Murió en Lanzarote, una isla con nombre de caballero andante, adonde se fue a vivir cuando en Portugal le censuraron sus libros. Recibió, sin embargo, honores de Estado en sus funerales en Lisboa, que seguramente le habrían molestado aunque posiblemente le pareciera bien que los mandamases de su país tuvieran que reconocer sus méritos. […]
Murió en Lanzarote, una isla con nombre de caballero andante, adonde se fue a vivir cuando en Portugal le censuraron sus libros. Recibió, sin embargo, honores de Estado en sus funerales en Lisboa, que seguramente le habrían molestado aunque posiblemente le pareciera bien que los mandamases de su país tuvieran que reconocer sus méritos.
José Saramago murió a los 87 años, escribiendo siempre y no negando opiniones que decía con inesperada franqueza en un mundo acostumbrado a las contemplaciones y disimulos. Cuando recibió el Premio Nobel, en 2008, la voz del Vaticano lo calificó de «anticristiano» y «comunista recalcitrante». Saramago no guardó silencio: «El Vaticano se escandaliza fácilmente por los demás y no por sus propios escándalos (…). Yo sólo le digo al Vaticano que siga con sus oraciones y deje a los demás en paz. Tengo un profundo respeto por los creyentes, pero no por la institución de la Iglesia. El cristianismo nos enseñó a amarnos los unos a los otros. Yo no tengo la intención de amar a todo el mundo, pero sí de respetar a todo el mundo».
Su vida fue singular. Nació el 16 de noviembre de 1922 en una familia pobre, sus abuelos eran campesinos muy modestos de la zona de Azinhaga, donde la vida es tan dura que en las noches se llevan a la cama los lechoncillos para que no mueran congelados y se pierda la principal riqueza con que cuentan. En Lisboa no alcanzó siquiera a terminar los estudios secundarios y debió estudiar cerrajería en una escuela industrial. Trabajó en eso y en sus ratos libres escribía, poesía especialmente. Hasta que pensó que no estaba diciendo nada nuevo y debía quedarse callado. Trabajó más tarde en una editorial y también en varios diarios, donde se acostumbró a la exposición directa y clara, que después siguió usando como segunda lengua. Mientras, en literatura buscaba una expresión nueva y abarcadora que diera cuenta de las complejidades del ser humano y el mundo, y de los distintos ámbitos de la conciencia y la realidad.
Entretanto, Portugal sufría la dictadura de Antonio de Oliveira Salazar, un fascista clerical que gobernó más de 40 años, hasta 1968, con represión, policía secreta, censura, control de las costumbres y una permanente sangría de hombres y recursos que eran desviados a Angola y Mozambique para asegurar el régimen colonial. Sólo en los años sesenta Saramago consideró la posibilidad de publicar en serio. Se sentía seguro de sí mismo, como si hubiera terminado un largo aprendizaje.
En su discurso de recepción del Premio Nobel, agradeció a sus padres y a sus abuelos, sabios a pesar de ser analfabetos, y también a sus personajes de ficción. «Ahora soy capaz de ver con claridad quienes fueron mis maestros de vida, los que más intensamente me enseñaron el duro oficio de vivir, esas decenas de personajes de novela y teatro que en este momento veo desfilar ante mis ojos, esos hombres y mujeres hechos de papel y tinta, esa gente que yo creía que iba guiando de acuerdo a mis conveniencias de narrador y obedeciendo a mi voluntad de autor como títeres articulados cuyas acciones no pudiesen tener más efecto en mí que el peso soportado y la tensión de los hilos con que los movía».
Saramago fue uno de esos autores que llaman de inmediato la atención, no sólo por los contenidos, notoriamente originales y polémicos, especialmente los de corte religioso como El Evangelio según Jesucristo y Caín, sino también por la forma de su escritura, compleja, abrumadora a veces, con predominio de las frases largas, encabalgadas, en un lenguaje untuoso, lleno de matices y en el cual la puntuación casi no se nota. Saramago fue una muestra de que a pesar de la oscuridad salazarista la cultura en Portugal había mantenido su fuerza y resucitaba con una energía sorprendente como lo demostraron después Antonio Lobo Antunes, novelistas y poetas, músicos y cineastas todos jóvenes, aunque se incluye entre éstos al casi centenario Manoel Oliveira. Portugal vivió en 1974 la apasionante «revolución de los claveles», con el apoyo de militares jóvenes que se sumaron a las fuerzas democráticas. Esto significó el término de la dictadura del sucesor de Salazar, la liberalización del país y la desintegración del «imperio colonial» africano, con la independencia de Mozambique, Angola, Cabo Verde y otras posesiones.
En 1982, Saramago publicó la novela satírica Memorial del convento, ambientada en el siglo XVIII, y dos años más tarde, El año de la muerte de Ricardo Reis, en que hizo dialogar al gran poeta portugués Fernando Pessoa, fallecido en 1938, con su heterónimo Ricardo Reis, teniendo como telón de fondo la vieja Lisboa. Siguieron otros libros, entre ellos el Ensayo sobre la ceguera, Todos los nombres y en 2009, El viaje del elefante. A la vez escribía artículos periodísticos, ensayos y daba conferencias.
Saramago fue decididamente un hombre de Izquierda, militante de ese Partido Comunista de heroica lucha contra Oliveira Salazar y sus aliados, ejemplificada en su líder Alvaro Cunhal, preso durante largo tiempo en las cárceles del fascismo.
Polémico, francote, excesivo a veces, Saramago se definía como un comunista libertario. Sus críticas al neoliberalismo y a la conciliación de los partidos socialistas europeos eran demoledoras. En 1998 preguntaba: «¿Piensa la Izquierda que sus ideas (si aún las tiene) de socialismo o de socialdemocracia son compatibles con la libertad total de maniobra de las multinacionales y de los mercados financieros, reduciendo al Estado a meras funciones de administración corriente y a los ciudadanos a consumidores y clientes, tanto más dignos de atención cuanto más consuman y más dócilmente se comporten?». Y agregaba: «No tengo esperanzas de que alguien responda a estas preguntas, pero cumplo mi deber haciéndolas. ¡Alégrate Izquierda, mañana llorarás!».
Y el año 2003, en una conferencia que dio en abril en el palacio de La Moneda, en Santiago, llamaba a repensar la democracia: «En un mundo que se ha habituado a discutir sobre todo, sólo una cosa no se discute, la democracia. Melifluo y monacal como era su estilo retórico, Salazar, el dictador que gobernó a mi país durante más de cuarenta años, pontificaba: ‘No discutimos a Dios, no discutimos la patria, no discutimos la familia’. Hoy discutimos a Dios, discutimos la patria y discutimos la familia porque ella se está discutiendo a sí misma. Pero no discutimos la democracia. Y digo yo: discutámosla, señoras y señores, discutámosla en todas las horas, en todos los foros, porque si no lo hacemos a tiempo, si no descubrimos la manera de reinventarla, sí, de reinventarla, no será sólo la democracia la que se pierda, también se perderá la esperanza de ver un día respetados en este infeliz planeta los derechos humanos. Y ése sería el gran fracaso de nuestra época, la señal de traición que marcaría para siempre jamás el rostro de la humanidad que ahora somos».
Y en eso de discutir a Dios y la religión, Saramago no cedía terreno, consideraba a la Biblia como un inventario de atrocidades. Escribió: «La Biblia es una manual de malas costumbres, crueldad, incestos, carnicerías. Según un científico que los contó hay cerca de un millón 700 mil cadáveres en este libro». Y en la presentación de su libro Caín, a fines de 2008, no tuvo empacho en decir: «Estamos hundidos en la mierda del mundo y no se puede ser optimista. El que es optimista o es estúpido, o insensible o millonario».
Cuando recibió el Premio Nobel, Mario Benedetti, que era amigo suyo, declaró sobriamente: «José Saramago es uno de los creadores notables que ha dado este siglo que nos deja y no sólo de la desatendida lengua portuguesa, sino de la universal lengua del hombre». Seguramente, por innecesario, no quiso añadir que Saramago era también una gran persona.