Recomiendo:
0

Sade, la gélida pasión

Fuentes: Rebelión

Cuando el libertino sadiano dispone sus cuadros, nada queda más lejos de ellos, de sus maniobras, escenas y artefactos, que el insulso ajuar erótico y las técnicas de gabinete sexológico con que se equipa actualmente la jovencita emancipada, cool y (¿post?)moderna. Sade no se aplica como ésta en la garantía complaciente de una satisfacción tan […]

Cuando el libertino sadiano dispone sus cuadros, nada queda más lejos de ellos, de sus maniobras, escenas y artefactos, que el insulso ajuar erótico y las técnicas de gabinete sexológico con que se equipa actualmente la jovencita emancipada, cool y (¿post?)moderna. Sade no se aplica como ésta en la garantía complaciente de una satisfacción tan banal como aquella que ofrecen las «cosas del sexo». Frente a ello, la implacable doctrina de sus filósofos-libertinos se encuentra en la línea del desapego propia de moralistas como La Rochefoucauld o Chamfort.

En Sade se ha querido encontrar un trasunto de la racionalidad instrumental, achacada al lado malo de la Ilustración. [1] Ahora bien, esta racionalidad instrumental, ligada a la expansión de las fuerzas productivas en la era burguesa, ¿no se basa acaso en aquel principio con el que Heidegger de hecho condensaba toda su crítica a la «técnica», aquél terrible «todo funciona»? [2] Y es que lo que realmente preocupaba a Heidegger de la técnica no era que fuese mal, que amenazase la supervivencia del propio planeta, ni todos esos lugares ya comunes: lo que realmente le preocupaba, era el modo en que la técnica nos posiciona en relación con la verdad. Frente a la funcionalidad técnica, perfectamente adecuada, «…habría que preguntar si la adecuación a su tiempo es la pauta de la ‘verdad interna’ de la acción humana». [3]

Pues bien, y desde luego sin ser un Heidegger, frente a este «todo funciona» Sade en realidad no propone nuevas «técnicas», nuevas «artes amatorias», nuevas sexologías. Su reflexión erótica es de hecho nula, sobrepasa con aristocrática indiferencia toda funcionalidad (y tanto más, por cuanto que los cuadros que esboza son en buena parte irrealizables).

Si la jovencita juega con «lo otro» del sexo, pero basando su perversión en el hecho de retenerse allí donde se empiezan a vislumbrar sus márgenes, Sade abole cualquier tipo de perversión para situarse ya desde un comienzo en ese más allá inhabitable e insondable, que apenas cabe imaginar. En el registro de lo inhumano.

Por eso los relatos de Sade, lejos de excitarnos, terminan por resultar de una frialdad e indiferencia totales: no es extraño que Pierre Klossowski haya interpretado la filosofía de Sade como una «religión» invertida, la cual «lleva consigo una ascesis que es la de la reiteración apática de los actos». [4] Reiteración apática, ya que, si los libertinos se abandonan a todas las pasiones imaginables, es para hacerse insensibles a ellas. A mayor depravación, más insensibilidad; de manera que es preciso un grado mayor de excitación. Puesto que el clímax supone el fin de esa excitación, el insensible será capaz de absorber mayores cantidades de ésta. Los libertinos sadianos han llegado a un punto en el cual precisan de la destrucción y el crimen para alcanzar dicho estado de excitación. Esta insensibilidad es precisa por tanto para lograr su objetivo que es en primer término el de emular a la naturaleza -la naturaleza crea destruyendo, según exponen los libertinos en sus sistemas, y las destrucciones que los hombres provoquen no hacen sino acelerar este proceso creativo. La destrucción de las viejas formas es condición para crear lo nuevo, de modo que más brillante será dicha novedad cuanta más destrucción se pueda concentrar en el mismo punto, en el mismo eslabón de la cadena. Los libertinos emulan este «proceso sin sujeto ni fines» (Althusser) que caracteriza a la naturaleza, y lo hacen a ciegas, a partir de una pluralidad de prácticas negativas que jamás alcanzan a dibujar positivamente algo que se parezca lo más mínimo a un «proyecto». Lo cual no es baladí ya que en efecto, todo planteamiento político que busque la transformación de lo viejo y la producción de lo nuevo, debe resolverse en una posición puramente negativa (en el sentido más hegeliano del término) donde «lo nuevo» designará el espacio en blanco, motor de los pequeños y cotidianos procesos «patológicos» de la práctica revolucionaria.

Esto es lo que encontramos en los personajes libertinos que Sade presenta en sus textos, personajes cuyas perversiones cotidianas son puestas entre paréntesis como simples fracasos dentro de un camino que debe conducir a los fines últimos vagamente expuestos en sus sistemas («de derrota en derrota hasta la victoria final», como dirían los maos). De algún modo, Sade presenta una ascética de la destrucción que busca endurecer al libertino por medio de la exposición perpetua a las pasiones, haciéndole alcanzar los más altos grados de ataraxia. El objetivo es que este hombre, en definitiva esclavo de sus pasiones, se deje llevar por estas hacia un mayor grado de ultraje que le acerque a lo que es el proyecto utópico de la filosofía libertina: la destrucción del propio cosmos, el ultraje a las propias leyes de la naturaleza.

Hay, debido a su aspiración a la destrucción cósmica como resultado de un clímax pasional, en el personaje del libertino una trágica aspiración al goce permanente: por eso fantasea con el suplicio eterno, con una ejecución de sus víctimas lo más prolongada posible que consiga alargar ese instante orgiástico. Como no lo consigue, se ve obligado a buscarlo nuevamente pero no en la repetición del acto, sino en su recomienzo en el transcurso de una sucesiva búsqueda de excitaciones cada vez más fuertes, de saltos cualitativos que elevarían cada vez más ese movimiento ascensional frenado en el clímax.

Ahora bien, la posición del libertino es francamente trágica. ¿No sucede en los textos que cuando acaban de disertar sobre la destrucción del cosmos y se entregan a sus (previsibles) orgías, los libertinos resultan francamente decepcionantes (de lo cual ellos mismos se aperciben), ellos tan cómodamente asentados en sus castillos y mazmorras y en los placeres de las clases privilegiadas del Antiguo Régimen? En esa medida, si las teorías de esos libertinos que postulan la destrucción del orden y la creación de lo Nuevo son entendidas como llamados a la acción, los pequeños crímenes en que se concretan no alcanzan nunca las sublimes dimensiones de su proyecto, porque en definitiva no es posible el crimen contra la naturaleza. Así se lamenta típicamente el libertino, sobre

«…la mediocridad de los crímenes cuyo poder me deja la naturaleza. En todo lo que hacemos no hay más que ídolos y criaturas ofendidas; pero la naturaleza no lo es; y es a ella a la que querría poder ultrajar; querría perturbar sus planes, contrarrestar su marcha, detener el curso de los astros, trastornar los globos que flotan en el espacio, destruir lo que la sirve, proteger lo que la perjudica, edificar lo que la irrita, insultarla, en una palabra, en sus obras, suspender todos sus grandes efectos; y no puedo conseguirlo.» [5]

La rebeldía del libertino conduce a una hiperactividad consecuencia de un cul de sac inevitable: el de la contradicción entre su condición privilegiada y el proyecto utópico que acaban esbozando, irrealizable como toda utopía, como todo sueño más o menos dorado de aquellos que tienen suficiente tiempo libre como para permitirse soñar aun con la abolición misma del orden social en cuya cúspide se encuentran.

Pero entre líneas de la obra de Sade, funciona un mecanismo cuya lección aún nos puede servir.

La lección de Sade, es que para liberar al hombre es preciso un pensamiento más allá de lo humano. El strip-tease o la erótica de la jovencita, especie de amarillismo sexual, no son más que un juego a medias que desde lo humano (demasiado humano) juega con lo distinto, con el cambio, con lo nuevo sin atreverse nunca a traspasar la línea. Por tanto, manteniéndose en el terreno de los afectos, de los sentimientos, del humanitarismo incluso. En definitiva, la jovencita basa su goce en un juego perverso con la esperanza y con el temor. ¿Pero no fue de estos extremos de lo que nos liberó la Ilustración? Liberarnos de la esperanza y del temor fue el gran mérito de los materialistas dieciochescos (Holbach, La Mettrie…). Estos, cuando Descartes convirtió al Dios cristiano en el Dios de los filósofos, garante del conocimiento y por tanto callado, inmóvil, sin intervenir sobre las leyes del universo y sin «jugar a los dados»… no exclamaron como Pascal, ante el desencantamiento del cosmos y su alarmante despoblamiento de santos, ángeles, y demás figuras intermediarias de la acción divina ahora irrelevantes, que el silencio de los espacios infinitos resultase aterrador. Al contrario, lo que hizo la Ilustración fue afrontar este silencio y limitarse a comprenderlo. Sin esperanza ni temor, diría Spinoza [6] y más tarde Sade. [7]

Mientras que mirando el mundo como lo haría la jovencita, contemplando embobados un mundo que no es sino reflejo de lo que nuestras pasiones tristes (esto es, impotentes) le asignan, nos condenaríamos a no ser capaces de pensar correctamente lo que es real y no requiere de nuestra ingenua compasión sino simplemente de un cálculo o de una teoría.

Para Sade, las pasiones son medios que alimentan la filosofía. De ahí la incómoda yuxtaposición, realmente elocuente, de cuadros eróticos y disertaciones filosóficas sobre los cuales se estructuran los textos sadianos. Lo que se nos dice es que la pasión conduce a la teoría, siempre y cuando se trate de una pasión ordenada, calculada al milímetro. Sade define la pasión al modo de Spinoza: «las afecciones del cuerpo, por las cuales aumenta o disminuye, es favorecida o perjudicada, la potencia de obrar de ese mismo cuerpo…». [8] Las pasiones o los afectos, son una determinación de la naturaleza sobre el individuo; la potencia de obrar tiene que ver en Sade con el uso y disposición de los cuerpos, con la productividad que se logre de ellos. A mayor productividad, es decir, potencia de obrar, mayor alegría (Spinoza también). Sade traza por tanto, a través del crimen (conviene no olvidar este extremo) una práctica filosófica que, en su anti-espontaneísmo y en su valorización de lo colectivo, constituye la reivindicación de aquellas pasiones alegres que incrementan nuestra potencia de obrar. Ahora bien, estas pasiones alegres se definen en términos de potencia, no de «interioridad» o de «subjetividad»: no es una pasión «humanizada», por eso le vienen como un guante los grabados con que se ilustran sus obras, y que muestran sobre los cuerpos apilados como castillos de naipes, en los rostros unas leves sonrisas tan impasibles como aquellas que caracterizaban la antigua estatuaria etrusca. Se trata del rostro de la gélida pasión sadiana. Lejos de constituir un atentado a las libertades individuales, esta negación de la «interioridad» respecto de la puesta en valor de las organizaciones colectivas, supone más bien una crítica del «laissez faire» romántico y burgués, contracara inseparable de la pretensión burguesa del desarrollo de las fuerzas productivas en el marco de una sociedad disciplinaria. Sade se muestra en ello radicalmente anti-burgués: no es extraño cuando se ha pasado por las prisiones tanto del Antiguo Régimen como del nuevo, y sobre todo cuando el nuevo régimen le ha condenado no con vistas a su «indecencia» manifiesta, sino a su «interioridad», su «psicología» elevada al grado de trastorno mental.

Y es en el marco de aquél incremento de la potencia de obrar, que pasa a través (y más allá) de la naciente sociedad burguesa, donde tiene sentido el cálculo de la ley sadiana, del ritual y del reglamento. Las normas que gobiernan los castillos y abadías de los libertinos, son imprescindibles para encauzar el movimiento de las pasiones a través de su subversión. El orden existe (¡vaya paradoja en un espinozista!) únicamente para ser subvertido; dicha subversión permite asimismo administrar castigos que son igualmente criminales y contrarios a la propia ley (¿no es este el mismo goce que extraen los partidarios de la pena de muerte?). Pero las subversiones se encadenan en un orden progesivo, fundado sobre el olvido del pasado, puesto que no conciben la repetición sino que se inscriben en un movimiento continuo que únicamente se recomienza o retoma. Que se retome el proceso, y que en cambio se evite la simple repetición de los cuadros, no tiene que ver tan sólo con la necesidad de dotar de algún tipo de hilación al relato; tiene que ver con la intercambiabilidad de los actos en sí mismos, que carecen de toda relevancia si se los extrae del preciso contexto (narrativo o filosófico) en que se enmarcan. Por eso el libertino no encuentra ningún consuelo en recordar sus crímenes pasados, lo único que hace con ellos es instrumentalizarlos, en la forma del relato, para inspirar pasiones nuevas; por consiguiente se impone la inventiva. Ya lo decía Saint-Just: «los que hacen las revoluciones en el mundo, los que quieren hacer el bien, sólo deben dormir en la tumba». [9]

A modo de posdata: ¿es Sade un «neoliberal»? ¿Es un stajanovista de las pasiones? ¿Debemos seguir leyéndolo, en la línea de los frankfurtianos, como la «verdad» oculta, como el crimen entre líneas, que envuelven los mitos emancipadores de la modernidad y de la Ilustración? ¿Lo arrojamos al mismo cesto al que arrojamos al sujeto moderno? Sin embargo, cuando la ideología dominante se basa bien al contrario en la reivindicación anti-ilustrada de la «finitud humana» (hermenéuticas, acabamiento de los «metarrelatos», postmodernismos, postmarxismos y post-etcéteras) y en la proliferación de particularismos culturalistas… cuando ante la «crisis ecológica» se acude a la crítica moral del prometeísmo humano, al tiempo que ante la «crisis financiera» se discuten soluciones en la opacidad de las altas esferas políticas… la Ilustración que nos ofrece el mismísimo Sade nos proporciona aun en la pintura de sus excesos la clave para un optimismo de la voluntad que busca la construcción de lo universal a través de lo colectivo. Si fantasea con los extremos del crimen, es porque nos muestra la fuerza de los afectos y la omnipotencia de la práctica. Ya Spinoza escribió que «nadie sabe lo que puede un cuerpo». A día de hoy, sus extremos todavía están por ver.

Web personal: http://enuntrenenmarcha.googlepages.com



[1] Cf. M. Horkheimer y Th. W. Adorno, Dialéctica de la ilustración, Madrid: Akal, 2007, pp. 93-131.

[2] M. Heidegger, «Entrevista del Spiegel«, en La autoafirmación de la Universidad alemana. El rectorado, 1933-1934. Entrevista del Spiegel. Madrid: Tecnos, 1989, p. 70.

[3] Ibíd., p. 69.

[4] P. Klossowski, Sade mi prójimo, Madrid: Arena, 2005, p. 12.

[5] D.-A. de Sade, Justine, Madrid: Valdemar, 2003, pp. 574-575.

[6] «Los afectos de la esperanza y el miedo no pueden ser buenos de por sí» (Spinoza, Ética, III, Prop. XLVII, Madrid: Alianza,1998, p. 339.).

[7] «…deja tus prejuicios, sé hombre, sé humano, sin llanto y sin esperanza» (Sade, «Diálogo entre un sacerdote y un moribundo», en Escritos filosóficos y políticos, Barcelona: Grijalbo, 1979, pp. 43-43)

[8] Spinoza, Ética, O. Cit., III, Def. III, p. 193.

[9] L. A. de Saint-Just, «Sobre la necesidad de declarar el gobierno revolucionario hasta la paz», en La libertad pasó como una tormenta. Textos del periodo de la Revolución Democrática Popular, Madrid: El Viejo Topo, 2006, p. 122.