Sigue el estado terrorista de Israel practicando el crimen y el despojo contra Palestina, el genocidio de un pueblo que sólo terminará cuando lo consuma o se lo impidamos. Y junto a la habitual y extrema brutalidad del Estado israelí, la complicidad acostumbrada, los Estados Unidos y esa pretendida «comunidad internacional», burlesco eufemismo en el […]
Sigue el estado terrorista de Israel practicando el crimen y el despojo contra Palestina, el genocidio de un pueblo que sólo terminará cuando lo consuma o se lo impidamos.
Y junto a la habitual y extrema brutalidad del Estado israelí, la complicidad acostumbrada, los Estados Unidos y esa pretendida «comunidad internacional», burlesco eufemismo en el que refugian su identidad unos cuantos estados delincuentes de Europa, junto a los secuaces miembros de la Liga Árabe. Tampoco falta a la cita la Organización de Naciones Unidas cuya inoperancia, si no fuera por el holocausto palestino, sólo sería insultante.
Por ello es habitual, cada vez que se reedita la infamia, encontrarte en los grandes medios a los principales actores ejecutando sus tradicionales papeles; a Obama sugiriendo a Israel que no se exceda, que no se extralimite, pero en el claro entendido de que Israel tiene derecho a defenderse y él derecho a armarla; a los cómplices del genocidio en Europa proponiendo a los asesinos que guarden la debida proporción en sus justificadas represalias, para que los muertos, las víctimas de la barbarie sionista no indignen ni ofendan de más, no escandalicen al prójimo con la exposición de sus miserias, y se apresuren a salir de portadas e informativos con la debida discreción, sin que la «actualidad» haga demasiado ruido; y a las Naciones Unidas las encontramos velando porque las bombas terroristas israelíes que asesinan en sus propias escuelas y edificios a sus propios empleados, no la dejen más en evidencia, como si todavía conservara el pudor y nosotros le guardáramos confianza.
Todos los días se suceden en los grandes medios, Obama, Kerry, Cameron, Merkel, Ban Ki-moon, uno detrás del otro, en un interminable despliegue de saliva y ambiguos carraspeos mientras en el parlamento de los perturbados homicidas se demanda matar a las madres palestinas responsables de «engendrar a las serpientes» y en la calle se festeja el cierre de las escuelas palestinas por la falta de niños.
Hay una voz, sin embargo, tan habitual como las citadas cada vez que la sangre salpica las portadas de los medios que, en esta oportunidad, ha desaparecido, no se ha dejado oír. Si acaso y, brevemente, días atrás, cuando el papa Francisco aprovechó el tradicional Ángelus para, en la plaza vaticana de San Pedro, aludir a la masacre israelí, así fuera apelando a un lenguaje tan escrupulosamente espiritual que casi ni dejaba ver los muertos: «Les exhorto a perseverar en la oración por las situaciones de tensión y de conflicto que persisten en diferentes partes del mundo, especialmente en Oriente Medio y Ukrania».
Y, días antes, junto a la citada exhortación, un llamado a la paz en la región, también desde San Pedro, y en el mismo místico lenguaje: «pido una tregua, paz y reconciliación de los corazones»; más un fugaz mensaje de solidaridad con el misionero argentino Jorge Hernández, párroco de Gaza, luego de que tres misiles disparados por Israel el 16 de julio destruyeran un edificio junto a la parroquia al que habían sido trasladados 30 niños discapacitados y un grupo de ancianos.
Eso ha sido todo para un papa demasiado entretenido en estos mismos días con temas más urgentes y de mayor calado. El papa Francisco, el más sencillo y humilde papa con que haya contado la Iglesia en muchos siglos, llegaba a la feliz conclusión de que la venerada virgen de Guadalupe no existe; el mismo papa que se afirmara como pobre y pusiera a valer el compromiso de la Iglesia con los más necesitados, también ponía término a una histórica discusión: en el infierno no hay fuego.
El papa Francisco, el mismo que se calzara en medio del clamor popular las sandalias de su mejor pretexto, ni siquiera puede alegar en su defensa que su reino no sea de este mundo. En junio, precisamente, pocos días antes de que se desencadenara el infierno de fuego que, por cierto, sí existe sobre Palestina, se reunía en el Vaticano con el presidente israelí Peres y el líder palestino Abbas animándoles a «derribar los muros de la enemistad» y «tener el valor de lograr la paz».
Ni siquiera el manifiesto desaire a tan hermosas palabras y mejores intenciones del agresor israelí ha servido como revulsivo para que el papa Francisco se mostrara algo más preciso y contundente. Con su elocuente silencio ha desperdiciado una inmejorable ocasión para haber puesto de manifiesto su renovador talante y haberse constituido en esa autoridad moral que apelara a la razón y al derecho y repudiara el genocidio que pretende Israel. El silencio del papa Francisco, con lo que está ocurriendo en Gaza, con lo que sigue pasando en ese jirón de Palestina, clama al cielo, al cielo de cualquier Dios.
Con el debido respeto, papa Francisco, métase las oraciones por el culo.
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