Desde Bonn, Alemania Sí, estamos en un nuevo año. Lo habitual es que hablemos con optimismo, nos auguremos buenos tiempos y felicidades, en vez de revisar el año vivido y cavilar una vez más qué es lo que le pasa al mundo, que al parecer no aprende nada. O mejor dicho, los seres humanos no […]
Desde Bonn, Alemania
Sí, estamos en un nuevo año. Lo habitual es que hablemos con optimismo, nos auguremos buenos tiempos y felicidades, en vez de revisar el año vivido y cavilar una vez más qué es lo que le pasa al mundo, que al parecer no aprende nada. O mejor dicho, los seres humanos no aprendemos nada. No, no es echar sombras sobre el futuro sino mirar hacia atrás para tratar de aprender algo, si somos capaces. O es que con sonrisas vamos a disimular lo que nos deparó el 2009: más pobreza en el mundo, más violencia, más represión, más abuso de la naturaleza.
¿Por qué en vez de saludar el nuevo año a cohetazo limpio no se hacen asambleas en todos los barrios para comenzar la discusión de cómo resolver los problemas comunales? Por ejemplo. ¿O en vez de ponernos a rezar no comenzamos a discutir en los templos cómo organizarnos para terminar con las villas miseria o los niños desnutridos? ¿O en vez de esa noche mirar por TV el baile del caño, no exigir que esa noche la pantalla discuta los grandes problemas de la humanidad, como la ley del aborto, por ejemplo?
Claro, pedir algo así, de pronto, mueve a sonrisas comprensivas pero, en el fondo, burlonas. Pero igual mi primer artículo del 2010 lo voy a dedicar a los dos últimos hechos que me llenaron de ira. Sí, de ira, de rabia, de desolación, de impotencia. Dos hechos, uno ocurrido en Afganistán pero del que son culpables los alemanes, país al cual conozco como si aquí hubiera nacido, y el otro, en la Argentina, la querida tierra tan humillada por los propios argentinos.
Kundus. Una tragedia. En Afganistán. Una tragedia de la que fueron culpables los militares alemanes. Les llegó la información de que talibán se habían robado dos camiones-tanque de combustible. Que esos camiones se hallaban detenidos en Kundus, rodeados de gente. Y entonces resolvieron bombardear el lugar. Como se puede leer en la orden escrita del coronel Georg Klein, se dispone «por medio de la fuerza aérea exterminar a los subversivos» (textual).
Exterminar, nada menos. Fueron los aviones y bombardearon el lugar con toda precisión. Resultado: 140 muertos, la mayor parte mujeres y niños. Los norteamericanos se lavaron las manos, por supuesto: «fueron los alemanes», dijeron. Y comenzó la investigación. Resultado: no se sabe si los que robaron los dos camiones-tanque eran talibán o no. Luego se supo que llevaron esos camiones para repartir el combustible de los tanques entre la población civil, que concurrió al lugar para recibir esa ayuda. La pagaron con su muerte. Fueron «exterminados». Cuando la noticia se supo en todo el mundo, el ministro alemán de Defensa trató de restarle importancia. Y los generales, también. Pero el hecho no se pudo tapar, llegó al Parlamento alemán. Y ahí se desató toda la polémica. Que en el fondo es preguntarse: ¿qué hacen tropas alemanas en Afganistán? ¿Es otra cosa que ayudar a la intervención de Estados Unidos? Porque Alemania no tiene absolutamente nada que ver con la situación interna de ese país asiático. Por supuesto tampoco Estados Unidos, pero esto ya es una «costumbre»: Palestina, Irak, Afganistán, para no mencionar Latinoamérica. Diversos sectores de Alemania iniciaron una profunda protesta. Ningún soldado alemán tiene que levantar sus armas contra ninguna población civil fue la base de esa protesta. El nuevo ministro de Defensa, Karl-Theodor zu Guttenberg, no tuvo otra salida que pedirle la renuncia al comandante de la fuerza enviada y suspender al coronel Klein. Y el gobierno alemán anunció que se les pagará indemnización a las familias de las víctimas. Sí, está bien, pero con eso no se recuperan las vidas. Niños. Niños murieron bajo las bombas y las metrallas de europeos que nada tienen que hacer en esas tierras. La indignación popular fue muy grande. Pero los muertos, muertos están.
Tal vez el título periodístico que llegó más hondo fue: «Guernica, Lidice, Kundus». Tres poblaciones destruidas en la historia por los militares alemanes. Guernica, bombardeada por la Luftwaffe de Hitler en la Guerra Civil Española, para favorecer al fascista Franco. Esa población vasca fue devastada totalmente bajo las bombas nazis el 26 de abril de 1937. Y fuego rasante de ametralladoras. Cuarenta toneladas de bombas. Picasso hizo inmortal ese crimen en su cuadro inigualable: Guernica. Sus imágenes lo dicen todo. Un cuadro que es el mejor testimonio para denunciar la vaciedad, lo estólido de la sinrazón militar. Un cuadro que tendría que estar en todos los colegios militares y cuarteles para enseñarles hasta qué punto de la insensatez y la vaciedad lleva la filosofía de las armas. Guernica, 1654 muertes: madres corriendo con sus hijos. Pero… Picasso.
Luego de Guernica, Lídice; la aldea de la Bohemia, cercana a Praga. En 1942 cae muerto Heydrich, el SS, el fanático jefe racista nazi que dictaba la pena de muerte guiñando el ojo. Un valiente le salió al paso y lo mandó al infierno. En Lídice. Y vendrá la venganza de los ocupantes nazis, con Himmler a la cabeza: todos los hombres mayores de 15 años fueron fusilados. Las mujeres fueron enviadas todas al campo de concentración de Ravensbrück, a las madres se les quitaron los hijos, los que fueron «repartidos», como hicieron los militares argentinos del ’76 al ’83, los «desaparecedores», buenos alumnos, los mejores, de aquellos pérfidos uniformados en el racismo y el «orden».
En Guernica existe hoy el Centro de la Paz, donde trabajan estudiantes alemanes que se niegan a hacer el servicio militar y deben realizar entonces un «servicio civil» y para ello eligen el lugar español, donde sus antepasados cometieron uno de los peores crímenes de la humanidad.
La masacre de Kundus, en Afganistán, se ha tratado de solucionar, como decimos, con el dinero indemnizatorio a las familias de las víctimas y con el retiro de los militares culpables. Y la señora Angela Merkel, primera ministra alemana, en su mensaje de primero de año, ayer, ha querido tapar todo diciendo: «Pienso en la tarea de nuestros soldados, policías y civiles de reconstrucción en Afganistán, que sigue siendo muy importante para nosotros: crear seguridad y estabilidad en Afganistán de manera que de allí no provenga peligro para nuestra seguridad y nuestro bienestar. Esa es su misión».
Seguridad. Bienestar. Uno se pregunta: ¿pero es que el mundo siempre pensó así? ¿Sólo en Seguridad y Bienestar? ¿No en respeto a la vida? La señora Merkel es la principal representante del Partido Demócrata Cristiano. Demócrata y cristiana. Se tiran bombas en Afganistán por el bienestar y la seguridad. Pensar que Alemania tuvo filósofos como Kant, pensadores y poetas como Goethe y Schiller, mártires del pueblo como el místico Thomas Müntzer, el revolucionario de la huelga de campesinos. Y hoy se trata de pensar en el bienestar y la seguridad. ¿Es el sistema económico que nos hace pensar así? ¿Seguridad y bienestar en vez de paz y justicia para todos?
Pero quedémonos con esa pregunta y vayamos a la Argentina. La tierra tan querida. Me invade una gran tristeza y un indescriptible disgusto cuando me llega la noticia de pocos días antes de Navidad, los argentinos -cristianos y occidentales- continuaron una vez más con la agresión de los pueblos originarios en las tierras donde viven desde hace siglos. Esto ocurrió el 21 de diciembre en La Angostura, cuando un grupo de integrantes de la comunidad Paichil Antreao fue agredido por el terrateniente estadounidense William Henry Fischer, quien iba acompañado por policías de Villa La Angostura y grupos especiales de represión. Tres de los mapuches fueron brutalmente golpeados, baleados, detenidos e incomunicados. Y denunciaron que les «plantaron» armas, para poder así procesarlos. Sí, la misma policía neuquina que fue autora de la muerte del maestro Fuentealba. Todo esto vino después de la destrucción de las viviendas de la comunidad. Es impresionante ver -se dieron en Europa- los videos de cómo la policía, con sierras y martillos, destruye las casas de madera de los pueblos originarios. En vez de atender a esas familias, se las persigue de la peor manera. Uno se pregunta: ¿qué gobernantes son esos que permiten o mandan a ejecutar tales atentados contra la dignidad de los pueblos? Esto tiene que pasar a ser un tema nacional. No puede ser que, en el caso que relatamos, se permita a un acaudalado empresario norteamericano «limpiar» -como dicen ellos- las tierras donde habitan desde hace miles de años los pueblos originarios de estas latitudes. Para qué tenemos jueces, diputados, senadores y gobernadores sino para defender la vida y la dignidad de sus habitantes y no los intereses de los que tienen el bolsillo gordo y compran todo, hasta la última dignidad de los pueblos. Se nota también que en la Argentina nos domina el código de la «seguridad y el bienestar» y no la defensa de la vida y la naturaleza.
Antes que seguridad y bienestar, Dignidad y Etica.