Hace ya cosa de 20 años que nuestros intelectuales mediáticos tomaron públicamente una decisión. Albert Camus tenía razón contra Jean Paul Sartre. Éste era, además, cómplice de la barbarie comunista, a la cual, tras la caída del muro de Berlín, ya no había por qué seguir prestando atención. Por lo tanto, había llegado el momento […]
Hace ya cosa de 20 años que nuestros intelectuales mediáticos tomaron públicamente una decisión. Albert Camus tenía razón contra Jean Paul Sartre. Éste era, además, cómplice de la barbarie comunista, a la cual, tras la caída del muro de Berlín, ya no había por qué seguir prestando atención. Por lo tanto, había llegado el momento de enterrar a Sartre como a un perro muerto. Pero no se le enterró con razones, sino con escombros. Sencillamente se le sepultó bajo las ruinas que dejó a su paso el triunfo del capitalismo salvaje. Y también bajo las paletadas de mentiras, falsedades y sandeces con las que tantos y tantos intelectuales han saludado desde entonces esta victoria neoliberal. Desde entonces, ¡cuántas veces se ha puesto como ejemplo a Camus!
Construcción de un prototipo
Pero, ¿como ejemplo de qué? Independientemente de lo que él fuera en realidad -que eso sería otra cuestión-, Camus ha sido el ejemplo de intelectual independiente, capaz de comprometerse políticamente sin abdicar por eso de los principios morales. Camus, así pues, se negó a dar a la historia más razón que la que podían tener los hombres que la habitaban y la sufrían. Se negó a que el fin justificara los medios, a que el Partido dictase la verdad y la justicia, prefirió, en suma, «equivocarse sin matar a nadie y dejando hablar a los demás, que tener razón en medio del silencio y los cadáveres». Por lo visto, ésta habría de ser una buena definición de la consistencia moral de nuestra intelectualidad contemporánea, comenzando por Robert Kagan y el think tank del Pentágono, hasta -pasando por Arcadi Espada y Rosa Montero- desembocar en Oriana Fallaci y Pedro Jota Ramírez. En un mundo estructuralmente malo, ellos han decidido ser buenos y equivocarse sin matar a nadie (como si los comunistas nos dedicáramos a ir ametrallando gente a nuestro paso). En un mundo que consiste en cambiar sangre por petróleo y cadáveres por coltán, uno puede repetirse en vano que no ha matado a nadie. Sobre todo si no se le hace ascos a congeniar con los millones de votantes que aplaudieron la invasión de Iraq porque tenía armas de destrucción masiva y que no han variado su intención de voto al descubrir que no sólo no las tenía sino que siempre se supo que no las tenía. Hace tres años había que defenderse de la acusación de pretender cambiar sangre por petróleo, ahora ya no. Ahora nadamos en sangre y petróleo como quien respira aire y viento. Así son las cosas, lo importante es no matar a nadie y no tener miedo de equivocarse.
Pero el héroe de nuestros intelectuales anticomunistas no es, en realidad, Albert Camus. Aunque les cueste reconocerlo, se parece mucho más a Eichman. Este genocida nazi gestionó la muerte de medio millón de judíos. Enviaba informes felicitándose por haber acelerado el ritmo de la cadena de exterminio, apuntando las cifras con minuciosidad de burócrata, como si se estuviese tratando de embalar tomates. Cuando fue juzgado en Jerusalén, y tras describir en qué consistía su macabro trabajo, un testigo le acusó de haber estrangulado a un adolescente judío con sus propias manos y entonces Eichman reaccionó histéricamente gritando desesperado que era inocente y que él «nunca había matado a nadie». Él tan sólo se había «equivocado un poco». Sus dirigentes le habían engañado. Poco más o menos como los admiradores de Camus que hoy se equivocan un poco dejándose convencer (sólo un poco) por los amos del planeta, pero que se acuestan todos los días tranquilos por no haber matado a nadie ni haber colaborado con ninguna banda armada, mientras la OTAN vela su sueño y la valla de Melilla protege la fortaleza de su Estado de Derecho.
El mundo ha empeorado bastante, pero no ha cambiado en lo sustancial desde los tiempos de Sartre y Camus. Lo que Sartre defendía no era el totalitarismo de la historia frente a los principios morales. Muy al contrario: lo que Sartre hizo fue denunciar en todo momento que lo que pretendía ser la voz de la moral no era más que la coartada para aceptar sin rechistar la autoridad de la historia. Es muy fácil ser moral en un mundo que no llega más allá de tus narices. Sartre sabía, sin embargo, que en un mundo estructuralmente criminal, no bastaba para ser inocente con no cometer crímenes «a tu alrededor» (es decir, por ejemplo, en el interior de la valla de Melilla y de la puerta blindada que protege tu vida del infierno de fuera). Denunció la pretensión de ser moral a fuerza de serlo en la parcela que te ha tocado en suerte en la Historia. De ahí que denunciara la pretensión de ser moral más allá del compromiso político. La tranquilidad de las conciencias es, hoy día, la coartada del terrorismo estructural. Es así como hemos desembocado en la situación que describe Santiago Alba: «¿Sangre por petróleo? Esa vileza mortal, y la fuerza en que se apoya, es la ley de la gravedad: lo verdaderamente inmoral, lo que verdaderamente nos escandaliza, es que se siga fumando en los lugares públicos» (prólogo a Crónicas de Iraq de Imán Ahmad Jamás).
Aunque en versiones cada vez peores, la historia se repite. La posición de los actuales intelectuales anticomunistas sin duda no difiere por sus consecuencias de las que tuvo la actitud de Camus frente a la guerra de Argelia. Mientras que Sartre y un puñado de intelectuales se jugaban literalmente la vida con sus denuncias, Camus se lavaba las manos y Francia mataba a un millón de personas.
Sartre no defendió la Historia contra la Moralidad. Defendió que la elección moral tenía que consistir en elegir un mundo, un mundo bueno, y no en elegirse bueno a uno mismo. Sumidos en el colapso moral contemporáneo, oímos todavía estas palabras suyas: «En tanto que se cree en Dios, es plausible hacer el Bien PARA ser moral. Y como se trata de ser moral a los ojos de Dios, para alabarle, para ayudarle en su creación, la subordinación del hacer al ser es legítima. Pues, practicando la caridad no servimos más que a los hombres, pero, siendo caritativo, servimos a Dios. Es legítimo ser el más bello, el mejor posible. El egoísmo del Santo está justificado. Pero que muera Dios, y el Santo no será más que un egoísta: ¿a quien sirve que tenga el alma bella, que sea bello, sino a sí mismo? A partir de este momento, la máxima «actúa moralmente para ser moral» está envenenada. Lo mismo que «actúa moralmente por actuar moralmente». Es preciso que la moralidad se supere hacia un objetivo que no sea ella misma. Dar de beber al sediento no por dar de beber, ni para ser bueno, sino para suprimir la sed. La moralidad debe ser elección del mundo, no de sí».
* Carlos Fernández Liria es filósofo.