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Entrevista a Antoni Domènech sobre Manuel Sacristán

‘Sacristán tuvo la vida de un comunista que trabajó bajo una dictadura’

Antoni Domenech
Fuentes: Rebelión [Imagen: Antoni Domènech. Créditos: Espai Marx]

En esta nueva entrega del Centenario Manuel Sacristán reproducimos una entrevista realizada por Salvador López Arnal a Antoni Domènech, profesor de de Metodología de las Ciencias Sociales en la Universidad de Barcelona, a la vez que discípulo, amigo y compañero de Sacristán, publicada con ocasión del centenario del nacimiento de Sacristán en «Acerca de Manuel Sacristán» (Destino, 1996).


Salvador López Arnal.- Eres un discípulo de «segunda generación» de Manuel Sacristán. ¿Puedes explicamos en qué circunstancias os conocisteis? ¿Fuiste alumno suyo?

Antoni Domènech.- Conocí personalmente a Manuel Sacristán en 1971, un poco antes de que la presión del movimiento estudiantil forzara a las autoridades académicas de la Universidad de Barcelona a reincorporarle ocho años después de su expulsión. No lo conocí, pues, en circunstancias académicas convencionales, sino a través de la militancia comunista en el PSUC.

Tú has aludido, un poco en broma, a la «segunda generación», y me permitirás que tome pie en esa broma para decir algo sobre la relación de Manolo Sacristán con la gente de mi generación (la generación que en Mayo del 68 aún no había cumplido veinte años).

Se trataba de una generación distinta de la «primera» en muchos aspectos, pero el que aquí tiene seguramente interés primordial es este: no habíamos llegado al marxismo o a convicciones políticas socialistas revolucionarias a través de un largo forcejeo espiritual con la ideología ambiente, sino, por así decirlo, subitáneamente; el marxismo –un marxismo más o menos energuménico, formulario y con frecuencia extraviado–: estaba ready-made. Para esa generación de jovencísimos estudiantes marxistas Sacristán era ya ciertamente una leyenda, pero su marxismo sui generis, desde luego demasiado sutil y libre de prejuicios para la exaltación y el abroquelamiento doctrinario entonces imperantes, no estaba exento de sospechas; cuando yo le conocí, un grupúsculo ultrarradical acababa de distribuir una octavilla atacando al «rosado profesor Sacristán». (Si no me equivoco, ¡mudanza del tiempo!, uno de los redactores de ese panfleto ocupa hoy, o lo ha ocupado hasta hace poco, un alto cargo en la Administración.)

En lo que a mí hace, sentía un vivo interés por la filosofía y por el marxismo desde sexto de Bachillerato. Tuve como profesor de Filosofía en Preuniversitario a un joven e inteligente tomista, Conrado Izquierdo, el cual, atento a lo que llamaba mi «hiperracionalismo», me dio a leer como antídoto a mis tempranas querencias marxistas la edición abreviada de Paidós de La sociedad abierta y sus enemigos de Karl Popper, libro que, a mis diecisiete años, me causó una honda impresión. Al entrar en la Universidad, en 1970, me sentía políticamente «revolucionario», pero albergaba un mar de vacilaciones sobre la seriedad filosófica del marxismo. Supe que un tal Althusser había escrito en contra de la identificación marxismo-historicismo; sin embargo, la lectura de Althusser no me sacó de dudas; parecía desconocer por completo la crítica de Popper, y además, lo que Althusser y Popper entendían por «historicismo», no tenía nada en común. Pero en primero de Filosofía trabé relación con un profesor culto y erudito Jacobo Muñoz, que había literalmente molturado en clase la cháchara huera althusseriana. Fue él, acaso sorprendido porque un estudiante rojillo de primero de carrera anduviera obsesionado con la crítica popperiana del marxismo, quien me habló por vez primera de Sacristán y de su conciliación del marxismo teórico con la filosofía de impronta analítica.

Salvador López Arnal.- Después de su experiencia en Laye y antes de la presentación de su tesis doctoral sobre Heidegger, Sacristán estudió lógica formal y filosofía de la ciencia en Münster.

¿Qué significaron esos estudios para su formación? ¿Qué destacarías de Introducción a la lógica y al análisis formal, el libro de lógica que publicó en 1964?

Antoni Domènech.- Me parece que sus dos años en Münster tuvieron una gran importancia. Por lo pronto, podemos figurarnos lo que era para cualquier joven de los cincuenta salir por una temporada larga del agobiante clima político y cultural español de aquella época. La estancia de Manolo en Münster coincidió además con un momento políticamente muy delicado en la historia de la República Federal de Alemania: coincidió con la declaración de inconstitucionalidad y con la puesta fuera de la ley del KPD (el Partido Comunista de Alemania). Manolo mismo me contó alguna vez cómo ayudó a «limpiar» aprisa y corriendo un local de los obreros del KPD en Münster antes del registro policial. Creo que su experiencia con la democracia autoritaria de Adenauer le libró tempranamente del papanatismo provinciano con que tantos españoles de su generación se rindieron incondicionalmente, no bien cruzada la frontera, al tipo de orden político restaurado en Europa Occidental tras la guerra mundial… Y desde luego contribuyó decisivamente a su glissèment à gauche, que habría de culminar muy rápidamente con su famosa petición de ingreso en el PCE (la cual, sintomáticamente, comenzaba así: «A pesar de haber hecho todo lo posible para no dar este paso, pido la entrada en el Partido Comunista»). Por otro lado, en lo que atañe a su formación científica y filosófica, creo que el Instituto de Lógica de Münster le proporcionó instrumentos analíticos de los que carecía quien, como él, llegaba allí educado filosóficamente a la manera tradicional, pero sobre todo le proporcionó la motivación para adquirirlos junto con la convicción que no abandonaría nunca– de que las herramientas formales, por un lado, y la atención despierta a los resultados de las ciencias empíricas, por otro, no sólo no eran un estorbo, sino que resultaban inseparables de la aspiración filosófica a la profundidad. Cuando Manolo llegó a Münster era un joven filósofo continental más o menos típico de la primera mitad del siglo xx; con una buena formación histórico-filosófica, con un buen alemán, con un buen latín y con un mejor griego; cuando salió de Alemania, poniendo fin a sus Wander-und-Lehrjahren, probablemente albergaba ya en potencia al maestro del rigor epistemológico y analítico que acabó siendo. Seguramente un personaje importante que contribuyó a que esa transición fuera posible sin duelos ni quebrantos fue Scholz, su más destacado maestro en Münster y fundador del Instituto. Pues, además de ser un lógico notable, Scholz fue un metafísico original y un teólogo en cierto sentido imponente. Se puede conjeturar que, de haber visitado una escuela de lógica con un Hinterland filosófico menos tradicional, Sacristán habría tenido más dificultades para pasar de un filosofar aproximadamente existencialista a un filosofar de estilo analítico; y se puede conjeturar también que el tipo de filosofar prorracionalista que acabó practicando habría tenido bastantes menos registros.

Por lo que hace a su manual de lógica, hay dos cosas obvias que destacar: la primera es que fue el primer manual de lógica matemática escrito por un español (el manual de García Bacca fue un puro plagio del de Hilbert y Ackermann). La segunda es que, independientemente del juicio que merezcan técnicamente algunos de sus desarrollos, aún resulta espléndido en el –llamémosle así– «comentario filosófico» que hace de la lógica y del análisis formales.

Salvador López Arnal.- Te has referido en alguna ocasión a las dificultades de caracterizar el marxismo de Sacristán entre los marxismos althusserianos, francfortianos, diamatinos y un largo etcétera, vigentes a lo largo de los años sesenta y parte de los setenta. Sin negar la dificultad del tema, ¿qué destacarías de ese marxismo nada «tartarinesco», por emplear una expresión crítica que también has usado alguna vez?

Antoni Domènech.- Me parece que hay algunos rasgos que, juntos, hacen muy notable, muy «única», si quieres, la posición de Manolo dentro del marxismo. En primer lugar –primum vivere–,Manolo no fue un apacible académico, no lo fue desde luego en el sentido en que se puede decir que lo fueron Althusser, Colletti o Habermas, por no hablar de los doctores del Diamat. Manolo Sacristán tuvo la vida azarienta de un militante comunista que trabajó la mayor parte de su vida bajo una dictadura inclemente alejado de los circuitos académicos normales. Es verdad que ha habido otros importantes filósofos marxistas que han tenido vidas políticas intensas y complicadas (Korsch, Lukács, el recientemente fallecido Wolfgang Harich [21/03/1995]), pero alternadas –lo que no fue el caso de Manolo– con períodos de tregua y bonanza y, sobre todo, no sometidas a la constante necesidad adicional de ganarse el sustento fuera de la academia y fuera de la política con trabajos editoriales a menudo incómodos y siempre mal retribuidos. Huelga decir que para una vida así la complacencia escolástica, la pose «literaria» o la insinceridad filosófica eran tentaciones fáciles de rehuir: pathos, mathos.

En segundo lugar, la formación filosófica básica de Manolo Sacristán –su formación como clasicista, como filósofo existencial y luego como lógico y como filósofo analítico del conocimiento– anduvo muy alejada de lo que se supone que es la tópica de la tradición del marxismo filosófico. (Nada menos que Lukács dijo una vez que estaba muy contento de que sus maestros no hubieran sido los marxistas Kautsky y Bebel, sino Max Weber y Dilthey, y Wolfgang Harich me confesó en alguna ocasión que estaba encantado de que su primer maestro hubiera sido Nicolai Hartman y no Lukács.) Pues bien; me atrevo a sugerir que esa formación «diferente» fue en alguna medida responsable del carácter nada acartonado de su marxismo filosófico, del brío, de la sensatez, de la versatilidad y de la falta de gazmoñería de su pensamiento y de su acción.

Salvador López Arnal.- Comoquiera que fuere, no parece que sus escritos e intervenciones sean muy conocidos fuera de nuestro país. ¿A qué crees que puede responder ese hecho? ¿Existe algún interés actual por sus escritos?

Antoni Domènech.- Si prescindimos de las razones más obvias (que España era bajo la dictadura, y lo sigue siendo por razones distintas, un país culturalmente periférico), seguramente se puede decir que su marxismo culto, epistemológica y metodológicamente refinado, no encajaba muy bien con el marxismo ora especulativo, ora sectario y crispado en boga en la Europa Occidental de los años sesenta y setenta. (Tampoco, dicho sea de paso, con el romanticismo epistemológico de los «francfortianos».) Y en nuestros días, el marxismo ha dejado de ser una moda académica, al menos en el continente europeo. El marxismo académico que ahora tiene éxito en los países anglosajones el llamado «marxismo analítico», podría acaso interesarse en Sacristán como un precedente importante de algunas de sus posiciones (Gerald Cohen me preguntó en 1990 en este sentido por Sacristán).

Salvador López Arnal.- En un articulo publicado poco después de su muerte en El País («¿En qué sentido fue marxista el último Sacristán?»), señalaste que Sacristán había cribado muy pronto lo vivo y lo muerto de Marx y del marxismo clásico. Sucintamente, ¿qué crees que era para él lo que aún permanecía vivo y lo que, por contra, estaba totalmente obsoleto de Marx y de su tradición?

Antoni Domènech.- La historia del pensamiento emancipatorio se solapa en buena medida con la historia del sectarismo. Recuerda la célebre pregunta machadiana: la verdad es la verdad la diga quien la diga, ¿no es verdad, Agamenón? ¿No es verdad porquero de Agamenón? Agamenón, con la tranquila confianza de la clase dominante, no tiene dificultad en responder «sí»,· pero el porquero de Agamenón resume toda la desconfianza de las capas socialmente condenadas a la subalternidad contestando que «no».

Sucintamente, como pide tu pregunta, creo que la lectura sacristaniana de Marx puede caricaturizarse, por lo pronto, así: Marx es el primer gran pensador de la emancipación social que se libera de ese complejo que lleva derecho al sectarismo filosófico, el primer porquero de Agamenón que, sobre contestar que «sí» a la pregunta machadiana, no sólo trata de incorporar a su filosofía normativa emancipadora los mejores resultados de la ciencia empírica de su tiempo, sino que él mismo inicia una labor investigadora notable (¡minervam sus docet!) con objeto de ponerla al servicio de la factibilidad de su programa emancipador.

Vivo en Marx, para Sacristán, no tiene por qué quedar ningún teorema o filosofema por él afirmado, sino esta dimensión antisectaria, y sin duda eso es lo que llevó a Manolo a desconfiar siempre de las apelaciones utópicas de muchos curiales y de no pocos bienintencionados (y no digamos del sectarismo no ya marginal y lunático, sino institucionalizado y convertido en poder totalitario, el sectarismo de la «ciencia burguesa» y la «ciencia proletaria» estalinistas, el sectarismo de «la ciencia del materialismo histórico», etc.).

Ahora bien; eso es sólo una parte de Marx, la parte digamos instrumental o metodológica de su pensamiento. Por lo que hace a la parte más substancial de Marx, la que constituye el núcleo normativo de su pensamiento, es decir, su programa emancipatorio, las cosas son más complicadas. ¿Qué queda vivo del particular programa normativo emancipatorio de Marx? En el plano de la ética individual, desde luego queda viva la concepción marxiana (de filiación aristotélica) de la vida buena como autorrealización personal. En cambio, en el plano de la ética social, creo que Manolo Sacristán llegó a ver claramente (sobre todo a raíz de la percepción de la crisis ecológica y de sus discusiones con Wolfgang Harich de mediados de los setenta) que el tipo de sociedad de la abundancia en que Marx fiaba el advenimiento del comunismo no seria nunca viable. Eso tiene una consecuencia filosófica muy importante, pues Marx concibe el comunismo de la abundancia como una sociedad situada más allá del espacio de la justicia distributiva, como una sociedad en la que cualquier criterio de justicia será prescindible porque no habrá conflictos de intereses. Por eso se expresó Marx tantas veces de un modo desdeñoso respecto de las teorías y las concepciones normativas de la justicia, las cuales le parecían cantilena burguesa. En Marx no hay una teoría articulada de la justicia porque aspira –con mucha prisa, además– a una sociedad que está más allá de la justicia. Creo que Manolo Sacristán llegó a ver diáfanamente que la filosofía normativa de Marx necesitaba una revisión a fondo en este punto, que un pensamiento emancipatorio a la altura de nuestra época y de los conocimientos científico- naturales y científico-sociales que van con ella necesita armar una concepción seria y articulada de la justicia distributiva.

La muerte le pilló, sin embargo, en un momento en el que, en mi opinión, él no estaba especialmente equipado intelectualmente para enfrentarse a este problema. Pero el problema lo vio con toda claridad.

Salvador López Arnal.- ¿Y en qué sentido no estaba especialmente equipado para enfrentarse intelectualmente a este problema?

Antoni Domènech.- En varios sentidos. Él fue un hombre que dedicó muchísima energía al combate político, pero no era, profesionalmente hablando, un filósofo normativo, sino un filósofo del conocimiento. Por otra parte, aunque su poderosa inteligencia y su inagotable y desprejuiciada curiosidad intelectual le habrían permitido saltar fácilmente, aun en la madurez, la barda técnica que da acceso a este tipo de reflexiones crecientemente especializadas, el caso es que el tipo de filosofía y ciencia social normativas cultivado en su tiempo no era demasiado interesante. La filosofía y la ciencia social normativas han experimentado en los últimos veinte años una revolución extraordinaria que Manolo apenas llegó a vislumbrar.

Salvador López Arnal.- El número de insensateces que desde los diferentes marxismos se han vertido sobre el tema de la dialéctica tal vez roce algún cardinal transfinito (y no precisamente el primero de ellos). No parece que Sacristán haya contribuido nunca a este desaguisado. Aún más, tú mismo ha señalado que desde un punto de vista técnico-filosófico las aportaciones de Sacristán a este campo fueron su contribución más original. ¿Qué caracterizaría en tu opinión la reflexión de Sacristán sobre este «delicado asunto»?

Antoni Domènech.- Una respuesta algo cogente a esta pregunta rebasaría con mucho los límites de una entrevista, o mejor dicho, habría que dedicarle una entrevista entera, y no precisamente corta. Responder en pocas líneas es muy aventurado…

Salvador López Arnal.- Arriésgate…

Antoni Domènech.- Pues empecemos por lo más fácil y trillado. La formación lógico-matemática de Manolo Sacristán no le consentía arrellanarse en las tonterías que han escrito la mayoría de filósofos marxistas sobre la dialéctica y sobre la «superación» del principio de contradicción. Dicho esto, es obvio que Manolo Sacristán dio mucha importancia a algo que él llamaba «dialéctica». De hecho, los últimos cursos de doctorado que dictó los consagró a este problema y dejó varios esquemas y un abundantísimo material de fichas, glosas y citas. ¿Qué entendía él por «dialéctica»? Para responder a esta pregunta con un poco de solvencia me parece obligado dar un pequeño rodeo.

La tradición filosófica «dialéctica» del marxismo procede, como es harto sabido, de la línea Kant-Hegel. En esa línea –y permíteme que sea sumario–, la dialéctica es entendida como una facultad especial del conocer, una facultad que rebasa las rigideces, las parcialidades y las abstracciones del «Entendimiento» (Verstand) (de la razón «analítica», se dirá luego, o de la razón «instrumental»); esa facultad «superadora» es la «Razón» propiamente dicha (Vernunft), la cual es capaz de aprehender la realidad no rígida, sino fluidamente, no en sus varias partes inconexas, sino como un todo integrado, y no abstracta, sino concretamente. Y aunque Manolo Sacristán habló repetidamente de «totalidades concretas», criticó agudamente (por ejemplo en «El filosofar de Lenin») esa manera de entender la dialéctica como arraigada en una facultad especial del conocer. (Dicho sea de paso, esa misteriosa facultad especial del conocer puede prestarse, y de hecho se ha prestado a lo largo de la historia del marxismo, a una reintroducción sistemática y de contrabando del sectarismo filosófico. El registro de acusaciones –siempre envueltas en un cendal de confusa ambigüedad– al adversario político o personal de ser poco «dialéctico», de no tener aguzada –por sesgos burgueses, o filisteos, o del tipo que fuere– la «capacidad para pensar dialécticamente» es copiosísimo). Me parece que una de las claves para entender la idea de dialéctica de Manolo Sacristán pasa por darse cuenta de que su instrucción filosófica básica no está en la tradición del idealismo alemán. Ya hemos dicho que su formación juvenil tiene un pie en la fenomenología (existencial) y otro pie en la filosofía analítica. Ahora bien, ¿qué ancestro común comparten la fenomenología y el análisis filosófico? Sin disputa, el filósofo germano-austriaco Franz Brentano. Y piénsese lo que se quiera de la importancia de Brentano para la filosofía contemporánea, no se puede olvidar que él fue el gran debelador del idealismo alemán en la filosofía europea del cambio de siglo. Brentano se presentó a sí mismo como el restaurador de la sensatez aristotélica tras décadas de extravío y delirio idealista-alemán.

Ahora recuerda que Manolo Sacristán solía presentar su noción de «dialéctica» precisamente en contraposición no a la idea kantiana de que no se puede conocer la cosa en sí (como hacen los hegelianos), sino a la idea aristotélica de que «no hay conocimiento sino de lo universal», es decir, que no hay más conocimiento que el abstracto-teorético. De un modo muy «marxiano» (pero muy alejado –al menos en el fondo, ya que no en la forma– de la tradición filosófica hegeliana del «marxismo oficial»), Sacristán imputaba a la idea gnoseológica aristotélica un sesgo patricio arraigado en la división social clasista del trabajo. Es como si dijéramos: así como el sesgo patricio del pensamiento ético de Aristóteles se aprecia bien en el hecho de que excluya a las actividades autotélicas poiéticas (técnicas, artísticas y artesanales) del ámbito de las acciones capaces de (auto)modelar un carácter virtuoso, así también el sesgo patricio de su pensamiento gnoseológico se nota superlativamente en el hecho de que excluya a la práctica (práxica o poiética) como fuente de conocimiento. Ahora bien; la práctica obliga a un conjunto de operaciones cognitivas de ajuste flexible, de representación global y de concreción que proporcionan un tipo de conocimiento que está vedado a la, por lo demás imprescindible, theoria. Seguramente Lenin se refería a eso con su divisa oximorónica del «análisis concreto de la realidad concreta». Pero para ilustrar su posición, Manolo Sacristán prefería invocar a Teresa de Ávila: «También entre los pucheros anda el Señor».

Salvador López Arnal.- Algunas personas han señalado, con afortunada ironía, que Sacristán más que un m-l era un m-q (marxista-quineano). Otros, tal vez los mismos, han conjeturado que probablemente seas tú un m-tj (marxista tendencia teoría de los juegos). Sea o no así, parece indudable el interés del Sacristán maduro por el llamado marxismo anglosajón. ¿A qué razones crees que respondía ese interés? ¿Tenia alguna preferencia destacable?

Antoni Domènech.- La pregunta me parece un tanto confusa. Quizá porque agrupa varias preguntas muy distintas.

El que Manolo Sacristán tuviera un faible por Quine, uno de los grandes de verdad de este siglo, no tiene nada que ver con su interés por el marxismo «anglosajón», a no ser que se repute a Quine como un marxista (lo que dista por mucho de la verdad: Quine ha sido un guerrero frío y un anticomunista feroz toda su vida; a estas alturas aún no le ha perdonado a Hilary Putnam su filocomunismo de los años sesenta y setenta).

Pero si lo que la pregunta sugiere es que en la medida en que Manolo Sacristán se interesó vivamente por la filosofía de la lógica y del conocimiento de Quine –una de las quintaesencias de la filosofía analítica contemporánea–, tuvo que interesarse también al final de su vida por el llamado marxismo analítico (que, dicho sea de paso, es sólo un subconjunto del marxismo anglosajón»), entonces se puede decir lo siguiente:

El llamado marxismo analítico, si con algo está comprometido metodológicamente en el ámbito de las ciencias sociales, con las explicaciones intencionales (las explicaciones a partir de la teoría formal de la elección racional, por ejemplo, las de la teoría económica, son, normalmente, un subconjunto de las explicaciones intencionales). Sin embargo, en este punto preciso Quine no sirve para mucho; el conductismo filosófico de Quine es incompatible con el lenguaje lógicamente intensional (con s) con que suelen expresarse los conceptos básicos de las explicaciones intencionales (con c). El programa metodológicamente conductista de Quine trae consigo la extensionalización completa del lenguaje de la ciencia empírica y la eliminación de los predicados intensionales. En la medida en que los programas conductistas han caído en descrédito, se puede decir que precisamente ésta es una de las partes más obsoletas del pensamiento de Quine. El grueso de la filosofía analítica –con importantes excepciones– tiende hoy a pensar, con Brentano y contra Quine, que el lenguaje intencional (creencias, deseos, etc.) es ineliminable.

Sea como fuere, su afición a Quine no pudo ser en ningún caso la fuente de la curiosidad de Manolo Sacristán por los marxistas analíticos anglosajones. Yo conocí al grupo de marxistas analíticos en el Congreso internacional del centenario de Marx en Berlín occidental (un Congreso al que Manolo también estaba invitado como conferenciante, pero al que no pudo asistir por hallarse en América). Le hablé del grupo (creo que de Elster, sobre todo) por vez primera, si no recuerdo mal, cuando coincidimos en Madrid en noviembre de 1983, en un simposio organizado por la Complutense (por aquella época, él residía en México y yo en Alemania). El interés que le suscitó el asunto no lo abandonaría hasta su muerte, dos años después: cuando Manolo Sacristán falleció, tenía sobre su mesa de trabajo, a medio leer, el libro entonces recientísimo de Jon Elster, Making sense of Marx.

¿Qué le interesó de este grupo de marxistas o filomarxistas metodológicamente disciplinados? Bueno, en primer lugar, según declaró él mismo, la lejanía filosófica del grupo respecto de la tradición del idealismo alemán y de Hegel (tradición que, con altas y bajas, Manolo cotizó siempre como nociva), luego la libertad o la insolencia con que leían críticamente a Marx, es decir, el que estuvieran tan libres de actitudes escolásticas corno de prontos beatos, el que lo pasaran por el cedazo de la ciencia social y de la filosofía de la ciencia de nuestros días, y luego también (eso era importante para él, que era un excelente conocedor de Marx: ¡y qué pocos filósofos marxistas lo han sido!) la acribia filológica de las lecturas de Marx por Cohen y Elster (este último desempeñó en Noruega un papel de editor de Marx parecido al papel de editor español que desempeñó Sacristán en la edición OME de la editorial Crítica). Al leerlos, se dio cuenta de que no se trataba (¡no esta vez!) de halbwissen de literatti, como decía Marx, es decir, de escritorzuelos que saben las cosas a medias; se dio cuenta, por emplear las propias palabras de Manolo, de que daba vista a un «equipo de primera división».

Si hubiera vivido lo suficiente, descuento como seguro que le habrían interesado, más aún que las reflexiones metodológicas iniciales del grupo, las reflexiones normativas y políticas en que se han embarcado, por ejemplo, Sam Bowles, Gerald Cohen y, sobre todo, John Roemer en los últimos años.

Salvador López Arnal.- Muchas personas, también tú, han destacado la importancia de su labor oral, socrática. ¿Por qué consideras tan importante este aspecto de su hacer?

Antoni Domènech.- Un destino acedo impidió a Manolo Sacristán dejar una obra escrita no ya abundante, sino ni siquiera remotamente proporcional a la altura de su talento. (Entre mis muchas tachas no está la de ser un hombre provinciano. He vivido varios años en países extranjeros y he tenido la fortuna de conocer y tratar a, y aprender muchas cosa de, algunos filósofos y científicos sociales de grande y, en general, merecida reputación internacional. Y con esto títulos por delante, no parecerá una exageración parroquiana –y espero que no se tome tampoco por una pura efusión de la potencia cordial– decir que Manolo Sacristán me ha parecido siempre, cuando menos, un parigual de todos ellos.) De la obra que pudo dejar y no dejó queda sólo, aparte de una montaña de esquemas, glosas y apuntes de trabajo de porvenir editorial más que incierto, un débil pero acaso indeleble rastro en la memoria de todos aquellos a quienes obsequió generosa y desinteresadamente con su verbo deslumbrante y con su genio.

Salvador López Arnal.- ¿Qué papel acabará ocupando Sacristán en la historia del pensamiento filosófico español en general, y en particular, en la historia del pensamiento de izquierda en España?

Antoni Domènech.- Me declaro impotente para contestar con alguna solvencia a la primera parte de tu pregunta. Este es un país demasiado raro –por decirlo educadamente– para hacer pronósticos. Pero en general, se puede ser pesimista a la vista de algunos antecedentes.

En mi opinión, está fuera de toda duda que Ortega es la gran figura intelectual española del siglo, con mucha diferencia sobre cualquier otro pensador. Un país culturalmente normal habría mimado y honrado la memoria del que ha sido el mayor educador nacional contemporáneo, el que, casi en solitario, como filósofo, como ensayista, como prosista, como publicista y como editor, puso a España, intelectualmente hablando, «a la altura de los tiempos». Si Ortega, con una posición política moderada –cuando no belicosamente conservadora–, con una obra crecida rebosante de prestigio internacional, es tratado por la posteridad con tan injusta cicatería, ¿qué no habrá de ocurrir con un filósofo ciertamente exquisito, pero políticamente tan engagé, de obra tan parca y reconocimiento internacional tan menguado como Manolo Sacristán?

Ortega mismo, en una carta muy poco conocida dirigida «a los niños españoles» dejó ya escrito en 1928:

Mirad: a la en que escribo esto para vosotros hay en España, desgraciadamente, muy pocos hombres inteligentes y de corazón delicado. (…) Pero no logran que se les atienda. Porque los españoles que ahora forman nuestra sociedad no saben distinguir entre hombres y, acaso de buena fe, creen que son inteligentes los que son más necios, que son buenos los que son más farsantes (…): padecemos una perversión del juicio sobre personas (…). Se cree que es buen poeta, buen novelista, buen profesor el que más lugares comunes dice, el que mejor halaga al público repitiéndole las tonterías que este pensaba veinte años hace. Y en tanto, los mejores, los que verdaderamente valen son poco conocidos, nadie les hace caso o, tal vez, se les combate en todas formas.

Salvador López Arnal.- Vamos pues, si te parece, a la segunda parte de la pregunta, al papel de Sacristán en la tradición del pensamiento de izquierda en España…

Antoni Domènech.- ¿En qué consiste una tradición intelectual de izquierda en un país? Yo creo que consiste sobre todo en una interpretación, o en una familia de interpretaciones, del pasado histórico de ese país, del pasado político, de las contiendas sociales, de las vicisitudes económicas, pero también del pasado literario, artístico, filosófico, religioso, de lo que Antonio Gramsci llamaba el poso de la «cultura nacional- popular». Los autores que han acometido esas interpretaciones se convierten en puntos focales de cristalización de la tradición intelectual de la izquierda de un país. Podemos pensar en lo que significó para la izquierda gala, por ejemplo, la interpretación de la Revolución Francesa y sus secuelas en la monumental Historia socialista de la Revolución del gran Jean Jaurès a comienzos del siglo; o en lo que significó para la izquierda alemana la ciclópea labor de interpretación histórico-cultural del ingente polígrafo que fue Franz Mehring, o luego, más modestamente, el trabajo político-historiográfico, lúcido y penetrante como el que más, de Arthur Rosenberg. Quizá ya con algo de retraso histórico, y en condiciones muy precarias, en la cárcel, Gramsci ensayó algo parecido para Italia. Antes te has referido al «marxismo anglosajón» aludiendo al marxismo analítico. Pero lo verdaderamente importante del marxismo británico, al menos por lo que hace a la fábrica de tradición, han sido los historiadores, los Hobsbawn, los Thompson, los Hill, los Rudé, los Williams, los Carr, los Ste. Croix, que han cumplido a satisfacción esa labor de reinterpretación del pasado imprescindible para guiar el presente, para saber dónde estamos y por dónde salimos.

Incluso en países que no han contado con un potente movimiento obrero de inspiración socialista, en los Estados Unidos, por ejemplo, la izquierda «liberal» cuenta con interpretaciones del pasado revolucionario y reformista radical (de Jefferson al New deal y a Luther King, pasando por Lincoln y la epopeya de la Guerra Civil antiesclavista) que son punto de referencia obligado para navegantes políticos inconformistas del día de hoy.

Gramsci enseñó mejor que nadie que cualquier grupo o bloque de izquierda que quiera poner por obra la transformación a mejor de una sociedad avanzada, y que aspire a ser algo más que una secta autoindulgente o una banda aventurera, tiene que convencer a una buena parte de esa sociedad de que los cambios propuestos están en alguna solución de continuidad con las mejores tradiciones de la misma, y de que la mejor interpretación posible de esas tradiciones es la propia.

¿Dónde están los Jaurès, los Mehring, los Gramsci españoles? No hay nada parecido en el anarquismo y en el socialismo españoles del cambio de siglo. Es verdad que la clase obrera y la plebe españolas han demostrado una combatividad y un arrojo extraordinarios. Pero la educación de sus «intelectuales», cuando no precaria, fue, como es harto sabido, más liberal que socialista en el sentido europeo corriente de estos término. Incluso para la interpretación política de uno de los episodios de resistencia y heroísmo popular más espectaculares de la historia moderna, la Guerra Civil española, son infinitamente más preciosas las agudísimas acotaciones del italiano Palmiro Togliatti, o la narrativa del británico George Orwell que, por ejemplo, las reflexiones del dirigente socialista español Julián Zugazagoitia (cuyas conmovedoras memorias de guerra, desde luego una obra maestra de la composición literaria, andan escasas de acuidad política y de perspicacia sociológica), o los escritos de Pasionaria. El socialista Luis Araquistain lo expresó hace ya muchos años con certera crueldad: en España, los que quieren no saben y los que saben no quieren.

Aun así, como más vale tarde que nunca, he de decir que tengo cierta esperanza en el papel que pueda desempeñar en el futuro el magnífico plantel de historiadores con que cuenta la izquierda en este país. Entretanto, creo que no hay más remedio que contestar a tu pregunta de esta forma: no hay una tradición intelectual de izquierda mínimamente robusta en España, es de temer que la posible ubicación de Manolo Sacristán en ella se reduzca a la de una vistosa y exótica flor tropical en un austero paisaje de secano.

Salvador López Arnal.- Sacristán solía referirse a sus trabajos de critica literaria como «pura y simple afición». Pero, ¿tienen algún interés relevante en tu opinión? Si así fuera, ¿qué destacarías de esos trabajos?

Antoni Domènech.- Es evidente que se trata de trabajos de un «aficionado»: muy pocos «profesionales» habrían arriesgado su reputación académica en incursiones de tal viveza y desparpajo –completamente exentas de erudición y pompa citatoria– en la prosa de Heine o en la obra literario-filosófica de Goethe, por mencionar las dos piezas más destacadas de su labor de crítico literario. Un tercer trabajo importante que planeó con cierto esmero, pero que no llegó a escribir, versaba sobre Rimbaud.

Ahora bien; me parece que tiene interés lo siguiente. El fue un lector asiduo y devoto de cierta poesía castellana: de Juan de la Cruz, de Garcilaso, de Francisco de Aldana y de Jorge Guillén, señaladamente. Con independencia de que su francés fuera sencillamente perfecto y su alemán muy bueno, yo doy por cierto que Manolo tenía un conocimiento mucho más íntimo de cualquiera de ellos que de Rimbaud y de Heine, e incluso, acaso, que de Goethe. ¿Por qué no escribió ni planeó nunca un trabajo sobre Garcilaso, o sobre Aldana, o sobre Juan de la Cruz, o sobre Guillén? Seguramente porque, para el tipo de crítica literaria con intención político-cultural que a él le interesaba, le faltaba una tradición en que apoyarse como «aficionado», le faltaba, por así decirlo, Franz Mehring y Walter Benjamin.

Me parece que el de la crítica literaria es uno de los terrenos en los que mejor puede apreciarse que Manolo Sacristán trabajó huérfano de una tradición intelectual nacional de izquierda.

Salvador López Arnal.- Para finalizar y no agotar tu generosa paciencia. Se ha comentado que Sacristán fue un gran teórico, un intelectual muy sólido, pero, por contra, un muy mal político, un político irrealista. ¿Estarías de acuerdo con esta consideración?

Antoni Domènech.- Yo también he oído esto muchas veces. Para ser ecuánimes, habrá que distinguir entre dos sentidos de la locución «ser un muy mal político».

En un sentido, lo era sin lugar a dudas: le faltaba eso que suele llamarse mano izquierda, fingía mal y no era buen psicólogo, tenía poca paciencia con los tontos –sobre todo con los tontos laureados– y ninguna con los zascandiles, huía del medro como de la peste, no recataba su pesimismo y era poco amigo de componendas y muy dado a zamarrear con una dialéctica implacable a cuantos, por un motivo convenienciero, eludían un deber.

En el otro sentido, en el del «realismo», yo no podría sumarme este juicio bastante extendido. Al contrario, y por reducirme a unos pocos ejemplos de los años que yo he conocido mejor (estoy seguro de que gente de la «primera generación», como Xavier Folch, Paco Fernández y Quim Sempere, pueden proporcionar una lista mucho más larga).

En 1969, en una famosa entrevista concedida a la revista Cuadernos para el diálogo, a propósito de la invasión soviética de la República checoslovaca, Manolo Sacristán habló de la despolitización generalizada de las masas a que inducían las dictaduras neoestalinistas del glacis (un diagnóstico, digo yo, muy premonitorio de lo que hemos visto mucho después, tras el derrumbe del muro de Berlín), y exigió una «autocrítica del leninismo»: eso pareció a muchos «realistas» de entonces extremista e irrealista. En 1969-1970, cuando dimitió de todos sus cargos de dirigente en el PSUC y en el PCE, no lo hizo sin observar antes que era insensato que, en pleno estado de excepción, con centenares de compañeros encarcelados y torturados, la dirección del partido declarara que el régimen franquista estaba en fase agónica terminal: eso pareció a muchos «realistas» de entonces extremista e irrealista. En 1978 se refirió a los llamados eurocomunistas como a «zascandiles» que, en su empeño por ganar gloria eterna, arriesgaban temerariamente hasta la propia identidad: eso pareció a muchos «realistas» de entonces extremista e irrealista, pero poco después, en 1982, el PCE se hundía estrepitosamente en un infierno electoral. En 1981, a propósito del V Congreso del PSUC, Manolo Sacristán pronosticó que la victoria conseguida por la rebelión de las bases sería efímera y que pronto «los profesionales de la palabra» recuperarían el timón, lo que efectivamente aconteció en unos pocos meses: no sin que antes a muchos «realistas» de entonces les pareciera extremista e irrealista la toma de posición de Manolo. Desde mediados de los setenta Manolo Sacristán se empeñó en inyectar ecologismo en la tradición política socialista, pero no sin que varios energúmenos «realistas» le acusaran de malthusianismo, de antiprogresismo y hasta de querer hacer retroceder la historia por detrás de las «vacunas de Fleming»: algunos de esos «realistas» de entonces son ahora adalides casi fundamentalistas de un giro «verde» radical en las agenda políticas de la izquierda.

En fin, cuando la campaña anti-OTAN en 1985, Manolo Sacristán se descolgó, entre otras cosas con un artículo periodístico intitulado «La OTAN hacia dentro» en donde se realizaba un pronóstico bastante radical, a saber: que tan o más importantes aún que las consecuencias internacionales del ingreso de España en la OTAN iban a ser las consecuencias «hacia dentro», por la corrupción de la vida democrática que implicaba el que un Gobierno urgido de unos comicios en los que el motto electoral principal había sido «OTAN, de entrada no» tratara luego de chantajear y perniquebrar a la opinión pública para plebiscitar todo lo contrario. A muchos «realistas» de entonces, incluidos algunos activos participantes en la campaña anti-OTAN, eso les pareció extremista e irrealista. Pero de las necesidades financieras de aquella formidable campaña de manipulación de la opinión pública a que se libró el PSOE salió entre otras cosas Filesa, y probablemente otras muchas que son causa ahora mismo del sonrojo democrático de tantos ciudadanos españoles (incluidos los más «realistas»).

No, no creo que Manolo Sacristán fuera un «muy mal político» en este sentido, no creo que fuera irrealista. Más plausible me resulta el juicio, según el cual la imputación de irrealismo procede en general de mucho alguaciles alguacilados, de muchos «realistas» realizados: ¡inde irae!

Salvador López Arnal.- Muchas gracias por tu tiempo y tus respuestas.


En el encuentro celebrados en Barcelona en 2005 recordando la figura de Manuel Sacristán, encuentro organizado por la FIM (Iñaki Vázquez Álvarez), Antoni Domènech cerró las jornadas con un texto titulado:

«MANUEL SACRISTÁN: EL ANTIFILISTEÍSMO EN ACCIÓN»

Amigas, colegas, compañeras y compañeros:

Los organizadores de estas jornadas y el azar lexicográfico de mi apellido han querido que clausure este homenaje a Manuel Sacristán con motivo del vigésimo aniversario de su muerte.

Sacristán merecía que se hiciera al menos esto. ¡Bien hecho! Me alegro de que veinte años después de su temprana muerte empiece a hacérsele justicia en el país de la envidia rencorosa, esa mala pasión tan española de la que dijera famosamente Quevedo que es flaca, porque muerde y no come.

Manolo Sacristán fue amigo, maestro, colega, camarada o profesor de muchos de los circunstantes. Supongo que es esa variedad de relaciones, y aun otras, derivadas de su polifacética personalidad intelectual, lo que han tenido principalmente en cuenta los organizadores cuando han distribuido a los ponentes en las distintas mesas temáticas.

Yo no quisiera cansaros ahora, en ésta de clausura, con un resumen sincrético de todas las virtudes –o limitaciones– del homenajeado en sus múltiples facetas, ni menos de las vivas discusiones aquí habidas estos dos últimos días al respecto.

Pero valiéndome del hecho de haber mantenido con él una relación de varios niveles, tal vez consiga decir unas pocas palabras sobre un rasgo de su personalidad que, en mi opinión, dejó una impronta singularísima en todas y cada una de las facetas de su pensar y de su hacer. No digo que ese rasgo explique todo, ni siquiera que sea fundamental –la «llave» para entender a Sacristán–, pero sí que me parece un rasgo unificador de su rica y compleja urdimbre moral.

Quisiera, pues, dedicar unas palabras a su antifilisteísmo. En todo lo que hizo, también en el pensar, Manolo Sacristán actuó movido o guiado por el resorte de una previa declaración de guerra sin cuartel al filisteísmo y, por implicación, a los filisteos.

¿Y eso qué es? ¡Ah! Pues es un concepto muy marxista. Y un concepto que, a diferencia de los muy manidos de «modo de producción», «sobrestructura» o «hegemonía», tiene la ventaja añadida de que no se ha revelado propicio hasta ahora a los juegos escolásticos de palabras a que tan aficionados se han mostrado los académicos «marxistas», los profesionales de la cosa, vamos.

(Yo no sé de ningún estudio que haya procedido a un escrutinio informático de las obras completas de Marx y Engels, pero si algún día se lleva a cabo, apuesto a que, al menos en los 10 gruesos volúmenes de su correspondencia, la palabra «filisteísmo» –y otras claramente coextensivas, como spießbürgerlich, que ha veces se traduce un tanto inocentemente como «pequeñoburgués»– será una de las que registre más entradas.)

Bueno, ¿qué es un filisteo? Filisteo es quien se niega o se resiste a valorar las cosas, cualquier cosa, por sí mismas.

Filisteo es quien no admite, por ejemplo, que se pueda desear conocer algo por el valor mismo de conocerlo, por el mero gusto de satisfacer la curiosidad, la cual como dijo Aristóteles –el padre del antifilisteísmo filosófico– es el comienzo de todo saber. El filisteo sostiene, o –las más veces– actúa como si sostuviera que sólo es deseable el conocimiento que sirve para algo (para ganar dinero, para ser famoso, para escalar en la jerarquía académica, para lograr una tecnología útil, para hacer la revolución, para ligar, etc.).

Filisteo es, en general, quien se niega a reconocer que pueda haber acciones humanas con valor por sí mismas, cualquiera que sea el resultado de ellas.

Para la triste vida del filisteo, ésta se reduce a un inmenso repertorio de instrumentos, de medios y cadenas enteras de medios puestos al servicio de algún fin, normalmente heterónomo.

Vera Sacristán ha recordado recientemente un refrán castellano que le repetía con frecuencia en la infancia su padre: «primero la obligación, luego la devoción». Bueno, los refranes a veces se quedan cortos, filosóficamente hablando. Son raros los refranes filosóficamente redondos, como aquél que a Manolo le parecía el más socrático y profundo del refranero castellano: «no hay tonto bueno». Que el dicho de la devoción y la obligación se queda harto más acá de lo que acaso pretende declarar, nos lo prueba el hecho de que, al postergar sus devociones para cumplir con sus obligaciones, el propio Manolo Sacristán procuraba –y creo que frecuentemente lograba– cumplirlas con devoción.

Ved, amigos, que no es poca la diferencia que pasa por alto ese dicho. Nada menos que la que separa al cura del epicúreo: la que media entre quien trasuda y hace alarde de sacrificio en poniendo por delante la obligación, y quien donosamente se libra a la obligación con al menos un adarme de devoción. Éste y sólo éste aspira al título de enemigo irreconciliable del filisteísmo.

Pues bien: el de Manolo Sacristán fue un antifilisteísmo extremista, que no se conformaba con declarar que hay algunas cosas que deben buscarse o hacerse por sí mismas, por su valor intrínseco, sino que se avilantaba a convertir casi cualquier medio o instrumento en fin.

Yo escuché a su amigo de juventud García Borrón, que desgraciadamente ya no está tampoco entre nosotros, narrar con verdadera delectación la reconcentrada pericia con que el alférez Manuel Sacristán montaba y desmontaba un arma de fuego. Con Gonzalo Pontón, un editor de rara sensibilidad humana e intelectual, hemos comentado alguna vez la pulcritud casi inmaculada de los originales mecanográficos de las traducciones del hombrecito cabal que, echado de la Universidad, tenía que trabajar pane lucrando a 59 pesetas (un poco más de 30 céntimos de euro) la página standard (30×70), con múltiples copias a papel carbón bien corregidas todas.

Manolo Sacristán era, como se ha recordado aquí, un internacionalista de corazón y de cabeza, pero precisamente por serlo en el sentido genuino y no tontitamente manipulado de la palabra, se interesó seriamente toda su vida por las lenguas y las culturas de las naciones y los pueblos históricamente oprimidos. Se ganó el respeto y la estima de lo mejor de la cultura catalanoparlante (Salvador Espriu, Antoni Tàpies, Joan Brossa, Raimon, Josep Fontana, Francesc Vicens o Miquel Martí i Pol, por limitarme a unos pocos nombres que ya han salido aquí, le distinguieron con su afecto y admiración), se ganó ese respeto, digo, entre muchas otras cosas porque se tomó, con devota alegría, el trabajo de aprender a hablar la lengua catalana, que dicho sea de pasó llegó, sin necesitarlo, a dominar a satisfacción. Y cuando preparaba su viaje a México, compró varios manuales de gramática náhuatl y muchos libros sobre lenguas precolombinas, a los que se entregó, al menos por unos meses, con gran afición y empeño, como ha contado alguna vez, enternecida, Ángeles Lizón.

Cualquiera que le haya tratado con un poco de asiduidad, y que no sea un corcho, habrá tenido con él experiencias de este tipo, en las que se veía al antifilisteo en acción. Una vez, y por un lance militante que ahora no viene a cuento, quedamos, él y yo, un sábado por la mañana, encargados de limpiar un polvoriento local prestado que habría de servirnos de almacén. Cuando digo «limpiar», no estoy hablando en jerga de clandestinidad. Quiero decir, literalmente, «limpiar»: con lejía, zotal, decapantes para madera, estropajos, guantes de caucho, escobas, recogedores y fregaderas. Yo, como os podréis figurar, comparecí a la cita con poco más que lo puesto, y más presto a hablar de filosofía y de política con el maestro que a otra cosa. Para mi estupefacción, él se presentó equipadísimo, y no sólo con el instrumental completo para la limpieza, sino hasta con un mono azul, que se enfundó no bien traspasada la puerta del desastrado local. Y se habló de filosofía, y se habló de política, y de muchas otras cosas (¿tendré que decir a estas alturas que era un conversador fascinante?). Desde luego que se habló. Pero también se limpió, y con alegría y eficiencia: nunca he vuelto a ver un suelo y unos estantes tan relucientes.

Cuando un ex-amigo de los que nunca faltan en la vida, Carlos Barral, trató de difamarle en sus Memorias contando un chisme de juventud, según el cual Manolo habría fingido una vez ante los contertulios estar traduciendo improvisadamente del griego un texto que, según Barral, estaba leyendo ya vertido a un impecable castellano de Indias, le pregunté: ¿Y eso? «Pues yo no lo recuerdo», repuso ataráxico. Y ¿qué piensas hacer? «Ya he hecho». ¿Y qué había hecho? ¿Poner un pleito? ¿Escribir una carta a la revista Triunfo, en donde si no me equivoco se organizó cierta chillería morbosa con el asunto? ¿Replicar con más chismes? Pues no. Lo que hizo fue limitarse a escribir una carta a un viejo editor de una vieja traducción suya del Banquete de Platón –una traducción juvenil hermosísima, por cierto– para asegurarle que la versión castellana había sido hecha no de segundas, sino directamente del griego. «Hice esa traducción porque necesitaba unas perras, esa es la verdad, pero la disfruté mucho, ¡qué prosa, la de Platón! ¡Qué superlengua, el griego!». Eso es todo lo que comentó conmigo sobre el asunto.

Huelga decir que esa actitud antifilistea tan homogénea y tenazmente mantenida en todos los planos de su vida, esa actitud, si me permitís, tan «filosófica» –en el verdadero y original sentido de la palabra– tuvo que tener consecuencias sobre su filosofar técnico-académico. A mí me resulta evidente: también como filósofo profesional, y hasta como profesor de filosofía –cuando le dejaron– fue Manolo Sacristán un antifilisteo, un enemigo de las filosofías y de los filósofos filisteos.

¿Estáis pensando en filósofos morales utilitaristas, siempre dispuestos a sacarse del bolsillo el utilitómetro y a ponderar los costes y beneficios de los resultados de la acción instrumental? ¿Estáis pensando en epistemólogos «positivistones», esos que la caricatura pinta como apologetas de la llamada «tecnociencia» instrumental? ¡Ah! Pero eso es demasiado fácil: las cosas son más complejas, y este asunto del filisteísmo tiene muchas ramificaciones y guarda no menos sorpresas.

En su famoso discurso del 27 de mayo de 1933, el rector de Friburgo, Martín Heidegger, desarrolló un ataque en toda regla contra la vieja y veneranda idea de que la ciencia tiene el fin en sí misma.

Nada nuevo en él: antes de su paso al nazismo políticamente activo –y también después de su «desnazificación» por los tribunales militares aliados– ya había dejado claro Heidegger que no le gustaba nada eso de que los científicos modernos pusieran el fin de la ciencia en la ciencia misma, colocando la búsqueda de conocimiento bajo la sola y para él frívola tutela del capricho de satisfacer la curiosidad. En una célebre ocasión, el filósofo de la Selva Negra presentó a Galileo como el prototipo de ese extravío: como el verdadero iniciador de la escisión moderna entre la ciencia especializada y el mundo de la vida o la existencia. Heidegger opuso a eso un auténtico saber, que era auténtico para él, como es de sobra conocido, en la medida en que estaba –instrumentalmente– orientado a un fin: el fin de desvelar el sentido de la existencia del hombre. Un fin en apariencia tan noble, como indeterminado.

Lo nuevo de su discurso como rector es la determinación concreta que hizo en 1933 de aquél fin un tanto misterioso, al que la aspiración al saber debía servir instrumentalmente. Esa nueva determinación traía consigo la demolición de la «muy celebrada libertad académica», en cuyo fundamento filosófico veía muy bien Heidegger que está la idea de que el conocimiento básico –no, claro es, el aplicado– se busca por sí mismo, es autotélico, por usar jerga aristotélica. En su discurso rectoral, Heidegger oponía a eso el ideal de una Universidad en la que la ciencia, lejos de tener el fin en sí misma, se convirtiera en una «íntima necesidad de la existencia«, pasando así a constituirse «en el acaecer básico de nuestra existencia espiritual como pueblo». Y eso ¿qué quiere decir en román paladín?

Quiere decir que la Universidad alemana, lejos de seguir siendo una torre de marfil que goza de una autonomía protegida por la «libertad académica» en la que, idealmente al menos, es posible buscar el conocimiento por sí mismo con independencia de cuáles sean los resultados, debe tener tres vínculos finalistas o instrumentales:

1) Un vínculo con la «comunidad del pueblo». Ese vínculo significa para él que los estudiantes deben prestar un servicio laboral que les obligue a trabajar con los no-académicos.

2) Un segundo vínculo con «el honor y el destino de la Nación». Eso significa el servicio militar como parte de la existencia del estudiante, que debe ser instruido militarmente.

3) El tercer vínculo afirmado por Heidegger es «con la tarea espiritual del pueblo alemán». Es urgente –declara– formar a los estudiantes para que sean capaces de prestar un tercer servicio, el «servicio epistémico» (Wissensdienst), para el bien del pueblo.

Heidegger resumió sus propuestas diciendo que la Universidad alemana tenía que orientarse al fin de formar a «los futuros caudillos y custodios del pueblo alemán» («zukunftige Führer und Hüter des Schicksals des deutschen Volkes»). Las propuestas de Heidegger no tuvieron mucho éxito, afortunadamente, en su parte constructiva o afirmativa. Pero como todo el mundo sabe, sí en su parte destructiva: el nazismo destruyó por completo la vida académica alemana –acaso la más fértil del siglo XX–, una aniquilación de la que nunca más se ha recobrado.

Hay una divertida conferencia que dieron en cierta ocasión mano a mano Manolo Sacristán y José María Valverde, y cuya transcripción hizo, una vez más, nuestro amigo Salvador López Arnal. En esa charla –que debe de ser del mismo año en que murió (1985 [NE: de otoño de 1984])–, Sacristán se mostraba entre estupefacto e indignado por los ya entonces evidentes síntomas de necia degradación finalista, instrumental, de la enseñanza superior. Comentaba con ese sarcasmo tan suyo, más demoledor aún que hilarante, varios casos ejemplares, entre los que recuerdo el de un tipo que habría escrito su doctorado en Harvard (sí, sí, ¡en Harvard!)… sobre el stress de las esposas de los entrenadores de los equipos universitarios de baloncesto.

Seguro que es mucho más fácil encontrar un sponsor, como se dice ahora (o un «patrocinador», como habría que decir), para una «investigación» así, que debe de ser de tremenda utilidad para gentes con dineros –por ejemplo, para fabricantes de ansiolíticos, o para empresas que hacen publicidad en las canchas de basket–, que para financiar una investigación básica sobre cualquier cosa simplemente interesante (como por ejemplo la teoría cosmológica de las supercuerdas).

Hay que recordar de paso que, en contra de lo que dice una tradición epistemológicamente ignara, la ciencia básica es siempre de una utilidad práctica incierta: la teoría científica más famosa del siglo XX, la teoría general de la relatividad, no sirve absolutamente para nada: ninguna tecnología operativa se funda en ella [NE: AD escribía en 2005]. Ese es el motivo principal de que la investigación científica básica, que, con el gran arte plástico, con la gran música o con la gran literatura comparte al menos el rasgo de su perfecta inutilidad ex ante, no se haya financiado nunca a través del mercado y de la inversión privada que persigue el beneficio: se ha financiado o a través de la universidad pública (como en la mejor tradición europea) o a través del mecenazgo privado más o menos altruista (como en las grandes universidades privadas norteamericanas).

La actual mercantilización –filisteización– en curso de la Universidad pública europea es la destrucción de eso, y descuento como seguro que el antifilisteísmo de Sacristán le habría hoy levantado enérgicamente contra ella.

Se dirá que la Universidad actual, mucho más democratizada y abierta a las clases populares que las universidades elitistas de honoratiores –desnudamente clasistas– anteriores a la II Guerra Mundial, es muy distinta de la universidad alemana que Heidegger se proponía reestructurar. Y se dirá, con no menos razón, que el de ahora es un intento de instrumentalizar la vida académica también muy distinto del de los nazis.

Triste consuelo, si consuelo es, porque en el actual ataque a la libertad y a la autonomía académicas no sólo puede adivinarse un inconfundible programa contrarreformador, es decir, desdemocratizador de la enseñanza superior, sino que pueden verse también inquietantes paralelos con el programa de «servicios» finalistas propuesto por el rector Heidegger.

También a los estudiantes europeos de ahora, como a los alemanes de 1933, se les exige un «servicio laboral» en forma de contratos de trabajo precarios, cuando no puros meritoriajes ad honorem en las empresas, o la solicitud de créditos bancarios, a devolver luego con el sueldo de trabajos basura.

También a los estudiantes europeos se les exige ahora, no ciertamente un vínculo finalista con el honor y el destino o con la «tarea espiritual» de la nación –al menos, en Europa–, pero sí un vínculo finalista con la coyuntura de un mercado de trabajo desregulado. Grotescamente, en el slang de muchos gestores y burócratas académicos, ya se empieza a llamar a los estudiantes «clientes».

Y también ahora se quiere formar a «caudillos y custodios» del orden social establecido, sólo que esa tarea guardiana parece querer reservarse a las instituciones académicas privatizadas, dejando tendencialmente para las públicas, cuando mucho, la mera función de instruir a unos «clientes» destinados de por vida a la subalternidad económica e intelectual.

Cuando como Heidegger (y los nazis) se rechaza la idea normativa de que la búsqueda de conocimiento básico o fundamental debe tener el fin en sí misma –y de que la vida académica debe de gozar de amplia autonomía respecto de las fuerzas del estado o del mercado–, la inevitable consecuencia es el descrédito de la «verdad»: no siendo la «verdad» sino lo que presta el mejor servicio al fin propuesto, la «verdad» se torna relativa a ese fin.

Hay que reparar en eso: en todas las variantes concebibles del relativismo, la «verdad» es siempre servicial; no vale por ella misma, sino sólo por algún servicio que presta a otra cosa, no importa si a una voluntad de poder (como querían Calicles y su tardío discípulo Nietzsche), a la elucidación y construcción de un sentido de la existencia o a la custodia del Ser (como quería Heidegger), o a la utilidad (como han querido los pragmatistas, desde William James a Richard Rorty –éste último, por cierto, un admirador de Nietzsche y de Heidegger).

Todos los totalitarismos de la pasada centuria –el nazi-fascista y el estalinista del segundo cuarto del siglo XX y el neoliberal del último cuarto– se han apoyado de uno u otro modo en filosofías relativistas: en filisteísmos epistemológicos o éticos.

La elite neoliberal y neoteocrática que ahora gobierna los EEUU quiere que en las escuelas públicas se enseñe el creacionismo en pie de igualdad con la teoría darwinista de la evolución: «son sólo teorías, y los padres tienen derecho a que sus hijos puedan elegir»; algo así acaba de decir recientemente, para escándalo del mundo civilizado, una corte de Kansas. ¿Quién quita que el paso siguiente no sea que hay que enseñar la física moderna, hija o nieta de Galileo, en pie de igualdad con las teorías del Cardenal Bellarmino, el inteligente inquisidor que instruyó el vergonzoso proceso contra Galileo? Si Heidegger levantara la cabeza, brindaría por el Ser-así-restituido con lo primero que pillara a mano, ya fuera cava catalán.

Yo creo que uno de los motivos más importantes de lo que aquí se ha llamado «el olvido de Sacristán» tiene que ver precisamente con eso. Conviene percatarse de ello. Por causas que necesariamente han de quedar aquí fuera de nuestra atención, lo cierto es que buena parte de la izquierda académica evolucionó intelectualmente, a partir de los años 70, en un sentido relativista. Así como Manolo Sacristán habló en su día, en un textito que recordaba ayer Salvador López Arnal, de una alianza impía entre el neopositivismo y el misticismo, ha habido en las tres últimas décadas, como ha dicho recientemente Terry Eagleton, una especie de alianza impía entre el relativismo práctico de tipo neoliberal y el relativismo filosófico de la izquierda que para entendernos e ir al grano llamaremos postmoderna. La recuperación de Heidegger por ésta –un Heidegger, por cierto, pésimamente leído, como bien notó Sacristán– es un síntoma ya suficientemente conocido y elocuente, que me va a eximir aquí de mayores precisiones o explicaciones.

Manolo Sacristán reaccionó con mucho escepticismo al famoso bestseller de Kuhn sobre la estructura de las revoluciones científicas, un libro que aunque históricamente interesante, le parecía mediocre filosóficamente. Pero reaccionó con algo más que escepticismo, yo diría que con verdadero encono, al no mucho menos vendido libro de Paul K. Feyerabend Contra el método. Su célebre concepto del «oligokuhnismo» –no sé si muchos saben eso–, lo acuñó Sacristán a costa de este libro de Feyerabend. A un conocedor de primera y crítico refinado pero sin reservas de Heidegger como él, tenían que revolverle las tripas afirmaciones como ésta de Contra el método (supuestamente, una teoría anarquista de la epistemología): «El juicio de los expertos eclesiásticos [condenando a Galileo] fue científicamente correcto. Esos expertos de la Iglesia tenían, además, unas intenciones sociales correctas, a saber: proteger a los hombres de las trapacerías de los especialistas. Había que proteger a los hombres de que fueran corrompidos por una ideología limitada, que tal vez funcionara en ámbitos limitados, pero que resultaba inadecuada para sostener una vida armoniosa. Con una revisión del juicio podría tal vez haber conseguido la Iglesia hacerse con algunos amigos entre los científicos, pero eso habría ido en desmedro de su función de custodia de los valores humanos y sobrehumanos importantes[1]».

¡Bonita epistemología «anarquista» ésta, que aplaude el proceso inquisitorial contra los científicos y convierte a los expertos eclesiásticos en protectores de los hombres y custodios de los valores!

A la derrota del 68, Sacristán no reaccionó, como muchos académicos de izquierda, derivando hacia el relativismo acomodaticio. Me atrevo a decir que guiado por su instinto antifilisteo, Manolo hizo exactamente lo contrario: se reafirmó más que nunca en los valores –éticos, epistemológicos y estéticos– de la Ilustración. Y usó esa reafirmación, precisamente, para criticar al tercero de los totalitarismos aquí mencionados, junto con el fascismo y el neoliberalismo: el estalinismo.

En una conferencia sobre Lukács pronunciada el 30 de abril de 1985 en la Librería Leviatán de Barcelona (también transcripta por Salva López Arnal), Sacristán dio esta interesante y original interpretación de la afición del último Lukács por la ontología: «¿Qué buscaba Lukács con eso? (…) Al decir que tiene que haber una ontología marxista y que el pensamiento marxista tiene que basarse en una ontología, pues como lo hizo el pensamiento de Aristóteles o como lo hizo el pensamiento de Santo Tomás de Aquino, lo que Lukács está diciendo es que en el conocimiento existe un plano de objetividad radical, por debajo del plano ideológico. Lo que está haciendo es combatir el relativismo, que es tan frecuente en el marxismo vulgar, sea estalinista o no. (…) En lo que me separo de él es que a mí me parece que después de la Edad Media y terminado el poder, la tiranía, de la teología cristiana sobre la filosofía, no hay por qué considerar que la base objetiva ha de ser ontología; basta con decir que ha de ser ciencia empírica, ciencia real, sin necesidad de ir hasta una metafísica para fundamentar.»

***

Bueno tener enfrente a una coalición filistea de tal amplitud, formada por neoliberales, reaccionarios antimodernos, postmodernos recreativos, anarquistas acomodaticios y marxistas vulgares (y, habría que añadir, la legión de ex-marxistas enterquecidos en la vulgaridad), no es poca cosa: también eso contribuye en mi opinión a explicar el «olvido de Sacristán» del que varios oradores se han quejado estos días.

Otra gran socialista casi olvidada, María de Lejárraga, observó en 1932 con agudeza: «El altruismo intelectual es mucho más difícil de encontrar que el altruismo sentimental. Es mucho más fácil conseguir de un ser humano que salve la vida a un enemigo con riesgo de la propia, que el que discuta con serenidad y buena fe una proposición contraria a su punto de vista, con riesgo de dejarse convencer[2]».

Manolo Sacristán fue un altruista intelectual de este tipo, un amante de la verdad y la serenidad, movido por un resorte antifilisteo sin par que hizo de él un ser humano de excepción. De momento, es cierto, purga eso con el olvido, y a veces, con cosas peores, porque es seguramente peor el mal recuerdo alevoso que el olvido con premeditación.

Amigas, colegas, compañeros y compañeras:

Auguremos el regreso de Sacristán. Y de María de Lejárraga. Y de todos los grandes olvidados o semiolvidados de su estirpe, porque si la humanidad ha de salvarse, será también a trueque de derrotar al filisteo, y por lo pronto, al filisteo agazapado que todos llevamos dentro.


Notas
1 Paul Feyerabend, Against Method, Verso, Londres, 1993, p. 133.
2 Citado por Ángel Ossorio, El sedimento de la lucha, Aguilar, Madrid, 1933


Para Del pensar, del vivir, del hacer, el libro que acompañó la edición de los documentales Integral Sacristán, el autor de El eclipse de la fraternidad acordó la publicación del siguiente texto:

«El marxismo político de Manuel Sacristán»[1]

Manuel Sacristán fue mi maestro intelectual más importante. En nuestro tiempo de banalización y venalización del conocimiento y de su transmisión (bautizado a veces, y no creo que sarcásticamente, como «era de la información»), tal vez convenga precisar la connotación artesanal que la palabra «maestro» guardaba todavía hace veinte o treinta años. Quiero decir que me enseñó –desinteresadamente– el «oficio»: las técnicas del pensar y el estudiar rectamente; la imperiosa necesidad de dominar a fondo otras lenguas, vivas y muertas; algunos buenos atajos economizadores de las dispersantes energías de los jóvenes («no hay que perder el tiempo con este autor», «eso es una vía muerta»); el código deontológico básico del hacer intelectual; y el amor a ese hacer por sí mismo, con independencia de sus posibles resultados (puestos, honores, fama gacetillera o dineros), lo que incluye el gusto por la pulcritud puntillosa (¡había que ver la calidad mecanográfica de los originales de sus escritos y aun de sus traducciones!), así como la superlativa afición al detalle, que Dios está en los detalles, al decir de su admirado Goethe. Cuán bien aprendí el «oficio», no me corresponde a mí decirlo. Excusa, no tengo: mi primer maestro –le conocí sin haber cumplido veinte años– lo fue de verdad.

Manolo Sacristán fue también, a pesar de la diferencia de edad –27 años– mi amigo personal. Quiero decir que compartí con él confidencias, efusiones y alegrías, dos veces, lugar de vacación, y claro está, algunos de los momentos más amargos y delicados de un destino tan acedo que ni siquiera le consintió siempre la libertad de elegir, no ya a los enemigos declarados, ni siquiera a los supuestos amigos: «parece que no hay libertad para elegir las propias influencias», le oí quejarse alguna vez, creo que con fingida resignación. (Algún pelanas ha escrito hace poco que Manolo buscaba desesperadamente discípulos; más bien le abrumaban las influencias no elegidas, y en particular, las indeseadas influencias sobre los pelanas).

Respecto al núcleo de su posición moral y práctica, creo que Sacristán daba más el tipo de un «profeta ejemplar» que el de «un profeta ético», para recoger la celebrada distinción de Max Weber: el «mensaje» moral del hombre era él mismo, la propia manera de hacer y de comportarse, su manera de tratarse a sí mismo y de tratar a los otros; mientras que un «profeta ético» se considera instrumento de una verdad moral preexistente, cuyo «mensaje» intenta transmitir de una manera relativamente independiente de su propia conducta. Creo que es importante esta distinción weberiana aplicada a Sacristán porque el hecho de no tenerla en cuenta, de entender a Sacristán como «profeta ético» («dogmático» si se quiere) ha sido una fuente de malentendidos a la que se han dejado arrastrar muchos de sus enemigos y algunos de sus propios pretendidos amigos.

Pero como el grueso de las dificultades de su vida, su mala suerte, como se dice –incluso después de muerto–, tienen que ver centralmente con su compromiso político y con las terribles circunstancias políticas del tiempo y del país en que le tocó vivir, dejaré de lado el aspecto personal de mi vínculo con Manolo, para decir algo aquí del lado político de mi relación él.

Con un pequeño grupo de amigos políticos (Giulia Adinolfi –su Lebensgefährtin–, Rafael Argullol, María José Aubet, Miguel Candel, Paco Fernández Buey, Ramón Garrabou y yo mismo) fundó en 1979 la revista trimestral mientras tanto. Yo había ya coincidido con Manolo Sacristán en el consejo de redacción de otras revistas de intención más o menos directamente política: Materiales (patrocinada por Jacobo Muñoz en 1977) y Nuestra Bandera (el «órgano» teórico del Partido Comunista de España). Pero mientras tanto fue el primer proyecto de publicística política concebido por él desde el comienzo. Como declaraba ya desde su mismo nombre, la revista se entendía a sí misma con funciones de provisionalidad, y en cierto sentido, de puente.

La provisionalidad respondía, creo que no sin cierta lucidez, a la doble desorientación de una izquierda que se sabía ya derrotada por la restauración monárquica en que acababa de culminar la «transición democrática» española y que intuía al mismo tiempo que, a escala planetaria, con la derrota del movimiento obrero y popular que siguió al 68, se estaba a las puertas de un cambio de época que, como poco, iba a socavar buena parte de las conquistas sociales y políticas del movimiento obrero de inspiración socialista. Todavía en 1975-76, en España, y muy particularmente, en Barcelona –sede de la revista y la zona industrial más importante y políticamente más activa del movimiento obrero ibérico– la conflictividad laboral con punta política antifranquista seguía al alza, mientras que, en cambio, la contrarrevolución triunfaba en Portugal, y en el resto de Europa y en los EEUU los niveles de conflictividad laboral y de resistencia antiimperialista, que habían alcanzado su pico en 1970, y a pesar de la grave crisis del orden económico capitalista que estalló en 1973, estaban cayendo espectacularmente, socavando el poder de los partidos y sindicatos obreros tradicionales y arrastrando consigo también a la miríada de sectas y partidillos neoestalinistas, neosocialistas, neocomunistas y neolibertarios florecidos en la segunda mitad de los 60. (Trasunto académico-periodístico de eso: la llamada «crisis del marxismo»).

Lo cierto es que en diciembre de 1979, cuando nacía la revista, los dos ciclos, el nacional y el internacional, se habían aconsonantado: teníamos «crisis del marxismo», proclamada urbi et orbe desde quién sabe qué cátedra de la Sorbona, y teníamos al «pelele Juan Carlos» entusiásticamente aceptado como «garante de la democracia» por la nueva elite restauracionista que, más o menos discretamente apoyada por poderes y dineros extranjeros, acabó conformando a la amnésica y autosatisfecha «clase política» española. La ola del crecido movimiento popular antifranquista se desplomaba en caída libre, y Margaret Thatcher inauguraba en Inglaterra la era de lo que ahora los editorialistas del New York Times llaman «lucha de clases desde arriba», seduciendo electoralmente a las clases medias con su expresa voluntad de quebrar la columna vertebral de las Trade Unions, y con ella, el «consenso social» de 1946.

Además de consciencia de provisionalidad, de reclamar un lapso de tiempo para reorientarse, el título de la revista sugería también una voluntad de puente: entre el pasado y el futuro de la tradición socialista, claro; pero de puente también entre las veteranas tradiciones socialistas del movimiento obrero y los nuevos movimientos sociales más o menos incipientes (ecologismo, feminismo, pacifismo), que en opinión de Sacristán reflejaban por lo pronto el hecho de que la pervivencia de la cultura económica y espiritual del capitalismo estaba llevando a una «crisis de civilización».

El marxismo de Manuel Sacristán no era teoricista o cientificista sino político. Él entendía el marxismo como la tradición política del movimiento obrero revolucionario centroeuropeo. Se interesó sobre todo por un marxismo que él llamaba «de tercera generación», característico de autores como el joven Lukács o Rosenberg, que intentaron romper con el marxismo acartonado de la Segunda Internacional, y que fue derrotado concluyentemente en la década de 1930. En esos años tiene lugar lo que Sacristán denominó el «debate perdido» en el que participaron pensadores de la talla de Gramsci, Maurín, Trotski o Benjamin que intentaban entender la derrota del movimiento revolucionario: derrota frente al fascismo, pero también frente a la contrarrevolución estalinista. El debate se perdió después de la Segunda Guerra Mundial (entre otras cosas porque Stalin recuperó su prestigio como enterrador militar del nazismo) y cuando en los años sesenta el marxismo volvió a estar de moda nadie lo recuperó. En general, se consideraba que el capitalismo estaba atravesando una edad de oro, que abarcaría de 1945 a 1975, y que se dio en llamar «capitalismo monopolista de Estado».

Resulta muy curioso que Sacristán, que vivía en un país periférico y culturalmente subdesarrollado, nunca viese las cosas así. Entendió, quizá lo aprendió de Gramsci o de los marxistas críticos alemanes de los años treinta, que el capitalismo de estado de bienestar y organizado era una fase política que dependía de muchas otras políticas: el capitalismo reformado que otorgaba a la ciudadanía derechos democráticos importantes no era una fase de desarrollo, sino el resultado de una especie de equilibrio político.

La cultura científica de Sacristán (muy superior a la del filósofo marxista europeo medio) y su finura analítica no le permitían tragar las ruedas de molino de la pseudociencia social que en nombre del «marxismo» creía poseer verdades definitivas sobre la naturaleza y el porvenir del capitalismo «tardío». Sacristán estaba más bien convencido de que sabíamos poco acerca de todo eso que los marxistas dogmáticos (también los «eurocomunistas» en su momento) daban por concluyentemente estudiado, llámese «revolución científico-técnica», o «aparatos ideológicos de Estado», o «capitalismo monopolista de Estado», u «hombre unidimensional». Y si de hecho hubo una alianza impía entre esa retórica obscurantista pseudocientífica y el pasteleo político tacticista que creía poder diseñar su política mecido por las «verdades» de aquella retórica, Sacristán estaba doblemente vacunado al respecto: su formación analítica le predisponía a creer que la acción política emancipatoria se movía en condiciones de incertidumbre; su rigorismo ético, a actuar como debe actuarse racional y realistamente en condiciones de incertidumbre, esto es, dejándose orientar por los «principios», por los «ideales». Creo que ése es el secreto de su lucidez, y del éxito de sus pronósticos.

Sacristán mantuvo una posición polémica frente al «progresismo trágico» marxista, es decir, frente a la idea de que la historia siempre progresa por sus peores lados, que los momentos felices de la humanidad son páginas en blanco de la historia universal. Marx creyó durante la mayor parte de su vida que el capitalismo es un sistema de destrucción creativa. Solo abandonó esta postura en su vejez, cuando se hizo mucho más crítico y menos progresista, y se desprendió totalmente de la visión hegeliana del progreso histórico. A Manuel Sacristán le interesó mucho más el lado destructivo del capitalismo, es decir, el tipo de conclusiones que sintetizó Walter Benjamin cuando dijo que, pese a que muchos creían que la revolución consistía en alimentar con fuel la locomotora de la historia, a lo mejor se trataba más bien de echar el freno a tiempo. Sacristán creía que la actividad destructiva y voraz del capitalismo no sólo no llevaba a ningún sitio, sino que en ningún caso podía recuperarse en una sociedad socialista, ya que era algo malo en sí mismo que no podía ayudar a promover una conciencia critica alternativa. Esa idea lo acercó mucho al ecologismo, aunque Sacristán siempre estuvo apartado de las tesis de los ecologistas fundamentalistas.

He repasado un poco al azar, y desde luego sin premeditación, documentos inéditos que guardo de aquellos momentos de la fundación de mientras tanto, así como varios de los primeros números publicados de la revista. ¿Qué queda y qué se puede rescatar, veintitantos años después, de eso que fue el último empeño político de Manolo Sacristán? En lo que hace a su eficacia política inmediata en suelo español, tal vez casi nada. En el espacio comunista, representó una voz disidente, con más de un paralelo con lo que, en el espacio socialista, representó la voz de los núcleos más lúcidos y honrados de la Federación Socialista Ibérica, los Joan Garcés y los Xosé Manuel Beiras: voces lúcidas también, también derrotadas, también silenciadas o asordinadas por el batir triunfante de los tambores apologéticos de la mediocre elite intelectual y política directamente beneficiaria de la restauración borbónica.

Pero los «puentes» (hacia la revisión autocrítica del pasado, y hacia la honrada consideración de las nuevas realidades y los nuevos movimientos sociales) tendidos por el último Sacristán me siguen pareciendo buenos, programáticamente hablando. Por ejemplo: su revisión antiprogresista de la tradición socialista, su genuina y honrada apertura al ecologismo político y a la crítica de la cultura grancapitalista del despojo y el derroche, su acento en el lado «destructivo» del proceso de «destrucción creativa» que es la dinámica económica capitalista. O por ejemplo: su inclemente crítica del energuménico neomarxismo sesentaiochesco à la Tartarin, tan ayuno de empiria como ebrio de escolástica, filosóficamente sectario, históricamente analfabeto, políticamente volandero y, salvadas unas pocas excepciones, intelectualmente estéril, incapaz siquiera de entender y no digamos reanudar el complejo debate autocrítico que los marxistas serios –y que iban en serio: Trotsky, el viejo Kautsky, Arthur Rosenberg, Otto Bauer, Karl Korsch, Walter Benjamin, Gramsci, Otto Kirchheimer o Joaquín Maurín (el más importante político socialista que ha dado el movimiento obrero español) y Andreu Nin– habían empezado a desarrollar en los años treinta sobre la derrota del movimiento obrero en Europa, sobre el fascismo, sobre la Guerra Civil española y sobre el estalinismo. (Un gran debate que quedó trunco con la Guerra Mundial, y que prácticamente se hizo perdidizo luego, tras la restauración manu militari norteamericana de un capitalismo reformado en el occidente europeo y en Japón y, tal como indiqué, con la recreación mitológica de Stalin como enterrador militar del nazismo.)

Con el rebrote del pensamiento de izquierda al que, tímidamente, estamos empezando a asistir ahora, ya se ve, ¡ay!, un cierto rebrotar también de aquel tipo de neomarxismo demolido en su día por Sacristán. No faltará quien se acuerde del viejo poema de León Felipe, tan perspicaz, y por eso, tan amargo:

¡Qué lástima si este camino fuese de muchísimas leguas
y siempre se repitieran
los mismos caminos, las mismas veredas
los mismos ganados, las mismas recuas
los mismos farsantes y las mismas sectas!

Yo también me temo que el camino sea de muchísimas leguas, y que regresarán –¡ya ha regresado hasta Negri!– los viejos farsantes y las viejas sectas. Consuelo y aliento: que las muchas cosas inteligentes, lúcidas, renovadoras y sensatas que está produciendo ahora mismo [2005] el pensamiento socialista (digamos, un Mike Davis, un David Harvey, un Adolfo Gilly, una Florence Gauthier o un Eric Olin Whright ) transitan todas por los «puentes» que el último Sacristán contribuyó a tender.

Creo que plausible afirmar que el rasgo más saliente de la personalidad de Sacristán era la insólita fortaleza de su voluntad, su capacidad para ser cabo de vara de sí propio. Eso es lo que le convertía en lo que Jung llamaba una mana-personalidad con poder de fascinación sobre quienes le rodeaban. No es cierto que Sacristán fuera tan exigente con los demás como lo era consigo mismo. Casi nunca lo son este tipo de personalidades y el «aura» que poseen se debe en cierta medida que no lo son. En cambio, creo que llevaba razón Manuel Vázquez Montalbán al afirmar que Sacristán «nunca se ayudó a sí mismo» a perfilar definidamente una imagen pública propia. Sólo que eso es también característico del tipo de personalidad de Sacristán: un enkratés socrático, una fuerte voluntad capaz de automodelarse, no tiene necesidad de negociar su identidad con los demás, esa negociación no forma parte de sus estrategias de autopresentación, por incomprensible o aun antipático que pueda resultarle ese rasgo al akratés, al débil de voluntad.


Nota de Antoni Domènech

[1] Salvador López Arnal compuso este escrito a partir de fragmentos de los siguientes materiales de Antoni Domènech, sin la supervisión pero con el acuerdo –y el agradecimiento– de éste: «Recuerdo de Manuel Sacristán, veinte años después», El Viejo Topo, nº 209-210, julio-agosto 2005, pp. 57-59; intervención en el Círculo de Bellas Artes de Madrid, de diciembre de 2005, en unas jornadas de homenaje dedicadas a Sacristán; «Sobre Manuel Sacristán (Apunte personal sobre el hombre, el filósofo y el político)», mientras tanto, nº 30-31, 1987, pp. 91-99; y, entrevista con Norbert Bilbeny publicada en Puntes al coixí. Converses amb pensadors catalans, Ediciones Destino, Barcelona, 1989, pp. 53-66.

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