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Septiembre

Fuentes: Rebelión

En el sistema capitalista, todo acontece dentro de una tupida tela de araña donde los principales mojones, tabúes y tótems están dispuestos en red a base de mercancías, mitos y convenciones. Son pequeñas celadas, a modo de no lugares de tránsito, que nos contienen en una modorra de placer hueco y que explican nuestro devenir […]

En el sistema capitalista, todo acontece dentro de una tupida tela de araña donde los principales mojones, tabúes y tótems están dispuestos en red a base de mercancías, mitos y convenciones. Son pequeñas celadas, a modo de no lugares de tránsito, que nos contienen en una modorra de placer hueco y que explican nuestro devenir amorfo en una precariedad vital que se extiende como una mancha de aceite viscosa por todo el mercado de instantes volátiles y de automatismos previsibles.

Septiembre es un mito vigoroso, una mercancía de fachada de lujo, una convención somática perfectamente urdida por los diseñadores de sociologías domésticas posmodernas. Todo está teñido del aroma a volver a empezar al regreso de las vacaciones estivales. El círculo vicioso del eterno retorno aparenta una abertura por donde el aire fresco de lo nuevo pide paso con urgencia. Nada más lejos de la realidad. Enseguida uno se apercibe de que el terreno abonado por la ideología de dique toma el cuerpo político y personal con las rutinas consabidas, los discursos añejos y los itinerarios trillados a conciencia por la cárcel social del conservadurismo quietista a ultranza. Las tradiciones capitalistas se reinician en la familia, en el trabajo, en el costumbrismo del consumo desenfrenado en la fábrica teledirigida de los deseos íntimos individualistas. Producir fetiches es la meta mientras viajamos al próximo oasis no lugar festivo en el que abrevar nuestra neurótica existencia de banalidades a precio de saldo.

Hace décadas que nada sucede en Occidente, a pesar de las apariencias virtuales. Todo es escaparate de momentos únicos evanescentes convertidos en mercancías biodegradables de un solo uso que arden en nuestras manos como polvo de estrellas. El régimen capitalista de provocar tensiones deseantes y continuas está tan incrustado en nuestro cuerpo psicológico que ver los alrededores de la mercancía que se transforma en detritus nada más ser adquirida es un imposible metafísico, una frontera insalvable para mirar y analizar la auténtica relación entre las cosas. Aquí reside la enorme disfunción cognitiva que impide ver la realidad intrínseca: vemos las cosas pero no advertimos ni podemos desentrañar las relaciones que entrelazan unas con otras.

Espejismos capitalistas

El espejismo capitalista es diabólico, un infierno de llamas votivas que se devora a sí mismo. Funcionamos a través de binomios excluyentes y maniqueístas: negro-blanco, Occidente-Tercer Mundo, conservadores-socialdemócratas, sin papeles-legales, rebeldes-convencionales, PSOE-PP, republicanos y demócratas. Todo lo que queda al margen de esa dialéctica excluyente se arroja al basurero de lo inaceptable. Y es precisamente en ese espacio maldito, en esas afueras críticas, donde la vida cobra un sentido diferente, de mayor autenticidad y riqueza intelectual.

Las parejas de conveniencia antes citadas solapan y ocultan a propósito las verdaderas contradicciones y relaciones entre las cosas. Capital-trabajo y mito-ciencia son los dos ejes fundamentales del pensamiento crítico racionalista, los dos motores que mueven el mundo real, que pueden explicarlo desde sus raíces más profundas.

Los esquemas ideológicos del capitalismo pretenden convertir la cultura en una naturaleza mística y fatalista mediante un discurso estructural religioso y un relato de buenos y malos que tuvo su origen remoto en un no lugar revelado, definitivo, insoslayable. Esta leyenda conforma cuerpos silenciosos muy sólidos y repetitivos. Escapar de esta espiral irracional e incomprensible resulta una labor de titanes, de héroes cotidianos anónimos luchando a brazo partido contra un alud histórico de frases hechas inoculadas y reproducidas como clichés constantemente por el imperio ultra del pensamiento único. No es fácil sobreponerse a este huracán edificado por el monstruo amable capitalista que arrasa las mentes sencillas de a pie de obra y calle.

Las recetas son simples, de digestión rápida, como una película hollywoodiense de abyectos terroristas armados con ingenios sofisticados y con acento foráneo enfrentados en desigual contienda bélica a justicieros cow boys salvadores de patrias, mundos ideales y tradiciones arcaicas.

La violencia del relato capitalista es demoledora. En las calles alejadas de la urbe occidental, la trastienda de materias primas esenciales y mano de obra barata, las armas de destrucción masiva terminan con personas reales sin nombre, rostros exóticos y vidas de categoría ínfima: negros, orientales, muertos de hambre. Pero la batalla también tiene trincheras en la urbe posmoderna en el interior de las mentes colonizadas por relatos ideológicos ficticios hacedores de deseos vanos. La guerra se libra en multitud de frentes, igualmente en la retaguardia. Domeñar voluntades es su objetivo prioritario.

Septiembre es otro mito, otra mercancía desechable para reiniciar el trayecto capitalista a ninguna parte. Desde el aquí y ahora de perfiles psicológicos neutros, las afueras del pensamiento crítico y rebelde se antojan casi imposibles. Romper el cerco de esta prisión ideológica y cultural requiere un esfuerzo supremo: decir no a todo para entrar en la realidad profunda del ser colectivo. Decir no como pregunta revolucionaria. Decir no como contramito fundador de espacios de libertad, de otro modo de producir, de consumir, de ser… En suma, de vivir, de producir vida sin tapaderas ni convenciones restrictivas. Nada nuevo empieza en Septiembre, salvo la rueda irracional del mismo capitalismo castrador de siempre.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.