría a los niños apaches algo propio: las viejas guerras tribales. Pero poco después de llegar habían muerto cincuenta niños apaches.

Esas tragedias causadas culturalmente ocurrieron sobre un fondo genocida consciente y voluntariamente dispuesto. No se trata sólo de asesinatos masivos más o menos excepcionales, como el perpetrado por la mafia blanca del Tucson Ring contra los apaches aravaipas cuyo jefe era Eskiminzin. Estos apaches, convencidos desde hacía años –a diferencia de los chiricahuas– de la inevitabilidad de someterse al poder y a las formas de vida de los blancos, y preparados para ello por el legado cultural de los pueblos, sufrieron en pocos minutos 108 muertos1, en su mayoría de mujeres y niños que dormían, durante un asalto nocturno en la reserva de Camp Grant, encontrándose bajo la protección del gobierno de los Estados Unidos (abril de 1871). Pero no se trata de esas anécdotas macabras. O se trata también de ellas, pero sólo como indicios extremos de una política general de exterminio que es cómodo esconder bajo el rótulo de «choque de culturas».

Esa política se refería a todos los indios norteamericanos, naturalmente, no sólo a los apaches, y es realmente la principal diferencia entre la suerte sufrida por ellos y la que embistió a los meso y suramericanos. En contrapartida, también es verdad que la maduración posterior del gran capitalismo que en sus comienzos necesitó su exterminio casi total, pone ahora a los supervivientes, pocos, en condiciones de lucha mejores que las que tienen los indios de más al sur –muchos–, a los que la vieja cultura epifeudal y mercantil no pudo proponerse exterminar. Algunos ejemplos pueden concretar la cuestión:

El general William T. Sherman, al que el ejército norteamericano considera recuerdo tan glorioso que ha dado su nombre a un célebre carro de combate, fue uno de los primeros civilizados en comprender ciertas exigencias de su cultura, y escribía en 1862 –año de un importante alzamiento de los sioux– a un hermano suyo senador: «Hemos de actuar contra los sioux con vengativa seriedad, hasta su mismo exterminio, de hombres, mujeres y niños. Ninguna otra cosa llegará a las raíces de este caso […]. Cuantos más podamos matar este año, menos tendremos que matar el año que viene, pues cuanto más veo a estos indios, más me convenzo de que hay que matarlos a todos o mantenerlos como una especie de pobres

La última oración, la que he puesto en cursiva, dice casi explícitamente por qué ni franceses, ni portugueses ni españoles pudieron formular semejante genocidio premeditado: hace falta la imaginación de un sujeto de la Edad de Bronce o de la Edad del Capital para llegar a esa consciencia. Turner, a quien debo esa cita, trae también esta otra, del gobernador sudista de Arizona John R. Baylor. Es de unas instrucciones al comandante de los Arizona Guards, en el mismo año de 1862: «Sé por el teniente J. J. Jackson que los indios han estado en su puesto con objeto de hacer un tratado. El Congreso de los Estados Confederados ha aprobado una ley que dispone el exterminio de todos los indios hostiles. Por lo tanto, utilizará usted todos los modos para persuadir a los apaches o a cualquier tribu de que acudan con objeto de hacer la paz, y cuando los tenga reunidos a todos, matará a todos los indios adultos y tomará a los niños prisioneros y los venderá para cubrir el gasto de matar a los indios. Compre whisky y las demás cosas que puedan ser necesarias para los indios y yo haré librar órdenes de pago para cubrir la suma gastada. No deje nada por hacer para asegurar el éxito y tenga dispuesto alrededor un número de hombres suficiente para que no se escape ni un indio.»

Por otra parte, entre las tácticas de los generales, tanto de Sherman cuanto de Sheridan, estaba el exterminio a conciencia de los bisontes. Así se aprecia en la agria respuesta del mando militar a un grupo de blancos que lamentaban la catástrofe ecológica.

Por no pasar por alto una cosa que afecta a Gerónimo mismo, indicaré que el exterminio estaba destinado a él de modo personalísimo: el presidente Cleveland tenía dispuesto que Gerónimo fuera ahorcado en cuanto que se le capturara. Lo evitó el grupo de amigos blancos de los apaches (ver nota 25).

Pero el dato decisivo para juzgar de la importancia de una voluntad resueltamente genocida, evitando su disimulo por el complicado problema del choque entre culturas, es la ley norteamericana de 3 de marzo de 1871, que declaraba innecesario negociar con los indios para ocupar su territorio. Esa ley era el final del pudor de los estados civilizados, el final de la ficción que, desde Hernán Cortés hasta la guerra civil norteamericana, había permitido a los blancos afirmarse sucesores jurídicos de las soberanías amerindias. El complemento de esa medida tardó algo en llegar: es el Allotment Act de 1887: esta ley parcelaba las reservas según la lógica de la economía capitalista, suprimía o hería gravemente el colectivismo de los indios y daba a éstos la célebre igualdad de oportunidades individuales, o sea, los proletarizaba a todos, y permitía a los propietarios y empresarios agrarios blancos comprar el territorio que se llamó «excedente», las tierras que quedaban de las reservas después de asignar una parcela individual a cada indio. Esta ley se basaba casi explícitamente en el supuesto de un próximo genocidio total, de la muerte de todo indio. Genocidio, no etnocidio. Y es verdad que, como las grandes guerras indias se habían desarrollado entre 1850 y 1870 (las campañas de Victorio y Gerónimo en los años 80 son, en realidad, numantinadas), la población india había bajado su mínimo en la época en que los civilizados promulgaron sus leyes genocidas de 1871 y 18772.

Pero medio siglo después, entre 1920 y 1925, los geógrafos y sociólogos liberales norteamericanos empiezan a agitar el tema, a mostrar que los indios no se extinguen, sino que incluso están aumentando (El mismo fenómeno había ocurrido en el área de la conquista hispánica tras el final de las grandes guerras, como lo señaló en 1574, con menos máquinas de calcular, el sensible funcionario de Felipe II Juan López de Velasco). En 1934 el presidente Franklin D. Roosevelt promueve el Indian Reorganization Act, que anula el Allotment Act de 1887, congela la parcelación de las reservas, instaura al autogobierno indio en ellas (tribal councils), moviliza créditos, etc.

La ley Roosevelt ha tenido buenos efectos, sobre todo al principio de su vigencia, pero no ha impedido la implantación del poder, estatal y federalmente apoyado por los blancos, de jefes indios más o menos envilecidos por el sistema económico-social vigente. El comportamiento de los consejos oficiales sioux cuando la acción de Wounded Knee, hace un par de años, es un buen ejemplo de lo que son esos órganos de autogobierno.

Cuando se quiere hacer una balance del intento de genocidio de que han sido objeto los indios norteamericanos se puede decir que ese intento se ha frustrado, también por lo que hace a los apaches, pero al mismo tiempo hay que recordar a aquellos para los que no se frustró.

Los que consiguieron sobrevivir no están desapareciendo. No llegan (1970) a ser ni la mitad de los que presumiblemente eran al llegar los europeos, pero están multiplicándose más deprisa que el resto de la población estadounidense, incluidos los negros, los «soldados-búfalos», que decían los indios.

Por último, los indios por los que aquí más nos interesamos son los que mejor conservan en los Estados Unidos sus lenguas, sus culturas, sus religiones incluso, bajo nombres cristianos que apenas disfrazan los viejos ritos. Y su ejemplo indica que tal vez no sea siempre verdad eso que, de viejo, afirmaba el mismo Gerónimo, a saber, que no hay que dar batallas que se sabe perdidas. Es dudoso que hoy hubiera una consciencia apache si las bandas de Victorio y de Gerónimo no hubieran arrostrado el calvario de diez años de derrotas admirables, ahora va a hacer un siglo.

Unas cifras sobre los apaches: en 1970 se contó a unos pocos y sueltos individuos apaches lipanes y quiovas, 1.000 apaches jicarillas, 8.000 apaches occidentales y 1.100 apaches chiricahuas y mescaleros.

Notas

1 Algunas otras fuentes elevan la cifra a 140.

2 Fue el 21 de abril de 1877, en ciudad mexicana de Cañada Alamosa, cuando Gerónimo fue capturado por única vez en su vida. Con una estratagema: «Nosotros quisimos que querían parlamentar y cabalgamos al encuentro de los oficiales».

Nota 24. «VOLVER A ARIZONA»

Para mí no hay clima ni tierra que sean como los de Arizona. En aquella tierra que el Omnipotente creó par los apaches podríamos tener mucho suelo cultivado, mucha hierba, mucho bosque y muchos minerales. Es mi tierra, mi hogar, la tierra de mis padres, la tierra a la que pido que se me permita volver. Quiero pasar allí los últimos días de mi vida, y que me entierren en sus montañas. Si se hace así, podré morir en paz, sintiendo que mi pueblo, puesto en su hogar natal, alimentará en número en vez de disminuir como ahora, y que nuestro nombre no se extinguirá. Sé que si pusieran a mi pueblo en aquella región montañosa que rodea las fuentes del río Gila vivirá en paz y se portaría según la voluntad del presidente. Prosperaría y sería feliz labrando la tierra y aprendiendo la civilización de los hombres blancos, a los que ahora respeta. Si consiguiera ver eso, creo que podría olvidar todas las injusticias que he sufrido y morir como muere un anciano satisfecho y feliz. Pero en todo esto no podemos hacer nada por nosotros mismos; tenemos que esperar hasta que se decidan a actuar los que tienen autoridad. Si no puede ser durante mi vida –si he de morir en cautiverio– espero que el resto de la tribu apache pueda conseguir, cuando yo me haya ido, el único privilegio que pide: volver a Arizona.S. M. Barrett (ed), Gerónimo. Historia de su vida, pp. 127-128

No se puede excluir que el patetismo con buenas alas de esta frase final de Gerónimo sea un acierto retórico de Barrett. Pero el sentimiento sobrio y enérgico me parece más propio de los chiricahuas, de Gojleyé y su intérprete Asa.

La tenacidad que revela esa protesta es muy característica del temple de Gerónimo. Otros indios destacados se inclinaron ante lo que parecía irremediable: el jefe ponca Oso Erecto, preso en un calabozo de Fort Omaha, dijo al general Crook en la época en que éste empezaba a abrir los ojos: «Yo creía que el omnipotente nos seguía queriendo vivos pero ahora veo que erré. Dios quiere dar la tierra [los poncas eran buenos y viejos agricultores] a los blancos, y por eso es necesario que nos extingamos. Será mejor así.»

O bien se entregaban a la escapatoria mística, opiándose con visiones de un más allá trascendente a todo. Alce Negro, uno de los últimos visionarios sioux, es un ejemplo de esta comprensible evasión: «Miré a mi alrededor y vi que lo que hacíamos era como una sombra proyectada en la tierra por la lejana visión celestial, llena de esplendor y caridad. Supe que lo real era lo distante y que aquí estaba sólo su mortecino sueño remedado».

Y, narrando otra celebración mística dirigida por él: «Me pidieron que condujera la danza a la mañana siguiente, a causa de mi visión y de la potencia que sabían que yo tenía. Nos colocamos en línea recta, orientados hacia poniente, y recé: Padre, Gran Espíritu, contémplame. Mi nación se desespera. Tú me has enseñado la nueva tierra que prometiste. Haz que mi pueblo también la vea. Tras la oración permanecimos con las manos derechas levantadas hacia poniente, y lloramos y en aquel preciso instante, durante el llanto, antes de que se iniciase la danza, algunos se desmayaron. Mientras danzábamos me acometió la misma rara sensación de otras veces, como si mis pies se hubieran levantado de la tierra y me columpiase.»

Es notable el contraste entre esas autodefensas y el sobrio temple de Gerónimo. El chiricahua no tiene visiones, ni deliquios (aunque escucha con escepticismo cortés las visiones de otros), y sabe de sus antepasados que el buen sentir chiricahua se expresa en el hacer. Tanto en su narración cuanto en sus actos en Florida y en Oklahoma, Gerónimo busca tenazmente un objetivo que le parece alcanzable: que los apaches vuelvan a Arizona. Él, Gerónimo, quizá ya no. Parece incluso insinuar eso como precio que está dispuesto a pagar. Pero si sabe que su pueblo ha de volver, el mismo morirá, según dice, como muere un anciano satisfecho.

Ahora que el gran guerrero no nos oye, confesaré al lector mi impresión de que quizá no valió la pena. Arizona es hoy [NE: en 1974 o 1975], ciertamente, el estado más indio de los USA: alberga a más de 90.000 indios de 14 tribus –entre ellas los apaches– distribuidos en 19 reservas. En cabeza van los correosos navajos, 80.000 personas, unas 50.000 de las cuales viven en las reservas. Más atrás van los apaches y los pueblos hopis. Hay también pápagos y pimas. Los civilizados manipuladores de los pobres pápagos, los que hicieron de ellos auxiliares terribles, pero tristes, en la caza del apache, les han pagado muy mal: los sociólogos dicen que el papago de Arizona (1/2 de todos los pápagos) forma la comunidad más pobre de Norteamérica, con una renta familiar que no rebasa el 6% de la renta familiar percibida por los anglos. Los negros son pocos en Arizona: el 3% de la población total del Estado. Esta población total es de 1.770.900 personas. Por último, 450.000 habitantes, algo más de la cuarta parte del total, son personas de apellidos «castillas» que se declaran espontáneamente mexicanos y en los que tiene verbalmente buen futuro el movimiento dirigido por [César] Chávez.

Arizona es estado desde 1912. Poco después de su proclamación, indios, mestizos y también bastantes blancos estuvieron a punto de hacer algo interesante para todo el mundo: los mineros del cobre de Arizona se organizaron en una de las pocas uniones revolucionarias que ha dado de sí el proletariado norteamericano, los Industrial Workers of the World que tanto impresionaron a Lenin y a Gramsci. Pero en el mismo 1917 esos «agitadores» fueron deportados por el sector más dinámico del capitalismo mundial, como suele decirse, sin atender, por esta vez, a cuestiones étnicas. Por lo demás, el capitalismo de los civilizados, Midas al revés, ha encontrado modo de transformar en heces hasta la árida pureza de la meseta del Colorado: en el subsuelo de Arizona hay cobre, petróleo, metano y, por si fuera poco, uranio. Y tampoco han sido las únicas desgracias que estropean la vuelta a Arizona. Por ejemplo, las viviendas prehistóricas de característica tierra rojiza que se encontraban en el NE de Arizona y constituían el Monumento Nacional de Chelly, formalmente propiedad de los indios, saltaron por los aires al romper la barrera del sonido, por encima de ellas, unos aviones de la fuerza aérea estadounidense. Bien es verdad que el gobierno federal ha indemnizado a los indios con un millón y medio de dólares entre 1956 y 1958 por los primeros estropicios de ese tipo.


3. Razones del interés de Sacristán por las culturas amerindias

Se reproduce a continuación un fragmento de la entrevista realizada por Jordi Guiu y Antoni Munné en abril de 1979 para El Viejo Topo (mientras tanto, núm. 63; también en Acerca de Manuel Sacristán), en la que Sacristán observaba lo siguiente:

«En el caso de Gerónimo ahí van dos cosas, diferentes de las del caso de Ulrike Meinhof. En mi ocupación con Meinhof, con el grupo de Baader-Meinhof en concreto, supongo que mi motivación es doble […] En cambio, en el caso de Gerónimo se cruzan dos cosas.

En primer lugar, una vieja pasión por las culturas amerindias. Cuando yo era joven estudiaba náhuatl y sabía mi gramática. Tenía mi pequeño diccionario, confeccionado por mí mismo, porque en los años cuarenta no conocía ningún diccionario náhuatl [en castellano]. Con un vocabulario que había al final de una gramática, y traducciones alemanas e inglesas, me fui haciendo el diccionario.

Por una parte, pues, esta vieja pasión y, por otra, una motivación más positiva: la historia de la agricultura en el ámbito amerindio, lo que podríamos llamar el ecologismo de las culturas amerindias, un curioso ecologismo muy complejo cuyo estudio evita las ingenuidades de algunas franjas ecologistas «tontas» europeas. Para decirlo de modo más brutal: se puede considerar que es pura ecología el temor de que el sol pueda perder su energía y, por lo tanto, el deseo de mantener su energía puede parecer un pensamiento muy ecológico, sólo que es el pensamiento que causaba las hecatombes bestiales sacrificiales aztecas, lo más siniestro de su cultura, aunque ahora a una investigadora de la historia de las religiones se le haya ocurrido la gracia de que estos siniestros sacrificios solares aztecas son una muestra de elevado erotismo místico. ¡Para ese elevado erotismo místico, si quiere, que se preste ella! El hecho es que aquello eran miles de asesinatos rituales anuales por la preocupación ecológica de mantener el sol.

Baste este ejemplo para mostrar el punto de complicación de todo aquello.

Otro tema que me interesaba mucho era el modelo de cultivo de la agricultura maya, una agricultura que, si no origen, se puede considerar el prototipo de todas las culturas agrícolas amerindias, del que yo, en aquel momento, por eso lo estudié con el mayor detalle que pude, no sabía si había que entenderlo como una buena muestra de cultura agrícola, distinta de la nuestra y que no fuera depredadora como lo es ésta, o si en realidad era todavía más depredadora. Era un sistema de roturación en rotación, de donde viene todo el resto amerindio. Por lo menos en el norte; quizás en el Cono Sur no.

Los últimos descubrimientos indican eso. Lo que hace el campesino maya es roturar un trozo de bosque. Ahí planta su maíz y sus melones, sus cucurbitáceas, durante algún tiempo, unas cuantas cosechas. Luego, abandona aquello, pasa a otra zona de bosque y rotura otro trozo. Todo esto es muy sabio desde un punto de vista ecológico, porque mientas tanto, dice la presentación eufórica y apologética de esta agricultura, el bosque se va reproduciendo, reponiendo. Su cultivo no es muy profundo, no trabaja el terreno muy en profundidad, y el bosque renace.

El bosque renace con ese sistema, supongo, sobre la base de una densidad de población agrícola muy escasa –y de una densidad de cultivo que también lo es– porque el sistema mismo no creo que sea muy conservador. Están cargándose el bosque sin parar, a menos que el bosque sea muy grande en proporción a la población que tiene que ser alimentada por la agricultura. Construir eso como un idilio…

Eso me llevaba a plantearme los problemas nuestros, los problemas de la crisis de civilización capitalista avanzada en una forma muy radical, en sus comienzos. Además está bastante bien documentado, están mucho mejor documentados los mayas que la agricultura neolítica en Mesopotamia, por lo menos para alguien que no sea especialista y no lea inscripciones cuneiformes y cosas así.

Éste era un interés positivo: ver qué había pasado con todo esto y compararlo con los apaches, los cuales, propiamente, no tenían agricultura. Tenían un poco de horticultura, todo lo más, y a temporadas, ni siquiera de manera permanente (sus maestros, los navajos, sí que la tenían de modo permanente).

Este, decía, era un interés positivo, no era sólo el interés crítico de contemplar a un grupo humano dejado en la cuneta, en la basura de la historia y esas cosas, mientras que los intereses de tipo crítico fueron secundarios. En algún momento sí que me pareció oportuno hacer alguna pequeña crítica, muy de alfiler, muy de detalle. Por ejemplo, defender la locura militar de Gerónimo como una conducta en absoluto loca, sino con sentido común por lo que tenía de [intento de] mantener la identidad apache.

La identidad apache subsiste pero la de otras culturas amerindias, que en principio parecieron más razonables y no llegaron a la catástrofe de la defensa militar a lo Gerónimo, se ha perdido. Los nez-persé, que eran una gran cultura, que eran muy buena gente, y que no fueron locos como Gerónimo, desaparecieron, y su lengua también. Y los apaches, como Gerónimo, fueron muy locos pero conservan la lengua. La conservan muy pocos individuos porque han sido muy esquilmados, porque nunca fueron etnia, una nación de mucha población. Siempre fueron pocos. Ésta era una nota crítica.

[…] En la edición de Gerónimo se ha notado que el editor español, yo, soy un español que sigue siendo español y no siente vergüenza de ser español en un momento en que se puso ferozmente de moda no ser español, moda que sigue existiendo. A lo sumo se admite que uno puede ser –tirando a mucho– castellano, pero español, ¡qué horror! En cambio, allí se habla de Felipe II, de sus ministros y conquistadores, sin odio y como de antepasados de uno, en vez de como unos cabrones que están en la acera de enfrente y con los que uno no quiere saber nada. Es decir, volviendo a repetir el esquema tradicional de buenos y malos, completamente adialéctico y farisaico que hemos heredado de la tradición católico-integrista, repitiéndolo al revés.

[…] La motivación del estudio de Gerónimo no es crítica, es más positiva. Es ver cómo ocurrió esto y hasta qué punto. En los comienzos de una cultura agrícola en la que estaba esta gente, se pueden ver problemas nuestros y hasta qué punto hay que repensarlo todo, desde el problema de la agricultura, sobre la base del asunto metodológico que me parece esencial en toda esa problemática para nosotros; quiero decir, para gente que venga de la tradición del movimiento obrero marxista, la tradición marxista del movimiento obrero sabiendo y la del movimiento obrero anarquista sin saber. Ellos son mucho más felices porque saben muchas menos cosas de sí mismos; nosotros, las gentes que somos de origen marxista, sabemos muchas más cosas de nosotros. A pesar de todo somos infinitamente más autocríticos que ellos. Nosotros estamos constantemente triturando nuestra tradición. Ellos están siempre como si acabaran de nacer, felices y sin saber nada del mal que todo el mundo arrastra. Curiosamente no saben el suyo. Esto lo digo con mucho afecto para los que de verdad no lo saben; con mucho menos afecto para el intelectual anarquista que en el fondo lo sabe y lo que pasa es que lo disimula.

El problema al que me refiero es éste: el esquema del pensamiento esencial de la tradición revolucionaria –sea anarquista o marxista pero de origen occidental, sobre todo la marxista– es un principio dialéctico puro. Quiere decirse, igual Marx que Proudhon… Bueno, igual no. Marx lo hizo mucho mejor, Proudhon mucho peor, pero en cuanto al esquema son lo mismo: coinciden en que a la sociedad emancipada se llega por vía de negación radical. Si hay algo que no tenga el pensamiento revolucionario es el concepto aristotélico de mesotés, en el que la solución está en el término medio.

La verdad es que lo que a mi me hizo interesarme por estudiar con el mayor detalle posible la cultura apache es que son –las que han quedado en la cuneta– culturas aristotélicas, culturas de término medio. Lo que Gerónimo, explícitamente, y algunos otros grandes jefes indios –Toro Sentado mismo, por ejemplo, y Alce Negro, y muchos otros grandes jefes indios, «reflexionadores» y chamanes indios– les reprochan a los blancos es ser una cultura de la contradicción, una cultura, un pensamiento de tipo radical. Ellos lo que están diciendo no es que no haya que plantar tabaco y no tener entonces tabaco para fumar; no están diciendo que no haya que hacer fermentar el agave para obtener licor y emborracharse, sino que hay que hacerlo un poco, de vez en cuando, que hay que coger el tabaco, plantarlo o no plantarlo, hacer la cosecha; de la mitad del tabaco que se encuentre ir fumando racionalmente y dejar en el suelo una parte por si se acaba la cosecha y así volver a hacerlo.

No están diciendo: no voy a fumar, no hay que tener vicios. Están diciendo que hay que tener vicios con mesura, están hablando con mesura, están hablando como Aristóteles o como la vieja cultura griega. En cambio, en la tradición revolucionaria, igual la marxista que la anarquista, lo que tendemos a pensar es que a la sociedad emancipada llegaremos por negación radical según el esquema hegeliano (aunque sospecho que no sólo hegeliano, sino muy presente en toda la cultura moderna, en la cultura iniciada por los burgueses).

Eso es lo que me hizo estudiar con detalle, apasionarme por los apaches, que estaban mucho más atrasados que los aztecas. Sin comparación. Los aztecas son yanquis al lado de los apaches. Ellos representan muy bien las culturas del término medio en forma muy documentable. No sólo los apaches, pero ellos más que nadie.

Además, estaba estudiando a Gerónimo por otras razones, porque estaba en el área del castellano. Gerónimo hablaba castellano, aunque estuviera ya bajo dominio yanqui. Por eso se mezclaban más temas que me lo hacían muy comprensible. Gerónimo sabía decir «buenas noches», «adiós», y estas cosas me lo hacían más comprensible porque él mismo sabía algo de la cultura castellana. Pero en el fondo vale de todos los indios –salvo los de las grandes culturas: aztecas, incas– que son gentes que viven el problema con el esquema aristotélico.

Esto es un tremendo problema porque en la tradición europea el esquema metodológico del término medio es el esquema conservador. A mí me parece que si uno es sincero, cuando se es verdirrojo, por así decirlo, como lo soy yo, cuando uno cree que los problemas ecológicos y de renovación cultural son esenciales y que la bandera tiene que ser verdirroja, que no puede ser sólo roja tal como están las cosas, tiene que admitir que los problemas que tenemos en la tradición emancipatoria han llegado a este grado de radicalidad metodológica».

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