«Socialismo significa que un cocinero también puede ser primer ministro.» Vladimir Lenin Luego de varias décadas de neoliberalismo salvaje, de triunfo absoluto del capital sobre las fuerzas del campo popular, caída la experiencia soviética, restaurada la propiedad capitalista en China y con el retroceso de las fuerzas progresistas en estos últimos años a nivel mundial, […]
Vladimir Lenin
Luego de varias décadas de neoliberalismo salvaje, de triunfo absoluto del capital sobre las fuerzas del campo popular, caída la experiencia soviética, restaurada la propiedad capitalista en China y con el retroceso de las fuerzas progresistas en estos últimos años a nivel mundial, la aparición de nuevos aires políticos no podía ser sino una buena noticia. Esos nuevos aires, esa nueva fuente de esperanza estuvo dada por la llegada a la presidencia de la república de Venezuela de Hugo Chávez. Empezó ahí un proceso que, sin ningún lugar a dudas, revitalizó los anhelos por un mundo mejor, de más justicia y equilibrio.
En sentido estricto, el fenómeno iniciado en Venezuela a partir de 1998 no fue una revolución socialista al modo «clásico» de las anteriores experiencias ocurridas en el siglo XX. Fue un proceso surgido en la estrechez de la democracia representativa. Pero circunstancias diversas lo fueron radicalizando y hoy, nueve años después de iniciado, es un espejo donde se miran muchos pueblos del mundo y organizaciones populares y revolucionarias. Si está en el ojo del huracán de los ataques de la derecha -venezolana e internacional- desde ya que por algo será: constituye una afrenta al dominio absoluto del discurso único de las grandes corporaciones multinacionales, es una renovada fuente de esperanza para los pobres, para los excluidos de siempre. Es por todo ello que esa revolución debe ser defendida. Es, hoy por hoy, la mejor garantía para comenzar a sumar fuerzas en Latinoamérica -quizá en el mundo incluso- y levantar nuevas propuestas de desarrollo alternativo al capitalismo depredador y asesino.
Pero hoy más que nunca, la revolución corre peligro. Por eso hay de defenderla con uñas y dientes.
Corre peligro por dos motivos, porque se enfrenta a dos enemigos, tan peligrosos el uno como el otro: por un lado, libra una batalla a muerte contra su enemigo de clase, contra la derecha tanto nacional como externa, liderada en este caso por el imperio dominante en la zona, los Estados Unidos. Pero por otro lado, se enfrenta a sus propios límites: al reaccionario conservador que inexorablemente todos llevamos dentro, a los prejuicios, al peso de la historia que no tolera cambios. Y la derrota sufrida en la consulta popular en diciembre pasado puso todo esto al descubierto.
En cuanto al enemigo de clase, la guerra está declarada desde hace tiempo. A poco tiempo de asumir la presidencia Hugo Chávez y mostrar que no era «un presidente más» del continuismo petrolero, que comenzaba a representar intereses de los grupos históricamente marginados y que su acción de gobierno se dirigía a ellos, las alarmas rojas se encendieron. La oligarquía nacional y el imperialismo de Washington mostraron los dientes sin tapujos. Vinieron entonces los ya conocidos golpe de Estado, sabotajes a la economía, la guerra mediática despiadada. Todo ese ataque, en vez de lograr su destitución, fortaleció la conciencia popular llevando al gobierno a radicalizarse. El socialismo dejó de ser la «mala palabra» a la que había quedado confinado durante años, y las reivindicaciones populares pasaron a ocupar la agenda política. El proceso bolivariano se fue poniendo revolucionario.
Si bien en sentido estricto nunca tuvo un talante precisamente marxista, las circunstancias le fueron dando cada vez más su carácter revolucionario: se nacionaliza enteramente el manejo del petróleo, se desarrollan políticas de fuerte contenido social, las organizaciones populares de base comienzan a tener una participación inédita hasta ese entonces. Surge la idea de un nuevo socialismo, superador de las burocracias europeas caídas con el muro de Berlín: el socialismo del siglo XXI. Pero sin entrar en consideraciones sutiles, para los grandes poderes el solo hecho que un presidente desempolvara una terminología que se pretendía condenada al museo, al ver que «los negros de los cerros» comienzan a sentir que son tenidos en cuenta, todo eso provocó -y continúa provocando- su más enérgica reacción. No importa de qué siglo será el socialismo en ciernes; por instinto atávico los factores de poder reaccionan: socialismo es siempre socialismo. Su enemigo son esas clases históricamente desposeídas que ahora comienzan a sentirse actores, aunque las armas apuntan hacia la persona responsable de movilizar a esas masas: el presidente Chávez. La revolución, más que socialista, es chavista. El objetivo de la derecha, por lo tanto -al menos en lo inmediato- ha sido y sigue siendo sacar de en medio a Chávez.
Venezuela posee las reservas petroleras probadas más grandes del mundo. Por tanto, ni la potencia hegemónica del planeta, Estados Unidos, cada vez más ávida de energía, ni los sectores venezolanos de burguesía-parasitaria que las manejaron durante todo el siglo XX, dejarán perder ese fabuloso botín. El objetivo de estos sectores es terminar de una buena vez por todas con este proceso que les descuadra sus planes. Para ello son lícitas todas las armas. Además de todo lo que han intentado hasta ahora, sin éxito por cierto, podremos ver próximamente la batería de ataques más inimaginable. Desde la intervención militar directa de Washington -quizá no en lo inmediato, pero nunca descartable- a la provocación de malestares bélicos entre Venezuela y Colombia, sabotaje a la economía nacional por medio del desabastecimiento de productos básicos, acusaciones de narcotráfico y terrorismo hacia el gobierno venezolano con lo que crear crisis internacionales que justifiquen la aparición de fuerzas «de paz» externas (OEA, o incluso ONU), creación de climas de ingobernabilidad (lo que llaman «golpes de Estado lentos o suaves»), bombardeo mediático perpetuo para crear la desestabilización.
La derrota en el pasado referéndum del 2 de diciembre ha envalentonado a estos sectores de la derecha, quienes ya comienzan -con más fuerza que antes- a contar los días para salir de Chávez, o más aún, de lo que éste representa: la posibilidad de un paso real al socialismo, al gobierno de los pobres, de los trabajadores, y por tanto a la propiedad colectiva de los medios productivos.
En este ataque de la oligarquía radica el mayor peligro que sufre la revolución. Pero en cierta forma eso no es nada nuevo. Si un proceso político se precia de ser un verdadero intento de transformación de la realidad social, es de suyo que tendrá oposición. A toda revolución le sigue siempre e inexorablemente una contrarrevolución, y cuanto mayor sea la profundidad de los cambios propuestos, mayor será la fuerza de la reacción. En ese sentido, entonces, nada toma por sorpresa. Lo cual no dice que no haya allí un peligro enorme. Dice, simplemente, que eso no sorprende. Sabrá la revolución prepararse para afrontar esos ataques. Y como de estrategias de combate se trata, una de las dos fuerzas ganará. Si es la revolución, le permitirá su solidificación. Si es la contrarrevolución, vendrán las revanchas (y la violencia de clase). Pero como sea, nadie desconoce que de lo que se trata es de una lucha a muerte con ese enemigo de clase. No hay, por tanto, reconciliación posible. Es a vencer o morir. En ese sentido este breve escrito no pretende aportar nada nuevo. La acción revolucionaria de gobierno y el poder popular surgido de las bases organizadas ya están concientes de todo esto.
Pero existe otro enemigo, más solapado, quizá más perverso que la oligarquía que siente perder sus privilegios y ataca frontalmente. Es la conciencia que nos constituye, es el peso de nuestros prejuicios. Ahí radica una de las dificultades más grandes para promover los cambios sociales: la carga de nuestros prejuicios, de nuestros valores más enraizados. «Es más fácil desintegrar un átomo que un prejuicio» añadirá sabiamente Einstein. Además del ataque de la derecha que nos quiere impedir a toda costa ir hacia el socialismo, hacia una sociedad de mayor justicia e igualdad, contamos con la dificultad de vencer nuestra propia conciencia que aún no termina de asimilar lo nuevo.
Eso lo vemos con elocuencia en esta riquísima experiencia que es la revolución bolivariana. Sin dudas constituye una alternativa al poder hegemónico del gran capital, pero no termina de decidirse si quiere ser capitalista o socialista. Y ahí tenemos un enemigo tremendo, terrible, mortal.
Escribir estas breves líneas quizá no aporta nada en la lucha contra la oligarquía, contra el imperio; pero sí intenta abrir este debate -profundamente autocrítico- en nuestras propias filas. Si no lo hacemos, muy probablemente estamos condenados a ver fracasar los sueños de esta revolución que vino creciendo en forma tan hermosa hasta ahora.
No hay dudas que la derrota en el referéndum puso al descubierto muchas de nuestras debilidades estructurales. Teníamos en nuestras filas un exceso de triunfalismo. Quizá este golpe sirva -esperemos que así sea- para revisar, rectificar y reimpulsar todo el proceso (las «tres R» propuestas por el gobierno como respuesta a esta circunstancia). Sería francamente horrendo ver naufragar los sueños de un cambio profundo en Venezuela si se hunde la Revolución Bolivariana, y por extensión en América Latina que comienza a levantar la voz e intenta salir del neoliberalismo feroz que aún campea. Pero para ello necesitamos profundizar autocríticamente lo hecho hasta ahora en estos nueve años y buscar correctivos de verdad, no remiendos cosméticos.
Este es un momento crucial de la revolución. Si una sola derrota electoral luego de diez triunfos en todos estos años de gobierno en distintas elecciones desata este escenario de preocupación, ello indica que falta mucho aún por consolidar. Lejos estamos de poder decir que la revolución tiene pies de barro, pero sin dudas tenemos muchas debilidades intrínsecas, y es ahí donde debemos comenzar el proceso de revisión y autocrítica. El poder popular dista mucho aún de ser una realidad con fuerza decisoria, y si bien se cuenta con el aparato de gobierno (la revolución maneja el principal recurso, el petróleo, y tiene consigo las fuerzas armadas), las palancas últimas del poder en la sociedad aún siguen en mano de la oligarquía. Debemos revisar nuestras debilidades para enmendarlas. Ese es el trabajo urgente, impostergable para que la revolución no fracase.
En estos momentos se está constituyendo el Partido Socialista Unido de Venezuela -PSUV-, el partido político de la revolución. Ese es el lugar exacto, y este es el momento impostergable, para dar estos debates. Hacerlo con honestidad y altura es lo único que puede garantizar que la revolución siga adelante y triunfe. De no hacerlo, de dejar pasar esta oportunidad -quizá dejando todo en los hombros del conductor del proceso, Hugo Chávez, como habitualmente se ha venido haciendo estos años- sería una tremenda irresponsabilidad, con lo que se ratificaría otra de las debilidades del proceso: todo descansa en una sola persona. ¿Cómo construir así el socialismo? ¿Dónde está el poder popular entonces? Si desaparece Chávez ¿desaparece la revolución también?
Es ahora cuando deben acometerse estas discusiones, fundamentales para la continuidad del proceso. De clarificar todo esto, de promover estas batallas ideológicas, de crecer en esta revisión crítica fecunda, podrán ir saliendo las fortalezas que permitirán seguir enfrentando los embates de la derecha (que de ningún modo van a terminar, por cierto). Desprovistos de estas definiciones, librados sólo a la intuición, al azar, a las respuestas coyunturas o al activismo reactivo, estamos condenados al fracaso. Y con nuestro fracaso como revolución bolivariana muy probablemente puedan hundirse también el ALBA y las nuevas esperanzas que en estos años comenzaron a despertar no sólo en Latinoamérica sino en todos los movimientos populares a lo largo y ancho del mundo luego de los desesperanzados años post caída del muro de Berlín.
1) Capitalismo o socialismo. Aquí la revolución tiene un déficit pendiente que debe definir con urgencia y claridad. Quizá aquí se encuentra su principal escollo, pues de persistir la actual indefinición, las fuerzas del capital terminarán imponiéndose. Y la más mínima concesión que se les haga, servirá para que desbarranquen todo lo conseguido en estos años. Un sistema económico-social dual, mixto, que dé lugar a capitalismo y socialismo, es imposible. La historia lo ha demostrado patéticamente en más de una oportunidad.
Venezuela sigue sosteniendo muy buena parte de su producto bruto interno (la mitad aproximadamente) sobre la explotación petrolífera. Pero la todavía débil industria existente, el sector servicios y la banca pertenecen mayoritariamente a empresas privadas. Así como están hoy las cosas se corre el riesgo de que el Estado revolucionario termine siendo sólo el administrador de la renta petrolera, que con buena suerte regresará a los sectores más desposeídos gracias a una política de misiones en una especie de aparato ministerial paralelo. Pero eso no es ni sostenible en el tiempo, ni mucho menos deseable como modelo de desarrollo socialista. ¿Dónde seguiría quedando la propiedad de los grandes recursos y medios de producción del país? En el gran capital -nacional y extranjero-, en la oligarquía terrateniente, en la banca. Eso, de hecho, es lo que está ocurriendo. Y son esos sectores los que jamás pactarán con su clase antagónica, con los trabajadores, los que no repartirán nunca sus privilegios; son esos sectores los que siguen trabajando denodadamente -más allá de llamados a reconciliación y pactos sociales, de ley de amnistía- para terminar con Chávez y toda la experiencia socialista que se pretende construir. ¿Quiénes, si no, son los provocadores del desabastecimiento general que sufre la población, del encarecimiento del costo de la vida? ¿Cómo aplicar ahí las «tres R» del proceso de revisión impulsado por el gobierno si, como muy bien lo dijo Martín Guédez, sólo «retorno y rendimiento de la inversión son las dos erres del capitalismo»? (a lo que se podría agregar, como tercera R, represión, cuando la presión social crece mucho). ¿Cómo compatibilizar dos lógicas que son incompatibles?
Todo esto, por tanto, nos indica una de las grandes debilidades de la revolución: no se puede asegurar la construcción de una sociedad de justicia y abundancia para todos si estamos en las manos de grandes empresas movidas sólo por el afán de lucro. Y en esto coinciden tanto capitalistas extranjeros como venezolanos. Ninguna clase capitalista, ninguna burguesía nacional es menos explotadora que otra foránea. El llamado a un empresariado patriótico hoy, siglo XXI, con una globalización feroz que ya dividió tajantemente el mundo en regiones según las planificaciones geoestratégicas de unas pocas potencias, es un imposible. En Venezuela, país ligado totalmente a los intereses de las clases dominantes de Estados Unidos y sus correspondientes políticas, hoy día ya no es posible construir opciones capitalistas independientes sustentables. El último proyecto de empresariado nacional relativamente autónomo, centrado en su propio mercado interno, que pudo desarrollarse con cierto éxito en América Latina fue el de Argentina en las primeras décadas del siglo XX. Pero ante los planes globalizadores que llegaron hacia fines de la década de los 70, esa burguesía terminó desapareciendo. Las revoluciones burguesas «modernizadoras» ya finalizaron. Ahora, lo único que puede mejorar la situación de las masas marginadas son alternativas no-capitalistas. Por otro lado, el capital no tiene patria. Incluso en Estados Unidos esto es evidente: sus grandes corporaciones prefieren invertir en los puntos donde las condiciones permiten las mayores tasas de ganancia (cualquier lugar del Sur, China, India), aún a costa de sacrificar parte de su propio mercado interno dejando en la calle a trabajadores compatriotas. La apelación a nacionalismos parece que no le importa mucho al capital. Las frías leyes de la ganancia no tienen sentimientos patrióticos.
Una economía de puertos asentada en la renta generada por el petróleo (que alguna vez se va a terminar, por otro lado) que se permite comprar todo en el extranjero, es un suicidio como nación. Definitivamente la revolución está dando pasos de gigante en la búsqueda de la autosuficiencia alimentaria (restando muchos rubros aún por ser encarados también apuntando a la finalización de las importaciones); pero mientras siga chantajeada por los grandes capitales privados contrarrevolucionarios como sucede ahora, seguirá en estado precario sin poder proveer calidad de vida adecuada a la población. Lo cual es una bomba de tiempo. El presidente Chávez propone perspectivas socialistas heroicas (terminar el problema habitacional, por ejemplo, o mejoras en las condiciones laborales de los trabajadores), pero el mantenimiento de una economía capitalista no lo permite.
Paralelamente a esta situación de la economía real persiste otro fenómeno, ligado profundamente a ello: se hace un llamado -vehemente en un sentido, y por cierto heroico, desde una profunda convicción ética- a construir un nuevo modelo social, a nuevos valores culturales, a poner en marcha el mundo socialista. Pero al convivir todo eso con el más descarnado capitalismo, con valores consumistas muy acentuados por las décadas de cultura rentista que vivió el país, orgulloso aún de las Miss Universo y de las toneladas de implantes de silicona que circulan por ahí, se producen cortocircuitos insolubles. Socialismo del siglo XXI conviviendo con el que se anuncia -no sin jactancia- como el centro comercial más grande de Latinoamérica… Una vez más: ¿cómo compatibilizar dos lógicas que son incompatibles?
Si no se definen estos puntos débiles en forma urgente, la fuerza de la tradición, los prejuicios, los años -las décadas, los siglos- de cultura capitalista terminarán imponiéndose. ¿Por qué fracasan tantas y tantas cooperativas pasando a ser meras empresas privadas? En el proceso de revisión deben encararse estos aspectos con valentía, con verdadera audacia revolucionaria.
Solidaria de esa definición clara y honesta del programa que habrá de aplicar la revolución, debe ser también la política que se seguirá en adelante con el enemigo de clase en un tema básico como las comunicaciones. ¿Puede el socialismo darse la mano con el capitalismo? ¿En qué condiciones, hasta dónde, para qué? El proceso bolivariano, bautizado también la «revolución bonita», se define como democrático y pacífico. Porque no quiere, o porque no puede, hasta ahora se ha manejado con una especial suavidad con las fuerzas de la derecha. Hoy, era de las comunicaciones, marcados todos absolutamente por la cultura de la imagen, por los moldes mediáticos que van imponiendo al ciudadano común lo que debe y no debe pensar, el manejo de los medios masivos de comunicación decide el rumbo político-ideológico y cultural de las sociedades. Venezuela, por supuesto, no escapa a esta tendencia. Pero hay algo curioso aquí, por no decir preocupante: la oposición de derecha pasó a tener como especialísima arma de combate a los medios de comunicación. Ya casi no hay partidos políticos; mucho menos, líderes con talento. Todo el discurso contrarrevolucionario se juega en los medios. Y la revolución bolivariana, con esa actitud de no confrontación que la caracteriza, ha dejado hacer a sus anchas a los medios de oposición.
En tanto estrategia a largo plazo podría entenderse esa «suavidad» como una política tendiente a no reforzar el mensaje de dictadura con que la guerra mediática intenta estigmatizar al proceso bolivariano. Es posible; incluso no sería una mala estrategia. Pero haciendo el balance de lo que significan esos medios (televisivos, radiales, prensa escrita, internet) en la conciencia media de los venezolanos, cabe la cita que nos traía alguna vez Eduardo Galeano de los patriotas bolivianos del siglo XIX: «hemos guardado un silencio bastante parecido a la estupidez». ¿No es estar jugando con fuego esta indefinición?
Si se da toda esta indefinición peligrosa de parte de la revolución, eso lleva a cuestionar quiénes y cómo están impulsando este proceso de transformación. ¿Son todos revolucionarios los cuadros bolivarianos? ¿Se puede impulsar una revolución socialista con ideología no-socialista? ¿Qué hay que hacer en ese punto para ayudar a salvar la revolución?
2) Revolucionarios o reformistas oportunistas. Como dijimos en un principio, el proceso bolivariano no nació, en sentido estricto, como una revolución popular. Por el contrario, fue más bien una sorpresa para propios y extraños el curso que fueron tomando los acontecimientos y la radicalización del presidente Hugo Chávez. Fue una revolución nacida desde arriba que luego fue bajando hacia las bases. Pero una vez que se dio ese proceso, la relación líder-masas fue indestructible. De hecho, pocas veces se han visto relaciones así. La población excluida, aquella que se siente realmente representada por todo este proceso y que encuentra en Chávez su interlocutor natural -un 60 % de venezolanos y venezolanas- lo ha defendido y seguramente lo seguirá defendiendo a muerte. Ya fueron muchas las ocasiones donde ello quedó evidenciado; la más contundente, seguramente, cuando los acontecimientos de abril del 2002. La revolución no es socialista sino «chavista». Y ahí viene el problema que todo el proceso debe enmendar: ¿con quién, además de Chávez, se cuenta para todo esto? ¿Dónde están los revolucionarios? ¿Hay realmente revolucionarios?
No siendo un proceso nacido al calor de luchas populares, con dirigentes revolucionarios que fueron interactuando con la población, no hay precisamente una abundancia de cuadros socialistas en la dirección de todo el proceso. La estructura básica del aparato estatal no ha cambiando. Producto de décadas de cultura rentista, de corrupción generalizada asentada en el clientelismo político, de ineficiencia asumida como normal y cotidiana, el plantel de empleados públicos con que cuenta Venezuela no ayuda en nada a profundizar un proceso de transformación social. Por el contrario: es uno de sus principales obstáculos. La revolución no parece haber llegado ahí. Tan es así que la estrategia fue buscar viabilizar los cambios en cuestión por medio de estructuras paralelas a los ministerios: las misiones sociales.
Por otro lado, el presidente Chávez nunca contó con un partido revolucionario que fuera su base real de actuación. Toda su obra depende de su talento, de su olfato político, de su tremenda habilidad para comunicarse con las bases y de moverse en los más diversos escenarios. Los aparatos que lo acompañaron en todas sus movilizaciones políticas nunca fueron partidos en el sentido estricto de la palabra; en todo caso, no pasaron de maquinarias electorales. Eficientes en términos pragmáticos, pero carentes de principios ideológicos, de plataformas elaboradas. Hoy, perdido el referéndum para la reforma constitucional, se hace evidente ese déficit: ¿con qué estructura organizativa se cuenta, además del carisma del comandante, para la movilización de la gente, para su participación real en la toma de decisiones? El PSUV está recién ahora en proceso de creación, y para diciembre pasado mostró que aún está muy lejos de ser realmente un instrumento confiable para la organización popular. De la movilización y el debate fecundos que ahora habrá que dar depende que se transforme en un auténtico instrumento al servicio de los cambios en ciernes. En estos momentos es una confusa agregación de corrientes diversas, donde conviven sectores de burguesía nacional hasta ex guerrilleros marxistas, oportunistas de toda laya y, ¿quién sabe si no?, agentes encubiertos de la contrarrevolución. Todo ello con un agravante que, esperemos, no marque su futuro destino: no tiene aún programa, pero ya se permitió sancionar a algún aspirante a militante (el diputado Luis Tascón) desde un autonombrado tribunal disciplinario.
Por tanto, ni en el Estado ni el naciente partido revolucionario sobran -y muchos menos tienen un claro poder en su funcionamiento- cuadros comprometidos con el proceso de cambios. En el Estado hay muchos, quizá demasiados, «chavistas» oportunistas. Es decir: funcionarios sin ideología, hoy acomodados a los actuales tiempos políticos, portadores de los ancestrales valores corruptos que definen a cualquier burócrata, más aún a los que vivieron por décadas en la cultura rentista-petrolera. Funcionarios con los que no se puede contar como elementos favorables a la revolución, más allá de las consignas de turno que puedan repetir, de la apología cosmética que puedan hacer del líder, de la oportuna concurrencia a marchas con su franela roja. Incluso, esa doble moral es un peligro tremendo, más aún que los ataques frontales de la derecha. En el seno del PSUV no es muy distinta la situación; hay honestos luchadores sociales de toda una vida de militancia. Pero hay también -y no pocos- oportunistas disfrazados de «chavistas», sin principios, interesados sólo en su cuenta bancaria personal.
Toda esa falta de calor revolucionario en parte de la dirigencia es lo que ha ido llevando a la desmovilización de la población. Hoy se vive un proceso de enfriamiento en las luchas populares. Acertadamente lo dijo Vladimir Acosta, citando a un revolucionario amigo, cuando afirma que se vive un proceso de «teresacarreñización»: «actos públicos muy organizados, cada uno en su asiento, cada uno en su fila, pero la movilización popular, el impulso revolucionario que dan los sectores populares se ha enfriado mucho». Son los sectores populares excluidos, hambreados y reprimidos desde siempre los que salieron a oponerse al ajuste neoliberal cuando el heroico «Caracazo» en 1989 -sufriendo una represión inmisericorde donde los muertos se contaron por miles-; son esos mismos sectores los que salieron espontáneamente a rescatar a su líder, el presidente Chávez, en abril del 2002 cuando el golpe de Estado de la derecha reaccionaria y del gobierno de Estados Unidos; son esos sectores también los que lograron vencer el sabotaje petrolero, el paro patronal, las provocaciones y ataques de la oligarquía; son igualmente ellos los que por cientos de miles llenan las calles movilizados para apoyar a su líder y defender los logros que fue trayendo la revolución. Pero algo está pasando que en el referéndum del 2 de diciembre no salieron a votar por una reforma que les traería mayores beneficios. ¿Fue la propaganda de la derecha que se impuso? (¡otra vez los medios de comunicación!) ¿Fue el miedo anticomunista sembrado desde décadas el que afloró cuando se habló de paso al socialismo? Sin dudas todo eso cuenta; y cuenta muchísimo, no hay que minimizarlo. Pero también cuenta la «teresacarreñización» en curso. La combinación de esos factores hizo que tres millones de personas, que no son oligarcas ni tienen propiedades millonarias que defender, asustadas/desmovilizadas/frustradas, no se molestaran por ir a votar. Con lo que queremos decir que en muy buena medida esa desmovilización en curso debe ser profundamente revisada como producto del apagamiento de la llama revolucionaria. Una revolución sin revolucionarios no camina. La derrota de diciembre lo dejó claro.
Si ser revolucionario es haber perdido el sentido de la crítica y de la autocrítica, si ser revolucionario no es incompatible con los valores del consumismo capitalista que se dice combatir, si ser revolucionario es sólo ponerse una franela roja para un acto, todo ello no puede menos que lograr terminar con la revolución, enfriar los cambios, desmotivar a quien quiera profundizar las transformaciones sociales y humanas. Si podemos salvar la Revolución Bolivariana -por supuesto confiamos plenamente en que sí- debemos apuntar a una profunda revisión de esto: son los sectores más «moderados» -eufemismo por decir: oportunistas sin ningún compromiso con el cambio, con el socialismo- los que han ido tomando los lugares más protagónicos tanto en la estructura del Estado como, al menos así parecieran desear, en el PSUV. O se cambia eso, o la revolución fracasa.
Ahora bien: ¿quién cambia eso? ¿El comandante Chávez? ¿La movilización popular? ¿O esos sectores han ido tomando cada vez mayores cuotas de poder en las estructuras y puestos donde se deciden las cosas siendo ellos quienes imponen las líneas políticas? Esto lleva a un punto medular que define el destino mismo de la revolución: ¿quién manda realmente?
3) Liderazgo de Chávez y poder popular. Aquí, distintamente a los apartados anteriores, no ligamos los dos elementos del título con la excluyente «o» sino que los acercamos con la incluyente «y». ¿Quién manda hoy en la República Bolivariana de Venezuela? «Con Chávez manda el pueblo» reza la consigna. ¿Es cierto? Sí y no. Hugo Chávez es un líder carismático como pocos en la historia. Sin ser estrictamente de izquierda -es una mezcla heterodoxa que aúna Jesús con el Che Guevara, un hasta ahora no claro socialismo del siglo XXI con la empresa privada y la obra de Simón Bolívar-, ha ido más a la izquierda logrando movilizar a los sectores populares que cualquier partido de la izquierda. Es un fenómeno mediático-masivo inédito digno de ser estudiado por la semiótica y la psicología social, sin dudas. Y sin dudas, manda. Y manda mucho. Pero no tiene todo el poder en Venezuela.
Las correlaciones de fuerza en el país han empezado a cambiar con la llegada de Chávez a la presidencia. Pero resta aún muchísimo para decir que «el pueblo tiene el poder», que «el pueblo manda». Hay, definitivamente, un protagonismo popular muchísimo más grande de lo que nunca había habido en la historia nacional; los sectores marginados ahora, por primera vez, se sienten tenidos en cuenta, participan. En realidad deciden poco, pero al menos tienen un lugar en la agenda nacional. Por otro lado Chávez, más allá de la forma en que la derecha nacional e internacional lo presenta como un dictador autócrata, tiene un poder bastante limitado. Las fuerzas de la derecha, que no son pocas (empresariado organizado en FEDECAMARAS, medios de comunicación, universidades, jerarquía de la Iglesia Católica, embajada de Estados Unidos -que es un factor principalísimo en la escena nacional-… y por suerte para la revolución, pocos o ningún operador en las fuerzas armadas), siguen controlando buena parte de los resortes decisorios de la vida en Venezuela, en lo económico y en lo cultural. Quién detenta el poder militar es básico en este momento, y por ahora la balanza se inclina hacia el lado de la Revolución Bolivariana.
Como se menciona más arriba, dadas las características de este proceso, de cómo surgió y cómo se fue armando, es la figura de Chávez quien decide mucho (¿todo?) lo que pasa en el campo bolivariano. Los cuadros intermedios, tanto en el Estado como en las pasadas maquinarias electorales o el actual PSUV, son engranajes. No habiendo una línea política clara y definida, estando eso librado en muy buena medida a los manejos del comandante, en parte librado a la improvisación -en general, siempre bien inspirado y apuntando al beneficio del campo popular-, esos cuadros medios no deciden mucho, y por tanto, no han desarrollado un espíritu crítico que aporte a la conducción.
En el ámbito comunicacional claramente quien manda es la derecha. Como parte de la guerra mediático-cultural que define la modalidad de la lucha de clases de estos tiempos, el imperio ha desarrollado su estrategia de guerra de cuarta generación, y sus acólitos nacionales la implementan a la perfección. Es ella quien pone la agenda, quien marca el ritmo. Si ahora, por ejemplo, nos enteramos que Venezuela es parte del «eje del mal», país cuna del terrorismo internacional y paraíso del narcotráfico, ello no es sino parte del montaje mediático. Pero eso fuerza a dar respuestas, a gastar energías en esa lucha, y el que pega primero, pega dos veces. En política comunicacional el gobierno no manda. Ahí hay algo que también urgentemente debe ser rectificado.
Para construir una verdadera alternativa socialista, quienes deben pasar a tener un protagonismo básico son los sectores populares. Y eso es lo que está en discusión. Hoy la lucha de clases también está presente en el seno del movimiento bolivariano (¿cómo no habría de estarla si Venezuela sigue siendo una sociedad clasista regida aún por los parámetros del capitalismo?). Siendo un movimiento aún no claramente definido éste (hay ahí «empresarios bolivarianos» así como sindicalistas de base de línea marxista), de cómo se dé esa correlación de fuerzas dependerá el futuro de la revolución. En estos momentos son los sectores más moderados, proclives a la empresa privada y dispuestos a la reconciliación de clases (léase: pacto social desmovilizador de las luchas populares) los que parecieran estar marcando el paso. Los sectores populares, obreros industriales, población de los barrios, movimiento campesino, trabajadores informales, desocupados, no son quienes están llevando la iniciativa en la marcha de la revolución. Son los referentes en el discurso de Chávez, los que han recibido los beneficios de las misiones en los primeros años del proceso, los que llenan las plazas en las manifestaciones, pero el lugar que se le asigna al poder popular en la constitución -la vigente y la propuesta reformada que no fue aprobada recientemente- aún no asegura a esos sectores una gran incidencia en la toma de decisiones. Tal como está concebido hasta ahora, el poder popular por medio de los consejos comunales está bastante restringido a lo local, a lo micro. Las decisiones de orden nacional siguen viniendo «de arriba». Para muestra -desafortunada, por cierto- la ley de amnistía con que despedimos el año 2007.
La construcción de un verdadero poder popular que se articule con el liderazgo del comandante sigue siendo una tarea pendiente impostergable. Salvar la revolución de su estancamiento, o peor aún: de su caída, implica por fuerza seguir avanzando en la construcción de los mecanismos que fortalezcan el genuino poder popular. Una forma concreta, fácil y transparente de avanzar en ese sentido es hacer de la elección de las candidaturas de todos los cargos públicos elegibles -desde concejal en una comunidad rural hasta la presidencia de la república- y de su revocación o confirmación a mitad del período, un mecanismo automático de consulta popular. No más un solo cargo a dedo (como ha sucedido hasta ahora), y todos los funcionarios deben pasar por el tribunal de la ratificación o revocación a mitad de su mandato. Es el pueblo el que realmente decide: decide a quién se pone y a quién se saca, decide si su trabajo sirve o no sirve, decide si lo desean tener en un puesto público o no. Eso, en todo caso, es un comienzo de sano poder popular. Esas son formas concretas de salvar la revolución. Si no, ¿dónde queda la democracia participativa, popular y revolucionaria?
Sin lugar a dudas el comandante Chávez maneja con mucho tino muchos de los aspectos de la vida nacional. Quizá demasiados. «Pareces el alcalde de Venezuela», le dijo alguna vez Fidel Castro. Y ahí asienta otra de las grandes debilidades de la revolución, que podría echar por la borda la búsqueda de un genuino poder popular. ¿Puede un proceso de transformación social asentarse en una sola persona? No, eso es incorrecto. ¿Qué pasa si desaparece esa persona: se termina la revolución? Pero, ¿no es el socialismo, tal como lo decía el epígrafe de Lenin, la búsqueda de un mundo donde realmente todos somos iguales, intercambiables en un sentido, donde nadie es imprescindible y al mismo tiempo todos y todas valemos por igual? Si la revolución en curso es «chavista», desaparecido Chávez desaparece la revolución. De ahí el sentimiento triunfal de la derecha -y, reconozcámoslo con valentía: nuestro sentimiento de desconsuelo- cuando se perdió la justa electoral de diciembre pasado. Todos sabemos que, hoy por hoy, la revolución es Hugo Chávez; si ahora no se puede reelegir para las próximas elecciones, ¿hay que olvidarse entonces de los sueños socialistas, de una nueva sociedad, de la justicia y la igualdad para todos? ¿No tenemos que buscar enmendar esa debilidad? Y si efectivamente logran matarlo ¿se termina todo? Y si se muere de muerte natural antes de completar su período, ¿no hay más socialismo?
Es por eso que, sabiendo que en la Venezuela actual no es posible el socialismo sin Chávez, pero conscientes también que sólo con Chávez no puede haber socialismo, que es imprescindible desarrollar el verdadero poder popular -no el de los funcionarios chavistas que andan orgullosos con guardaespaldas y carros de lujo-, debe buscarse la articulación entre ese liderazgo (que no debe ser el de un «alcalde del país», porque eso es demasiado peligroso) y el poder de las bases. De esa articulación, con un partido revolucionario real que le dé forma y contenido (¡partido revolucionario real!, no amontonamiento de personas), podrá depender el éxito de la revolución. Si no, inexorablemente la derecha volverá a triunfar y nuevamente serán años de espera y sufrimiento para el campo popular.