España va bien se decía desde el PP en tiempos de Aznar cuando la burbuja inmobiliaria estaba en la cúspide del fraude especulativo. Con Zapatero se ahondó en esa tendencia falsamente optimista. Sin embargo, es ahora, en plena crisis, cuando las empresas españolas ganan más que nunca a costa de recortes salvajes y subvenciones públicas […]
España va bien se decía desde el PP en tiempos de Aznar cuando la burbuja inmobiliaria estaba en la cúspide del fraude especulativo. Con Zapatero se ahondó en esa tendencia falsamente optimista. Sin embargo, es ahora, en plena crisis, cuando las empresas españolas ganan más que nunca a costa de recortes salvajes y subvenciones públicas a fondo perdido.
La tesis clásica del liberalismo económico y de la socialdemocracia tradicional es que resulta imprescindible generar y agrandar las plusvalías empresariales al tiempo que se bajan los salarios y las prestaciones sociales para recuperar así el margen de beneficio patronal. Más tarde, ese lucro de las elites se distribuirá equitativamente al conjunto de la sociedad.
Se trata del mismo argumento capitalista de siempre que ha demostrado ser una falacia absoluta. Pero la ideología oficialista nos hace tragar con ruedas de molino una vez y otra también sin asomo de respuesta convincente por parte de la izquierda transformadora.
Somos prisioneros de clichés culturales que nos velan la posibilidad, siquiera remota e incipiente, de plantear una alternativa seria al modelo de vivir capitalista. No hay partido político que se atreva a realizar una crítica profunda del capitalismo. El consenso tácito reside en que habitamos el mejor de los mundos posibles, con lagunas y fallos, pero sin oportunidades para el cambio radical de modelo de producción.
El coche, el móvil, el ordenador, la casa, las vacaciones y el consumo de fetiches banales son instituciones a las que nadie quiere renunciar, formando parte de un denominador común operativo en el subconsciente colectivo. Por ese motivo crucial, los partidos moderan sus discursos para no tocar lo que subliminalmente nos constituye como agentes sociopolíticos pasivos en el mundo actual.
Nadie se atreve, aun con el riesgo de no obtener resultados electorales positivos a corto plazo, a ofrecer una enmienda a la totalidad al régimen basado en el binomio capital-trabajo. En este sentido, sí estamos gobernados por una casta, subalterna de los poderes fácticos y no toda corrupta y venal, al menos en el espectro de la izquierda. Lo que sucede es que los dirigentes de la izquierda más o menos transformadora o supuestamente radical se han acomodado a los usos y costumbres del parlamentarismo conservador y del sindicalismo de pacto obligado, interiorizando las categorías y conceptos que dan sustento al sistema capitalista.
En pocas palabras: los líderes y cuadros de la izquierda institucional han perdido el contacto con la realidad cotidiana profunda, convirtiéndose la mayoría de ellos en creyentes por inercia del diálogo trucado de las democracias occidentales. Se cree que con la mera brega en los foros oficiales basta para quebrar la hegemonía de las clases poseedoras, olvidando que es la ideología dominante la que perfila y construye los valores capitalistas de competitividad, éxito y consumismo desaforado.
La mayoría de la gente, a pesar de la precariedad vital, de los salarios de miseria y del recorte en derechos fundamentales, se siente actor o actriz, aunque sus roles sean secundarios y mudos, de una película maravillosa llamada capitalismo. De hecho, los programas de nuevo cuño solo hablan de volver al edén mitificado anterior a la crisis. No existen propuestas, por miedo o cálculo pragmático, que vayan más allá de recuperar la era del crecimiento y del gasto alegre y compulsivo.
Parece obvio señalar que la batalla ideológica ha sido ganada ampliamente por las derechas en el corpus colectivo. Da la sensación de que las ideas de solidaridad, justicia, libertad e igualdad tuvieron su cuna en el seno de las clases altas, quedando la izquierda como una antigualla de épocas pretéritas. El capitalismo ha amortizado casi por completo a sus contrarios y detractores rebeldes y no cabe rechistar contra él.
No venden las ideas de izquierda en la actualidad. Todos queremos más de todo: más fetiches, más estatus, más aventuras, más símbolos o iconos vacíos de bienestar egoísta. Y, lo que es más preocupante todavía, las izquierdas residuales que alzan su voz crítica en mitad de la plaza pública y ante los escaparates comerciales engalanados con luces titilantes de neón son tildados de terroristas, inadaptados, aguafiestas o relapsos. No hay salida viable del laberinto capitalista.
Ese laberinto solo permite oasis de pequeña dimensión donde se recluyen las verdaderas ideas de libertad e igualdad: en barrios, cooperativas, casas ocupadas o iniciativas locales y sectoriales de autoayuda, intercambio no dinerario o autoconsumo ecológico. Son reductos tolerados (no siempre) por el sistema pero que no tienen capacidad de influir políticamente a escala global.
Casi siempre se habla de ideología desde la izquierda en tono peyorativo. Eso sí, la derecha no deja de instilar la suya de forma totalizadora, sin tregua ni pausa. Esa lucha hace tiempo que la abandonó la izquierda por prácticas políticas puntuales y concretas, pensando que de esta manera no se tergiversarían sus mensajes ni darían pie a contraataques furibundos del poder establecido.
El error, prejuicio más bien, visto desde la perspectiva del siglo XXI, ha sido mayúsculo. La izquierda, al rendir sus armas ideológicas y sus esencias históricas, se ha quedado en mera comparsa o compañía utilitaria de los detentadores de las manijas reales del poder. Nadie entiende las complejidades capitalistas porque la izquierda ya no tiene las herramientas precisas para desentrañar sus estructuras y procesos internos.
Así, la libertad y la igualdad se entienden en la posmodernidad hueca como valores intrascendentes ligados a sustancias pueriles como puedan ser la compra a plazos, las hipotecas gravosas que nos encadenan aún más al sistema y el movimiento incesante hacia emociones recurrentes dirigidas por la industria del ocio y el espectáculo.
En este relato ideológico, caer en el arroyo de la marginalidad es cuestión de mala suerte o de responsabilidad puramente personal. El sistema jamás es culpable de nuestra desventura, somos nosotros los auténticos culpables de nuestro infortunio o fracaso.
Volver a empezar es nuestro destino inexorable. Como sea: pidiendo perdón al mundo, siendo más competitivo que el prójimo o alienando nuestro pensamiento hasta el máximo posible, callando sumisamente y tirando la dignidad por la borda de modo definitivo.
En el fondo del subconsciente colectivo gira sin cesar una frase hecha altamente nociva y peligrosa: por algo será, que sirve de parapeto al conservadurismo insolidario y depredador de nuestra época. Por algo será que ese está parado. Por algo será que expulsan al emigrante. Por algo será que aquel pide limosna en la calle. Cuando el parado, el inmigrante y el pobre coinciden en el yo individual, el algo será se transforma en una derrota sin paliativos. La coletilla de por algo será ya no nos sirve. Ahora estamos solos en la inmensidad social, somos seres sin atributos ni resuello para la rebeldía.
La crítica social y las políticas concretas son momentos cojos o huérfanos sin el auxilio o el amparo de las ideas o el corpus ideológico. Los tres instantes han de ir juntos, en unión dialéctica, enamorados por un proyecto común no exento de cambios o modificaciones en su trayectoria histórica y real. Dejar la ideología en manos de la derecha y de sus acólitos socialdemócratas es entregar al enemigo o adversario de clase las claves para comprender y transformar el mundo en el cual vivimos y nos desarrollamos colectiva e individualmente.
El prejuicio de hacer ideología hay que desterrarlo de una vez por todas. No hay libertad sin igualdad económica y no existe la igualdad sin espacios comunes donde se exprese la libertad sin cortapisas ni intereses parciales dominantes. Contar con cientos de canales de televisión para sintonizar nada tiene que ver con la libertad. Que las constituciones y las declaraciones hablen de igualdad no quiere decir que la igualdad sea efectiva por el simple hecho de citarla solemnemente.
La igualdad y la libertad son valores que se materializan y cobran vida real en el trabajo, la educación, la sanidad y una vivienda digna. Cuando todo ello sea accesible a todos, entonces podremos hablar de libertad e igualdad en sentido profundo y no superficial.
En el sistema capitalista vivimos de ficciones elaboradas ad hoc. Y cuando a alguien le toca perder, ya se sabe, por algo será, un eslogan manido del que somos prisioneros sin ser conscientes plenamente.
Por algo será que las empresas españolas tienen más beneficios que nunca en su historia. ¿Por qué será si estamos en crisis? Demos una vuelta de tuerca a nuestro pensamiento y entremos con decisión en los entresijos del régimen capitalista. Alguien nos está robando a manos llenas (y no nos referimos a los comparsas corruptos que salen en las portadas de la prensa). ¿Será el capitalismo? ¿Distribuirán las elites sus ganancias obtenidas mediante el esfuerzo ajeno y las prebendas regaladas por el erario público entre el pueblo llano? Si la respuesta es no, usted, quizá sin saberlo, es un anticapitalista de libro.
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