Desde las primeras noticias sobre las protestas que en estos días vive España, algo que a falta de otro nombre puede llamarse duda empezaría a visitar quién sabe cuántas mentes, por la justificada ironía que brota de los propios hechos y de las circunstancias, por natural preocupación, por amor al pueblo español, por la razón […]
Desde las primeras noticias sobre las protestas que en estos días vive España, algo que a falta de otro nombre puede llamarse duda empezaría a visitar quién sabe cuántas mentes, por la justificada ironía que brota de los propios hechos y de las circunstancias, por natural preocupación, por amor al pueblo español, por la razón que fuese. En Libia hay revueltas contra el gobierno -es un sistema, ¿no?- que encabeza el mandatario de ese país, y la OTAN, ayudada por subordinados y cómplices, y por el consejo de inseguridad mundial de una Organización llamada de Naciones Unidas pero que si lo fue ha dejado de serlo, santifica en términos de acción «humanitaria», y consuma inhumanamente, una agresión armada, bombardeos incluidos, contra el pueblo libio. Hay motivos, pues, para la «duda» aludida al inicio: ¿se gestará un crimen similar contra una España que algunas personas suponían adormecida y ahora está movilizada, sobre todo -según se dice-, por jóvenes a quienes los medios dominantes califican de «antisistema»?
No puede ser humanitario un crimen de lesa humanidad, independientemente del pueblo contra el cual se cometa, ya sea el serbio, el afgano, el iraquí, el libio, o cualquier otro. Pero, en el caso de España, la represión que internamente se aplique contra los gestores de un movimiento que hacer recordar otro mayo, el francés de 1968, será también una acción de la OTAN. La acometería, o acomete ya, un gobierno supeditado a esa organización imperial, que los Estados Unidos coyundean, y a la que los dos partidos que hace años se alternan «democráticamente» en la Moncloa han prestado grandes servicios: recordemos las masacres de Serbia, Afganistán, Irak y Libia, en las que, también por turno, ambos se han cubierto de sangre inocente. Han tenido, uno, un mariscalito (de «izquierda»); otro, un fuhrercito (de torcida derecha), sobresalientes los dos en su pigmeísmo moral.
Por cierto, y no ha faltado quien lo haya dicho, las fuerzas de la reacción planetaria -el gobierno que las trajina desde el Norte de América, la OTAN, los complotados de la inseguridad mundial en la todavía denominada ONU, el imperio, en fin, y sus servidores- se han quedado con las ganas de orquestar en Cuba algún conato de manifestaciones como las que hoy animan a España. Algo parecido a ellas habría dado pretexto para hacer lo que el fuhrercito español quería, y así lo declaró, que se hiciera contra ella: lo que ahora mismo se hace contra Libia. En lugar de conatos tales, lo ocurrido en Cuba, pésele a quien le pese, es un proceso de participación masiva en torno a los lineamientos elaborados para perfeccionar y hacer más eficiente el funcionamiento de su sociedad.
En España, por el conrario, el gobierno «socialista» que reclamaba para su país el octavo lugar en la economía mundial, pronto se vio humillado por la necesidad de rogar una silla de invitado en el Grupo de los 20 -se la prestó, nadie creerá que por filantropía, el hitlercito francés-, y casi en esos mismos días se vio obligado a reconocer la existencia de una crisis que tiene en paro laboral a no menos de cinco millones de personas, alrededor del 20 por ciento, condenado así a la pobreza, de la población en edad laboral. La crisis se siente con particular intensidad, pero no solo, entre los más jóvenes: de la ilusionada resignación al mileurismo -empleos con mil euros o menos de sueldo mensual, insuficiente en un país que se permitió modos de vida basados en burbujas que han estallado ya, como la inmobiliaria-, han pasado a la comprobación de una realidad harto frustrante, el desempleo.
Así que a las revueltas africanas no se sumó Cuba, sino una España a la que quizás la realidad descrita le sirva, entre otras cosas, para recuperar la conciencia de sus vínculos con África. No están lejos los tiempos en que se decía que Europa terminaba en los Pirineos. Pero no hay que sucumbir a concepciones en las cuales afloran, de alguna manera, fatalismos y prejuicios deterministas y racistas. España es parte de la humanidad, y muchos de sus pobladores se han lanzado a las calles para mostrar su insatisfacción con un estado de cosas que ya no puede ocultarse tras la imagen del trabajo seguro y la magia de las hipotecas. Estas creaban en trabajadores y trabajadoras la ilusión de solvencia, al precio de convertirse en esclavos y esclavas de bancos y patrones. La anagnórisis se desató, sobre todo, desde la quiebra de la burbuja inmobiliaria, y desde que el dinero de los contribuyentes -el sudor de trabajadores y trabajadoras- se destinó a salvar a los pobres bancos.
Tal realidad explica la aparición del mayo español, que, con más de cincuenta ciudades envueltas en la pujanza, acaso supere en significación nacional al mayo francés. Pero tampoco hay que depender de datos estadísticos ni atascarse en su búsqueda. La importancia particular del mayo que está viviendo España la avala el mismo hecho de que, mientras en 1968 los ímpetus se asociaban a una efervescencia revolucionaria internacional, en 2011 parecía que el cinismo, la desvergüenza, la incertidumbre y la inercia más resignada cancelaban toda posibilidad de levantamiento emancipador, y aun de rechazo ostensible al statu quo.
Pero se han dado incluso señales de posible continuidad, en otros países de Europa, de la inesperada movilización. ¿Será que España -y entonces tendría un sentido especial y estimulante su sangre africana- puede convertirse en la Túnez de Europa? ¿Pasará a ser conocida mundialmente la Puerta del Sol por un nuevo, sacudidor contenido simbólico? Ocurra eso o no ocurra, una fuerte impronta simbólica, o acaso más que eso, se aprecia en el hecho de que el viejo topo parezca haber saltado por las grietas jóvenes de la sociedad.
En esas circunstancias urge salvar a España de muchos tipos diferentes de bombas. La porra policial al servicio del llamado Partido Socialista Obrero Español (PSOE) o del llamado Partido Popular (PP), o de la identidad reconocible en la fusión clasista PPSOE -que existe de hecho aunque no esté inscrita en ningún registro institucional-, puede desempeñar la función que las bombas cumplen o han cumplido en otros lares. Cualesquiera que sean, las armas del gobierno español sirven a la OTAN, en la cual metió él a su país precisamente en años en que también estaba alojado en la Moncloa el representante de turno del PSOE. En caso de que hubiera que descartar que España sufra, por una acción de la OTAN, bombardeos similares a los que hoy castigan al pueblo libio gracias a la complicidad, entre otros, del gobierno de la nación ibérica, en el que ahora ocupa otra vez su turno ese partido, hay que prever e impedir que sobre ella caigan otras bombas.
Al servicio del imperio y su Pentágono internacional, la OTAN, funcionan también bombas mediáticas. La propaganda dolosa califica de «antisistema» a quienes participan en el mayo español. Para desmentir desde la verdad esa argucia, entre quienes lo protagonizan hay voces que han declarado que en él también hay, de distintas edades, comunistas y otros portadores de rebeldía liberadora, y que si están contra el sistema es porque el sistema está contra ellos y ellas. No son antisistemas en términos abstractos: están, con mayor o menor grado de conciencia, contra el capitalismo.
La propaganda que ha encontrado en la expresión antisistema un modo de satanizar a quienes se pronuncian contra la realidad dominante, es la misma que ha acuñado radical como sinónimo de fundamentalismo irracional y violento, aunque nada es más fundamentalista, violento e irracional que el imperio. Considerar que el capitalismo es el sistema, y no un sistema llamado a ser transitorio y remplazado por otro que propicie la salvación de la humanidad -más claramente: la salvación del mundo y sus habitantes, y de la justicia y la decencia- equivale a considerar que se ha llegado al espíritu absoluto, a un estado divino y definitivo en el funcionamiento social y, refritando a Hegel con pésimo aceite Fukuyama, decretar que se ha llegado al fin de la historia y únicamente desde viejos o nuevos modos de barbarie y salvajismo se puede ir contra lo que hoy es el mundo.
Y aun de otras bombas hay que salvar a España: por ejemplo, del hecho de que, al protestar contra la realidad que hoy representa un partido que usurpa los rótulos socialista y obrero, se abran las puertas de la Moncloa al que se autocalifica, hipócritamente, de popular. Quizás el mayo español esté preparando, si no lo hace ya posible, el camino para que el pueblo o los pueblos de esa nación multinacional no tengan que conformarse con votar por el menos malo, y del camino de ocupar la presidencia del país excluyan a malos y a peores. Tal vez se esté acercando el momento en que, sin sentirse arrastrados a alianzas electoreras coyunturales, los pueblos de España reclamen y constituyan una fuerza política que de veras los represente.
Una amiga española sostiene que, por lo pronto, cabe acariciar una esperanza, la de que ha llegado una coyuntura propicia para que las verdaderas fuerzas de izquierda, además de descubrir las insuficiencias de la realidad y de quienes intentan revertirla, se metan hasta las ingles en el cieno de la sociedad y busquen el modo de sanearla. Para eso, agreguemos someramente -pues da tema para otro texto-, no sirven las izqmierdas, cuyas poses acaban haciéndoles el juego a la derecha, aunque no sea más, ni menos, que por el carácter vacilante, escéptico y nihilista que las signa, cuando no por su muelle complicidad con las fuerzas dominantes.
No bastan las suspicacias contra aquellas y aquellos a quienes suponemos imperfectos y no enteramente dignos de fiar. Sin desprevenciones que nos hagan fáciles víctimas de trampas, también es necesario buscar, hallar, acendrar y unir los ímpetus que permitan enfrentar la realidad para transformarla. Que los opresores y sus voceros manipulen términos como antisistema, no es un hecho banal. Ellos saben lo improductivas que, si de revolucionar el mundo se trata, pueden ser las posiciones de la morbosa inconformidad de un anarquismo de factura ultramoderna. Los voceros de este, al abogar «magistralmente» por la acracia y dar por fatal la imperfección de quienes se proponen cambiar el mundo, ayudan, si acaso, a la longevidad de las cabezas que representan a las fuerzas opresoras.
Aún de otra bomba más pudiera ser necesario salvar a los pueblos de España. Pensando en esa arma, también mortífera, a quienes allí buscan transformar la realidad podría hacérseles una sugerencia: que aboguen por una democracia verdadera, no por una democracia real, no sea que la propaganda dominante los cite para decir que reclaman una democracia con monarquía, ¡delicioso oxímoron! Tal precaución es aconsejable aunque no parezca que la OTAN tenga entre sus planes cruzada alguna contra un anacronismo tan palmario, y sustancialmente antidemocrático, como una monarquía, por muy constitucional que se proclame y mucho que algún ex comunista la haya elogiado por «casi republicana». Si a la OTAN le interesara desmontar anacronismos de ese corte, o de esas cortes, algunos Estados que hoy forman parte de la OTAN no podrían estar representados en ella. Pero el capitalismo es el poder monárquico del capital, aunque se dé el gusto de cambiar de favorito cada cierta cantidad de años.
Si hubiera que añadir otra modalidad de bomba de la cual librar a España, entonces cabría mencionar esta: el peligro de que el mayo español sea un episodio importante pero pasajero, sin consecuencias sembradoras hacia el futuro. No tendría mucho valor si se convirtiera solamente en una curiosidad más o menos llamativa. Ante él -como al recordar burlonamente el mayo francés– un atragantado intelectual español que desertó del partido comunista podría proclamar, en un programa de televisión, seguramente bien pagado, que el mundo debe seguir enarbolando a Richelieu contra el Che.
No, no merece quedar para eso la nueva manifestación de rebeldía de un pueblo que ya vio derrocado cruenta, brutalmente, uno de los grandes intentos revolucionarios del siglo pasado, uno de los tres empeños emancipadores más significativos que esa centuria conoció en el ámbito del idioma enriquecido por Cervantes: la Segunda República Española. Los otros fueron, por si alguien no los recordara, dos Revoluciones con mayúscula: la Mexicana y la Cubana. Esta, la más reciente, pero ya con más de medio siglo de andadura, sigue viva, a pesar del imperio que internacionalmente tiene cuartel general en la OTAN.
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