No sé, amigo lector, si has visto una película argentina titulada Whisky, Romeo, Zulú. Pero, si has tenido la oportunidad de contemplarla y estremecerte ante ella, no habrás podido dejar de recordarla ante las tremendas imágenes de la catástrofe recientemente ocurrida en el aeropuerto de Barajas. Es una película que recoge una terrible y aleccionadora […]
No sé, amigo lector, si has visto una película argentina titulada Whisky, Romeo, Zulú. Pero, si has tenido la oportunidad de contemplarla y estremecerte ante ella, no habrás podido dejar de recordarla ante las tremendas imágenes de la catástrofe recientemente ocurrida en el aeropuerto de Barajas. Es una película que recoge una terrible y aleccionadora historia real. Y su extraño, desconcertante, título es el nombre con que había sido bautizada una aeronave que, destinada a trasportar pasajeros, se estrelló y, envuelta en llamas, se convirtió en un inmenso féretro, Ahora bien, el interés singular de la película no se refiere a ofrecer una visión cinematográfica más de catástrofes, sino a dar cuenta de una tragedia «anunciada».
Anunciada por el protagonista, un sujeto real, piloto de profesión que comprueba con escándalo las condiciones de los vuelos a que la compañía obliga a los pilotos, unas veces en estado de fatiga por sobrecarga de trabajo, otras con aparatos que no ofrecen las garantías de seguridad plena exigibles. Todo se sacrifica al imperativo de cumplir el recorrido impuesto, dar una imagen de puntualidad. Y muchos pilotos se doblegan a las imposiciones, pero el protagonista expresa su rebeldía y, no solo no se somete al dictado de sus superiores, sino que eleva repetidas denuncias. Nunca escuchadas, hasta verse, finalmente, expulsado de la compañía. Como ya he indicado, no se trata de una ficción -aún así, no carecería de interés ilustrativo- sino de la crónica de una historia real. Y su recuerdo no ha dejado de asaltarme al conocer la reciente tragedia ocurrida en nuestro aeropuerto madrileño. Naturalmente, no pretendo a priori que la catástrofe de Barajas sea resultado de una trayectoria como la desarrollada en la película a que me refiero. Sería una irresponsabilidad anticiparse a las investigaciones técnicas abiertas y aplicar a un nuevo acontecimiento una historia ajena. Pero tampoco es recomendable olvidar esta tremenda posibilidad. Son muchos los intereses económicos y políticos que juegan en el mundo de la aviación civil. Y sería escandaloso que estos enterraran, con los muertos, el conocimiento de la realidad. O que se impusiera la conveniencia de evitar la alarma social, el tópico con que se pretende que la ciudadanía se encuentre confiada en el poder y los servicios que se le ofrecen. Durmiendo tranquilamente apaciguada en un mundo feliz. Convencidos como el optimista Pangloss de que vivimos en el mejor de los mundos.
Porque, además, sobre estas tragedias se extiende una problemática mucho más generalizada y que constituye uno de los pilares de la actual sociedad. La que plantea la actual sumisión a la empresa capitalista que gobierna nuestras vidas. En este caso, las empresas dedicadas al transporte aeronáutico. Y la tan idealizada competencia entre ellas que nos asegura, según el discurso oficial, los mejores servicios. Pero la realidad es que, por más que últimamente se disfracen en su nuevo discurso, como recientemente comentaba Javier Ortiz en estas mismas páginas, de entidades benéficas, filantrópicas y ecológicas, que sólo buscan el mejor servicio del ciudadano, la realidad es que la empresa capitalista sólo busca el beneficio, el enriquecimiento de sus dueños y el reparto de beneficios que llegan en migajas a sus pequeños accionistas. Es tal su propia y natural lógica. Otra cosa sería pedirle peras al olmo. Una empresa capitalista no es una ONG, ni una comunidad religiosa dedicada al ejercicio de la caridad, entidades que pueden ser criticadas si no cumplen tal función. Ni un Estado social que pretende mejorar la vida de los ciudadanos y ciudadanas. Y esta lógica del beneficio es la que se impone a toda la empresa, obligando a marginar los sentimientos humanitarios individuales de sus miembros.
Por tanto, las empresas del ramo de alimentación nos llenarán de comida basura envasada, repleta de colorantes y de conservantes, sin preocuparse de nuestros estómagos y nuestra salud. Las de las nuevas tecnologías nos venderán productos efímeros, que nos obliguen a cambiar de ordenador o de móvil con más frecuencia de la deseable. Y las empresas de aviación civil no se proponen como objetivo propio la felicidad de los viajeros, haciéndoles disfrutar del viejo sueño humano de volar, conduciéndoles al encuentro de entrañables familiares, al lugar en que desarrollen su trabajo, o en que contemplen nuevos paisajes, sino lucrarse ofreciéndoles el servicio del transporte. Y para ello apretarán a los pasajeros en asientos incómodos que producen el síndrome del viajero en clase turista. Y cuando la economía se pone difícil, le venderá una botella de agua al precio de un agua milagrosa. Y lo que es peor, se encontrarán ante las graves tentaciones de economizar costes, reduciendo plantillas, intensificando el trabajo del personal de vuelo y tierra. Y, aún más peligrosamente, se muestra la posibilidad de pasar por alto la minuciosidad de las revisiones y controles. ¿Sucumbirán a esta última tentación? Ciertamente, la seguridad no es sólo una exigencia ética, humanitaria. También es importante desde el punto de vista económico. Una empresa de aviación civil que sufre accidentes se desprestigia. Y quizá esto es lo que preocupa a sus directivos. Por la misma lógica que antes he comentado.
Ante la tragedia que ha conmovido a toda la sociedad, participando en el dolor de los allegados de las víctimas, es necesario el rigor de la investigación y la determinación de responsabilidades posibles. Pero es preciso también elevar la mirada hacia el inaceptable orden de nuestro mundo económico y político.
CARLOS PARÍS es filósofo y escritor