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Alianza País

Sin el hilo de Ariadna en el laberinto del fauno

Fuentes: Rebelión

Alianza País (AP), quizá el fenómeno político más denso, complejo y contradictorio que se haya producido en el sistema político ecuatoriano desde el retorno a la democracia en 1979, rebasa todo intento de clasificación, obliga a forzar las categorías de la política y la economía para intentar una mínima aproximación que lo describa y comprenda. […]

Alianza País (AP), quizá el fenómeno político más denso, complejo y contradictorio que se haya producido en el sistema político ecuatoriano desde el retorno a la democracia en 1979, rebasa todo intento de clasificación, obliga a forzar las categorías de la política y la economía para intentar una mínima aproximación que lo describa y comprenda. En AP se conjugan en una mixtura barroca y abigarrada las virtudes y los excesos de la política ecuatoriana. Empero, AP es un texto que tiene un contexto: aquel que nace del agotamiento de un sistema político que tuvo en el Consenso de Washington y en el neoliberalismo duro del FMI sus condiciones de posibilidad, hacia un sistema político que se aleja discursivamente de las prescripciones del neoliberalismo pero que procesa pragmáticamente las necesidades de la acumulación del capital en su momento de disputa geopolítica y posneoliberal.

Quizá el momento más importante en la historia de AP sea el periodo 2008-2009 cuando logró aprobar en un referéndum un texto Constitucional que disfrazaba un sistema político autoritario y bonapartista bajo una cobertura de derechos y garantías, bajo la premisa creada desde la administración colonial de que las leyes «se acatan pero no se cumplen».

La Asamblea Constituyente del año 2008 creará uno de los textos constitucionales más contradictorios que se conozcan. A medida que proponía derechos inéditos, como por ejemplo la ciudadanía universal o los derechos de la naturaleza, cerraba más el sistema político hacia un sistema presidencialista cuyo único referente histórico sea la Constitución de 1869 del ex Presidente Gabriel García Moreno, una Constitución que habría de ser conocida como la «Carta Negra». Empero, barroca como es la cultura política del Ecuador, el debate se concentró en la forma y no en el contenido. Años después de aprobado este texto Constitucional y cuando emerge de manera clara la tesitura del poder, la sociedad ecuatoriana y el sistema político, habrán comprendido la premonición de Goya: los sueños de la razón producen monstruos.

Ahora bien, la energía política que generó el proceso de la Asamblea Constituyente del año 2008, le sirvió a Alianza País para proyectarse con fuerza en el sistema político y convertirse en fuerza hegemónica. Alianza País pudo absorber esa energía política porque estableció una solución de continuidad entre el deseo de cambio social que demandaba la sociedad ecuatoriana y su propio proyecto político. De esta forma, AP hizo hasta lo imposible para que cualquier transformación social se sitúe por fuera de sus prescripciones. Si el Ecuador quería modificar su sistema político no había otra opción, en esa coyuntura, que hacerlo desde Alianza País.

Fue esa capacidad de utilizar la energía política creada en esa coyuntura lo que le permitió capturar la Asamblea Nacional (antes Congreso Nacional) y ponerla en su órbita gravitatoria, y le sirvió también para sujetar a toda la institucionalidad del Estado y ponerla a girar en torno suyo. Se trataba de un fenómeno relativamente inédito porque siempre habían parcelas de poder que tenían la pretensión de ser irremisibles al poder de turno.

En efecto, el sistema político ecuatoriano siempre había reservado ciertos espacios para asegurarse un margen de maniobra. Ya sea el Congreso, el sistema de justicia, el Banco Central, las autoridades de control y supervisión, la Fiscalía General del Estado, en fin, cualquiera de las instituciones públicas rompía amarras con el poder de turno y permitía un juego de poderes y contrapoderes necesarios para legitimar el sistema de dominación política. Para Alianza País, en cambio, todo lo sólido se desvanecía en el aire. Su propuesta de «revolución ciudadana» no dejó un solo resquicio institucional que no haya sido alterado, cambiado, intervenido y redefinido desde su propia dinámica, desde sus propios argumentos, desde su lógica. Alianza País, con la energía política generada en el proceso de la Asamblea Constituyente, se dedicó a capturar todos los espacios posibles del sistema político, porque sabía que ésa era la condición de posibilidad de su propio poder.

Ante una avalancha de esa magnitud muchos optaron por cambiar hacia donde giraba el viento. Caciques locales, caudillos regionales, políticos de toda la vida, comprendieron que la energía política de Alianza País era indetenible y no dudaron un segundo en adscribir al nuevo credo. Muchos de ellos, con la fe de los recién conversos, se convirtieron en los más fanáticos de un proyecto político del cual no sabían a ciencia cierta de qué se trataba su ideología, ni cuál era su programa, y tampoco tenían claro los contornos de su praxis, pero sabían que era un movimiento con una voluntad de poder incuestionable y, lo más importante, garantizaba su ejercicio e impunidad. Otros, más simples, con la fe del carbonero creían en la propaganda gubernamental y la defendían contra todos los pronósticos.

Así, muchos políticos que fueron denostados por AP por ser parte de lo que ellos despectivamente denominaron la «partidocracia» pasaron de defender los colores de los partidos tradicionales al color oficial de la «revolución ciudadana». El sistema político ecuatoriano se volvió de un solo color que no admitía ni siquiera matices.

Pero no solo el sistema político se tiñó de verde limón (el color de AP), sino que la institucionalidad pública también giró en torno de Alianza País. En todas las instituciones no se conjugaba otra prosa ni otra praxis que no sea aquella que provenía del partido de gobierno.

Una situación sui géneris en el Ecuador desde el retorno de la democracia en 1979. Ningún partido político, ni siquiera el Partido Social Cristiano, PSC, en sus mejores momentos y con todo el poder económico de las oligarquías de la costa ecuatoriana, tuvo tanto poder político. Mientras Alianza País acumulaba poder, la oposición política lo perdía en la misma proporción. La oposición, sobre todo en los primeros años de la «revolución ciudadana», aparecía como la voz que clamaba en el desierto. Sus ecos no alteraban al sistema político. Sus reclamos no cambiaban la correlación de fuerzas.

En un gesto de concesión y estrategia, de cálculo y oportunidad, Alianza País creó su propia némesis de la oposición política en el Partido Sociedad Patriótica (PSP), su verdadero alter ego. Los demás, para Alianza País, no existían.

La Asamblea Nacional, como se denominó al legislativo luego de las reformas Constitucionales de 2008, y controlada totalmente por el bloque de gobierno, no permitía atisbos de disidencia ni resquicios de criticidad. Aquellos que optaban por un mínimo de rebeldía sabían que Alianza País les tenía reservado el ostracismo político. Todos ellos sabían que su permanencia en su fugaz espacio de poder no era suyo, le pertenecía a Alianza País y a su principal líder, Rafael Correa.

Por eso ninguno de ellos arriesgó jamás un criterio propio, porque sabían que al hacerlo se jugaban al vacío, y es sabido que en una cultura barroca como la ecuatoriana los políticos tienen horror al vacío. La Asamblea Nacional actuaba con la precisión de un reloj suizo en la agenda y en el cronómetro del poder ejecutivo. Nada salía del control del Ejecutivo. El poder legislativo se convirtió en una caricatura de sí mismo. Renunció a sus potestades de fiscalizar, de legislar, de preguntar, de debatir, de cuestionar, de pensar, de proponer. Durante todo el periodo que duró AP, el legislativo jamás fiscalizó a ningún funcionario público sin la venia del poder. Un control panóptico y disciplinario acotaba sus posibilidades y, al mismo tiempo, le otorgaba sus condiciones. Las leyes que producía eran recurrencias de un eco y de una voz que no le pertenecía. Cuando la Asamblea Nacional cedía a las apariencias y se confundía de pronósticos, el ejecutivo le recordaba pronto el sitio exacto del poder real.

Los vetos presidenciales que cambiaron de forma total las leyes aprobadas por la Asamblea Nacional, tenían por objetivo demostrar dónde radicaban sus límites. La Asamblea Nacional estaba atada por sus propios miedos. Se había convertido en un rehén que aún no sabía que había desarrollado el síndrome de Estocolmo. Se inventó disculpas. Se convenció a sí misma que oía voces que en su vigilia le atormentaban con el recuerdo de un pasado político que nunca existió para ella. Se anuló a sí misma porque era la única posibilidad para garantizar el ejercicio de un poder del cual ella era solamente el decorado y el simulacro de la democracia.

Pero no solo la Asamblea Nacional, controlada por Alianza País y sus aliados, se convirtió en el engranaje de esa voluntad de poder, sino también instituciones claves como la Corte Constitucional, la Procuraduría del Estado, la Fiscalía General de la Nación, la Contraloría del Estado, las Fuerzas Armadas, las Cortes de Justicia, la Defensoría del Pueblo, la función electoral, las entidades de control y supervisión, el Banco Central, en fin, toda la institucionalidad fue puesta en órbita geocéntrica alrededor de Alianza País y su principal líder.

La Corte Constitucional tenía que hacer mutis por el foro y asumir el principio de realidad del poder, tenía que comprender que el derecho y su interpretación son una prerrogativa del poder. La Corte Constitucional hizo de la vista gorda de leyes, decretos, normas y sanciones que contradecían de manera flagrante al nuevo texto Constitucional. Pasó por legítimas y por constitucionales una serie de leyes que tenían todos los causales posibles para ser declarada como inconstitucionales. Desvió su mirada jurídica de una constelación de Decretos Ejecutivos que contradecían no solo la Constitución sino las Convenciones internacionales de derechos humanos, derechos sociales, derechos laborales, derechos colectivos. Guardó un ominoso silencio cuando la recién aprobada Constitución fue utilizada como recurso de legitimidad política y violentada en su matriz fundamental.

La Corte Constitucional olvidó cualquier referencia al derecho porque ella tenía un pecado de origen: era espúrea e ilegítima. Su reconocimiento y legitimidad no estaban en la ley sino en el poder de Alianza País. La Corte Constitucional le debía al partido de gobierno su propia vida jurídica. Favor con favor se paga. La Corte Constitucional puso entre paréntesis aquella Constitución que suscitó tantas loas y adscripciones de tirios y troyanos, y que había sido declarada como la Carta Constitucional más avanzada en materia de derechos.

La Corte Constitucional de AP sabía que en la tradición jurídica del Ecuador se acata pero no se cumple. Su brújula siempre miró al Palacio de Gobierno en donde estaba la mirada panóptica del poder que todo lo ve, todo lo conoce, todo lo sanciona, todo lo advierte. Paralizada por la mirada de la Hidra, la Corte Constitucional ecuatoriana se dedicó a la prosaica tarea de hacer negocios. Las denuncias de ventas de sentencias la deslegitimaron y la convirtieron en un rehén de sus propios excesos. La Corte Constitucional de AP sabía que si las circunstancias políticas cambiaban, su destino era incierto y tenía demasiadas deudas con la justicia, por ello se aferraron con desesperación al momento político de AP, en ello se les iba la vida. Si la Corte Constitucional del Ecuador, durante la era de Alianza País, representó el grado cero de honestidad política y honradez jurídica, la Fiscalía General del Estado, al menos durante los primeros años de AP, se llevó el premio mayor de la connivencia con el absurdo y la corrupción.

Rebasando los límites de la lumpenpolítica, la Fiscalía General del Estado fue objeto de un fallido proceso de fiscalización en el primer trimestre del año 2010, por parte de los mismos miembros de Alianza País. Conforme avanzaba el juicio político al Fiscal General del Estado de ese entonces, y se acumulaban las pruebas en su contra, varios de los asambleístas del propio partido de gobierno (AP) no podían creer los límites que habían sido rebasados por la Fiscalía General del Estado en un claro ejercicio de lumpenpolítica.

La Fiscalía General del Estado, en la era de Alianza País, representó en ese entonces el grado cero de la ética y la moral, y la constancia de que la lumpenpolítica del neoliberalismo había sido ampliamente rebasada por Alianza País. El régimen de AP, al proteger la corrupción y la lumpenpolítica de la Fiscalía General del Estado, se encubría a sí mismo. Sabía que su propia impunidad dependía de la impunidad de la Fiscalía General. Impunidad con impunidad se paga.

Aquello que podía haberse convertido en una apelación al proyecto original con el cual Alianza País se presentó al Ecuador, es decir, como una opción política orientada a moralizar al sistema político y a eliminar la corrupción, se convirtió en un juego de sombras en el espejo durante el fallido juicio al Fiscal General del Estado y demostró que también la moral es otra prerrogativa del poder.

Los asambleístas de Alianza País que intentaron el juicio político al Fiscal General del Estado fueron desautorizados por el poder ejecutivo y su intento de fiscalización quedó flotando como si fuese la mentira de un sombra fugaz. La Fiscalía General del Estado volvió por sus fueros y reclamó venganza. Alianza País la recubrió de un manto de olvido. La protegió y le prometió un tiempo propicio para su némesis. Alianza País demostró que la ética, como la justicia o la verdad, son también otra dávida del poder.

El poder judicial fue también otra de las instituciones que se convirtieron en piedra con la mirada de la Medusa. Mientras el país clamaba por justicia, sobre todo luego de la crisis financiera-monetaria de 1999-2000, y acusaba al sistema de justicia de connivencia con los banqueros corruptos, Alianza País puso a cero el contador de la Justicia en el Ecuador y la dejó ahí, congelada en ese intersticio entre la realidad y el poder. Nombró a una nueva Corte de Justicia y, posteriormente, realizó una consulta popular para nombrar un nuevo Consejo de la Judicatura, desde ahí nombró como jueces de la república aquellos que habían dado pruebas de incondicionalidad con su poder. Nunca como en el periodo de AP la justicia fue ciega a su propio deber-ser.

Así, mientras la prensa daba cuenta de los enormes perjuicios que estaba provocando la corrupción, la Justicia seguía en su posición de estatua de sal. El saqueo a los recursos naturales y los recursos públicos no conmovió a los jueces ecuatorianos. Los inmorales contratos públicos, en muchos de los cuales estaban involucrados familiares de la élite gobernante, quizá se producían en un lenguaje extraño y arcano que los jueces ecuatorianos jamás entendieron y, quizá por ello, nunca procedieron. Ellos también sabían que debían su pervivencia a la voluntad del partido de gobierno. Ellos sabían que el costo político de la contradicción era el ostracismo y el vacío. Nunca contradijeron al poder de Alianza País, incluso en los momentos más dramáticos y cuando era imprescindible su voz, guardaron un mutismo bastante parecido a la connivencia.

Todas las demás instituciones públicas comprendieron rápidamente en donde radicaba la verdad del momento. Todas ellas, disciplinadas y obedientes, cautas y recelosas, adscribieron las normas de un orden que en ese momento les parecía un sino de la historia. La Contraloría del Estado sufrió un intenso proceso de amnesia y se olvidó de controlar los contratos de familiares y amigos del gobierno, nunca dijo nada cuando se demostraban los atracos a los fondos públicos, el Banco Central, de su parte, y cuando la economía estaba en sus momentos más dramáticos, se convirtió en un cascarón vacío hasta de intenciones.

Empero, en el proyecto político de Alianza País, habían cometas errantes y estrellas fugaces que no entendían de las razones de Estado para girar en órbitas concéntricas y disciplinadas alrededor del poder ejecutivo y de su máximo líder. Al no poder disciplinarlas se optó por criminalizarlas, es decir, declararlas ilegales, terroristas, y saboteadoras.

Aquellas organizaciones sociales que no adscribían ni suscribían las bondades del régimen no tenían otra opción que la disciplina y el orden por el expediente de la violencia pura y simple. Dayuma, el pequeño poblado amazónico que en el año 2007, en los primeros meses de gobierno de AP, sufrió la intervención del ejército y una represión nunca vista, empezó un camino de heurística del miedo para aquellos que duden o contradigan la verdad oficial. Para aquellos que no crean en la parusía de la «revolución ciudadana» la violencia de Dayuma se convertía en heurística del miedo. En esa heurística del miedo, el garrote y la zanahoria tenían dosis precisas: la Fiscalía y los jueces que nunca dijeron nada cuando los recursos naturales y los fondos públicos fueron saqueados por Alianza País, estuvieron prontos y dispuestos para demostrar el peso de la ley y el orden a los ciudadanos y a las organizaciones que defendían sus legítimos derechos en contra del saqueo y la violencia del Estado.

Desde que Alianza País empezó su gobierno, se multiplicaron las persecuciones a líderes de organizaciones sociales. Muchos de ellos fueron acusados de terrorismo y sabotaje por el solo hecho de haber ejercido su derecho Constitucional a la rebeldía y defender sus derechos humanos y colectivos. Quizá el caso más paradigmático por el juego semiótico y simbólico que provoca, y que se convierte en una especie del signo de los tiempos de Alianza País, sea la decisión del Juez Primero de Garantías Penales de la provincia amazónica de Morona Santiago quien, a fines del 2010, instruyó cargos penales en contra de José Acacho, en ese entonces Presidente de la Federación Shuar del Ecuador (FISCH), y que también se hizo extensiva a otros 10 indígenas shuar bajo la misma acusación de sabotaje y terrorismo. Este juez obedecía a la presión del gobierno de Alianza País de criminalizar a las organizaciones indígenas que se habían movilizado en defensa de los recursos naturales y la biodiversidad y en contra de la Ley de Aguas del gobierno. El nombre de este Juez Primero de Garantías Penales de Morona, era Hitler Beltrán y, relacionado, como no podía ser de otra manera, con Alianza País. Quizá otro ejemplo de lo contradictoria y paradójica de la política durante AP sea la condena por terrorismo al líder social Carlos Pérez, por el hecho de defender el agua y la vida, amenazados por las concesiones mineras, justamente en los mismos días en los que AP decidió otorgar el asilo político a Julian Assange.

Ahora bien, es cierto que Alianza País pudo confiscar la energía social que emergió durante el proceso de la Asamblea Constituyente cuanto de su refrendación electoral. Pero esta energía tenía que mantenerse de manera constante para que actúe como fuerza gravitatoria. En el caso de que esta energía se disipe, las fuerzas centrípetas podrían colapsar a Alianza País. ¿Cómo generar esa energía política? ¿Cómo mantenerla? ¿De qué forma utilizarla para que sirva como heurística de poder? ¿Cómo convertirla en mecanismo panóptico de control, vigilancia y sometimiento? ¿Cómo evitar que se difumine, que se pierda, que no se evapore?

Alianza País lo pudo hacer gracias a que descubrió la técnica de la política como arte de la manipulación permanente. Maquiavelos criollos que confiaron en las perversas bondades de la sociedad del espectáculo, sabían que la política en el capitalismo tardío tiene más de reality show que de convicciones ideológicas. Al armar la tramoya y el escenario se dieron cuenta que el maquillaje importa más que el rostro que imposta. Y fue eso lo que hicieron. Sobre esa energía política y esa genuina necesidad de cambios y rupturas que la sociedad pedía, impusieron la lógica del clown y la fanfarria del espectáculo. Quizá nunca hayan leído a Guy Debord, pero lo intuyeron. Sabían que en la sociedad del espectáculo la mentira es otro momento de la verdad. Y construyeron esa verdad con una parafernalia mediática sin precedentes. Sabían que una mentira dicha por largo tiempo puede convertirse en condición de posibilidad de toda verdad. Al mismo tiempo, concentraron la fuerza semiótica del reality y del show en la figura presidencial que copó todo el espacio y todo el imaginario social. Ante una estrategia de esa naturaleza resultaba obvio que la figura presidencial cuente con un buen currículo de popularidad. Cuando la política se asume como espectáculo la lógica del clown se convierte en razón de Estado.

Nunca antes la semiótica de los signos se convirtió en un verdadero campo de batalla como en los tiempos de AP. Cada día AP bombardeaba la conciencia social con decenas de mensajes del gobierno. Las pantallas de la televisión, las estaciones de radio, los medios impresos, se convirtieron, de grado o por fuerza, en las cajas de resonancia del espectáculo que AP estaba creando. Eran miles de mensajes que se instilaban en la conciencia social y que producían un verdadero lavado de cerebro en el que la lógica simple y maniquea del gobierno bueno que lucha contra la oposición corrupta (la partidocracia) se posicionaban con la fuerza del simulacro y la manipulación. No solo eso, sino que cada fin de semana el líder principal de AP y jefe del gobierno, aplicaba y replicaba puntillosamente la lógica del clown como razón de Estado.

Es sobre este espacio mediático de la popularidad del Presidente que Alianza País situó las condiciones de posibilidad de su poder político. Los índices de popularidad se convirtieron en la parodia de esa energía política que actuaba como fuerza gravitacional para todo el proyecto político de Alianza País. Se trataba de una apuesta arriesgada que conllevaba a una especie de culto a la personalidad, pero habida cuenta de las circunstancias y amén del hecho de que realmente funcionaba, Alianza País encontró el dispositivo exacto a la medida de su ambición de poder. Los índices de popularidad del Presidente nunca bajaban y si lo hacían estaban dentro del canon previsto. Esa popularidad hacía que todo el sistema político y toda la institucionalidad se galvanice.

La oposición no podía asumirla sin tener que denunciar los mecanismos de la dominación política, algo que por definición no lo haría jamás. Las organizaciones sociales también fueron desarmadas ante la contundencia de los indicadores de popularidad del Presidente pensando en que los espejismos del poder pueden tener la consistencia de lo real. Los índices de popularidad actuaban como la mirada de la Medusa: convertían en estatuas de piedra a todos los que creían en sus datos. Petrificaban la política en el juego de sus propias simulaciones. La sociedad toda entera se rendía a un hecho fantasmático pero no por eso menos real.

Nunca antes presidente alguno había situado las condiciones de su gobernabilidad en un albur como aquel de la popularidad, pero Alianza País sabía que no se trataba, como gustaron decir, de una época de cambios sino de un cambio de época, y ellos eran la época. Sabían que en una sociedad disciplinada y sometida al control semiótico de los medios, cualquier cosa que se diga en una pantalla de televisión puede tener visos de verdad, a fin de cuentas el espectáculo no es sino otro momento de la acumulación de capital como lo demostró Guy Debord, y la acumulación de capital es condición de verdad de todo el sistema de poder. De ahí la atención desmesurada a la estrategia semiótica y la maquinaria propagandística ante la cual la sociedad entera estaba desarmada. Nada ni nadie podía acotar, discutir, cuestionar, debatir la verdad prosaica de los índices de popularidad del Presidente. Construidos de manera precisa y con las metodologías más variopintas y extravagantes, la popularidad de líder máximo de Alianza País era un hecho inobjetable.

De esta forma, se transformaba en profecía autocumplida. La sociedad y todas sus instituciones empezaban a girar alrededor de Alianza País y éste, a su vez, alrededor de la figura de su líder máximo. La enorme popularidad del Presidente actuaba como fuerza gravitatoria y la oposición era parte del decorado. En esta dinámica solo el espejo se convertía en el interlocutor validado. El diálogo silente del espejo y su sombra demostraban que la soledad del poder era más que una metáfora. Alianza País estaba construyendo el vacío alrededor de sí mismo y no quería darse cuenta de ello. Pensaba que el mundo de sombras que le rodeaba era más que suficiente para la aclamación y la adulación como condiciones que asumía el debate político permitido. Mas, el abismo repele y atrae y Alianza País jugaba con el abismo de la soledad del poder. Alianza País estaba en permanente fuga hacia delante y cada paso que daba resquebrajaba el espejo del poder. Los llevaba hacia el abismo pero nunca hicieron caso de la realidad porque pensaron que ésta también formaba parte de sus estrategias de poder.

El 30 de septiembre de 2010, se produjo la insubordinación policial que rasgó el espejo del poder. Lo trizó y devolvió el principio de realidad a la política. Demostró la soledad del poder en forma trágica y también patética. Develó el simulacro de ese espejo. Evidenció de forma conmovedora y dramática, sobre todo cuando los muertos empezaron a tener nombres específicos e historias concretas, que los simulacros pueden mimetizarse con la realidad pero no suplantarla.

En la coyuntura del 30 de septiembre demostraron su incongruencia los índices de popularidad. Los situaron en una perspectiva de violencia y manipulación porque en realidad eran eso: violencia y manipulación. En esos momentos de soledad y angustia, Alianza País habría querido tener algún poder taumatúrgico para convertir esos índices de popularidad del Presidente en movilización social que lo rescate y lo libere. Pero nadie acudió al llamado, salvo el ejército. La violencia del 30 de septiembre fue sacrificial en el sentido que Alianza País se había convertido en la víctima propiciatoria de su propio invento.

Desde esa fecha Alianza País pasó a la defensiva. Se desnudó de los simulacros y empezó un ejercicio de poder autoritario. La «revolución ciudadana» perdió todo su encanto y se convirtió en apenas un eslogan publicitario de un régimen desesperado por sus propios excesos. Un año después, en las elecciones del referéndum del 2011, Alianza País tuvo que pedir prestados los votos de la derecha más recalcitrante para ganar con las justas. Para armar las elecciones de 2013, Alianza País tenía todas las intenciones de ir sola en la papeleta electoral o, en el mejor de los casos, ir acompañada de su alter ego, Sociedad Patriótica. Por ello armó la burda tramoya de la falsificación de firmas para la inscripción de los partidos políticos. Quizá por ello, el 30 de septiembre, con toda su violencia, permitió, finalmente, encontrar el hilo de Ariadna en el laberinto del fauno.

 

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.