Es un niño solitario y serio; le gusta pensar y observa mucho. Parece feliz a su manera tranquila. Sobre todo cuando va descalzo. «En el pueblo siempre andábamos descalzos los niños y las mujeres. También los hombres, pero cuando se iban a trabajar se ponían las botas. Me gustaba mucho llegar a la aldea, quitarme […]
Es un niño solitario y serio; le gusta pensar y observa mucho. Parece feliz a su manera tranquila. Sobre todo cuando va descalzo. «En el pueblo siempre andábamos descalzos los niños y las mujeres. También los hombres, pero cuando se iban a trabajar se ponían las botas. Me gustaba mucho llegar a la aldea, quitarme los zapatos y meterme en el río, pisar el lodo y los rastrojos duros… Es lo que hacía todo el mundo, todos vivíamos así entonces. Pero esa pobreza, y peor incluso, existe todavía».
Se titulan Las pequeñas memorias, y cumplen la promesa por partida triple: son cortas (150 páginas), acaban cuando el autor es aún pequeño (tiene 14 o 15 años) y son muy poco literarias; como si Saramago hubiera arrinconado al escritor para narrar su infancia.
Ese niño contado parece curioso y espabilado, pero resulta difícil adivinarle un futuro brillante, y mucho menos de escritor. Parece destinado sin remedio a ser campesino u obrero. Quizá policía como su padre. «A los 14 años, no había dinero en casa y mi padre decidió que estudiara cerrajería mecánica. A mí me pareció bien y lo hice».
La vida transcurre a caballo entre Lisboa, donde emigra su familia cuando él sólo tiene año y medio, y Azinhaga, la aldea a orillas del Almonda, muy cerca del Tajo, a una hora al norte de la capital, en la que pasaría, una tras otra, todas sus vacaciones escolares.
El niño, llamado José de Sousa (en el libro se cuenta que Saramago se lo añadió por su cuenta un empleado borrachín del Registro: era sólo el apodo de la familia en la aldea), crece en un país campesino y analfabeto y, a su manera parca, incluso entretenido: las familias son muy numerosas, hay celos abundantes, caballos y perros, algunas rebeliones militares, y el régimen salazarista obliga a los escolares a vestir el uniforme de las Mocedades Portuguesas.
También hay mujeres y niñas, a las que Saramago se aficiona pronto, y, sobre todo, dos abuelos maternos fantásticos: Josefa y Jerónimo. «Tuve la enorme suerte de tener aquellos abuelos, pero mis nietos no han tenido la suerte de tener abuelos así. Cuando llegó mi turno, no había aprendido la lección. Suelo decir ‘yo no soy abuelo, sólo tengo nietos’. Y sé que soy un desagradecido porque sigo siendo el nieto de mis abuelos».
Pregunta. Sorprende la ausencia casi absoluta de literatura en el libro…
Respuesta. Imaginemos que no fuera premio Nobel, incluso que no fuera escritor, y que por un capricho a estas alturas de mi vida decido ponerme a recordar lo que fui de niño. Eso es el libro. En el fondo, he hecho lo que cualquiera puede hacer. Recordar, con más o menos precisión. En fin, soy escritor y me dieron el Nobel, pero aquel niño no sabía nada de eso y lo que he intentado es no mezclar una cosa con la otra.
P. Lo que sorprende es que haya podido volver a meterse en su piel de entonces.
R. He intentado ser lo más fiel posible a mi propia memoria, y aunque la memoria no es de fiar, esos recuerdos han estado conmigo toda mi vida. Claro que la interpretación de esos recuerdos es otra cosa. Quizá esté mediatizada. Por el Nobel y por todo lo demás.
P. Pero se nota ese esfuerzo de contención.
R. El propósito era ése. Aunque el editor (Caminho) dice que podía haberlo alargado hasta las 300 o 400 páginas, si hubiera hecho eso estaría haciendo literatura. Y sólo me interesaban los hechos. No son hechos secos, porque todo tiene una resonancia. Pero lo importante es que no hay ejercicio de estilo.
P. Queda la vida de ese niño, tan sencilla y dura a la vez, conforme con lo que hay.
R. Los hechos son esos. Hay que tener en cuenta que en los años veinte y treinta los pobres eran pobres y los ricos eran ricos y cada uno estaba en su sitio. No había interpenetración y la gente pobre aceptaba su situación. Las cosas habían sido así desde siempre. No diré que la gente se resignaba; simplemente, aceptaba ese hecho.
P. El retrato de su padre no es muy complaciente. No le dejaba ni ganarle a las chapas…
R. No tenía mala intención, la vida era así: el hombre de la casa tenía razón en todo, y los demás eran satélites. Todos nos queríamos mucho, aunque no fuéramos una familia feliz permanentemente. Mi padre vino de una aldea y se puso un uniforme de policía. Eso cambió las cosas. A mi madre el componente erótico del uniforme le producía unos celos terribles.
P. ¿No sería ese padre policía un detonante de su comunismo?
R. No creo. Cuando llegaba a casa se quedaba en calzoncillos. El uniforme no fue un trauma. Incluso debía sentir cierto orgullo de su autoridad. Llevaba la porra a un lado, la pistola a otro… Seguramente, eso me encantaba; puede incluso que presumiera.
P. Era un chico bastante solitario…
R. Ensimismado, triste. ¡Pero eso no es malo! Cuando veo a los padres preocupados porque los hijos están metidos en sí mismos, siempre les digo: «Dejadle en paz, está creciendo».
P. Muchos recuerdos denotan mucha capacidad de observación. ¿Cree que estaba ya ahí el escritor?
R. Era observador pero desde luego no escribía novelas a los seis años. Fui buen estudiante de primaria y muy bueno en primero del Liceo. Luego la cosa cambió y nunca fui muy aplicado, aunque no perdí ningún año. Después empecé a estudiar para cerrajero mecánico, pero en el programa había una asignatura de literatura y ahí empezó a despertarse el lector.
P. No hay espacio para la política en el libro.
R. En esa época no se hablaba de política. En casa, desde luego, no. Mi padre daba la opinión de los que mandaban. Y mi madre era analfabeta. No se discutía. Sólo se hablaba de la familia, del tiempo, de dónde estaban las zapatillas y de que la sopa tenía demasiada sal.
P. Las pequeñas memorias… También en cuanto a los primeros escarceos amorosos y sexuales…
R. ¿Nada extraordinario, verdad? Todos hemos vivido eso. El caso es contarlo o no contarlo. Era todo tan inocente que preferí contarlo en clave de humor. Si alguna de esas chicas está viva todavía, quizá se moleste… Pero, en fin, era pecado venial.
P. Los héroes del cuento son los abuelos.
R. Están idealizados, seguro, pero es natural. Ahora sólo hay padres (con suerte dos) y los abuelos sabrán dónde están, pero no se nota. Antes eran muy importantes. Así y todo, su destino lógico era el olvido. Si no hubiera escrito el libro, no habría quedado rigurosamente nada de ellos. Sólo un nombre en el registro. Me reconforta mucho haberlo hecho por eso, para que sigan teniendo de alguna forma una vida.
P. En el libro no se oye música, a pesar de que en Lisboa vivieron en Mouraría, un barrio fadista.
R. No teníamos radio, así que la banda sonora era la palabrería que se oía cuando cocinaban tres o cuatro mujeres a la vez y los niños estaban jugando y gritando.
P. ¿Qué queda de aquel niño?
R. De alguna forma sigo siendo un campesino. Parece disparatado decirlo pero sólo yo puedo saber lo que llevo de campesino dentro de mí. En gran parte sigo siendo ese niño. Mis raíces más auténticas son ésas. El pasado está lejos pero nunca me he podido separar de él. Lo que está entre la infancia, la adolescencia y lo que soy hoy no me marcó tanto. El carácter se forjó en aquel momento.
P. ¿Ha tratado de desmitificar el mito Saramago?
R. Es cierto que estoy un poco mitificado, aunque yo no he hecho nada para que eso pase. La idea no era ésa. Quizá quería decir «usted conoce a un hombre que es esto y aquello, pues ese hombre viene de aquello, de esa infancia tan poco extraordinaria». Todo apuntaba a que mi vida se quedaría allí. Pude ser cerrajero siempre y no ir mucho más lejos, pero por una cosa u otra… A los 17 años solté una frase estando con unos amigos que aparentemente no tenía ningún sentido: «Lo que tiene que ser mío, a mis manos llegará». Podía significar que no valía la pena esforzarse, pero me esforcé y…
P. ¿Dónde estuvo la clave?
R. El momento decisivo fue en 1975. Me había quemado mucho en la Revolución, me quedé sin trabajo y decidí intentar ver dónde podía llegar como escritor. Tenía algunos libros pero no una obra. Si hubiera muerto en 1975 quedaba poca cosa, con dos líneas en la Historia de la Literatura Portuguesa resolvían mi caso. En el 86 conocí a Pilar [del Río, su esposa y traductora al español] y ésa fue otra revolución en mi vida.
P. Y poco después fue a recoger el Nobel y habló de sus abuelos.
R. No todos tenemos un abuelo que cuando se iba a marchar a Lisboa para morirse pasó antes por su huerta para despedirse de sus árboles. Si olvidas algo como eso eres un idiota. Si no te alimentas de eso te estás perdiendo algo. Eran tan tiernos… Ponían los cerditos en la cama con ellos cuando estaban enfermos para que no se murieran. Tres o cuatro a la vez, debajo de la misma manta que ellos utilizaban. Con ese pasado, algo tenía que pasar.
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