Una breve aproximación a un ensayo, de título no exagerado, que merece lectura, estudio y reconocimiento (y difusión entre amigos).
Esta extensa obra, tardíamente traducida al castellano, resultado de muchos años de trabajo e investigación, muy crítica pero también muy ecuánime, se abre con una cita de Thomas Paine (Sentido común, 1776). Es esta: “La larga costumbre de no pensar mal de algo le otorga una apariencia superficial de corrección, y en el primer momento levanta un clamor en defensa de la costumbre”. No hemos pensando mal sobre algo que merecía una mirada crítica, documentada y, desde luego, nada bondadosa.
Lo malo (éticamente) de la ciencia actual, apuntó un clásico de la filosofía y la epistemología española, Manuel Sacristán, es que es demasiado buena (epistemológicamente). Lo peor de la tecnociencia contemporánea (sin atisbos de tecnofobia), podríamos añadir, es la falta de principios morales básicos que, en algunos momentos y por parte de algunos de sus máximos exponentes, puede alcanzar. Ignominia, abyección, antihumanismo, racismo, clasismo, son términos adecuados. No son muletillas cómidas. Todo vale si el objetivo es alcanzar una posición de poder, unilateralidad y hegemonía en la geopolítica atómica internacional.
El asunto: una investigación excepcional sobre el impacto de la experimentación radiactiva ilegal llevada a cabo por el proyecto Manhattan en civiles estadounidenses, civiles especialmente desfavorecidos (por clase, por raza o por enfermedades). Los orígenes: durante el proyecto Manhattan la función de esos médicos consistió en proteger la salud y la seguridad de los trabajadores en un momento en el que se sabía muy poco de los efectos que provocaba la radiación en personas sanas. Al temer que brotara una epidemia de cáncer entre los colaboradores del proyecto, siguieron un curso acelerado con el objetivo de aprender todo lo que les fuera posible sobre los efectos de la radiación a nivel externo o interno, a través de la ingestión o la inhalación de materiales radiactivos. Las bombas lanzadas sobre la población de Hiroshima y Nagasaki no hicieron más que intensificar la urgencia de la investigación: ¿qué efectos producía la radiación en los genes humanos, en los órganos reproductivos y en los fetos?
Algunos ejemplos de esos miles de experimentos de radiación con humanos (cuyas enormes dimensiones solo saltaron a la vista en 1994, cuando el Tribunal de Cuentas norteamericano informó de que “cientos de miles de estadounidenses habían sido utilizados en experimentos militares relacionados con la radiación, agentes vesicantes y nerviosos, agentes biológicos y LSD entre 1940 y 1974” (p. 297)), muchos de ellos poco o nada éticos y sin beneficios terapéuticos, “que fueron financiados por la CEA (Comisión de Energía Atómica) durante las tres décadas de la Guerra Fría” (p. 272), una comisión generosamente financiada (¡175 millones de dólares de 1947 nada menos!). Como dichos experimentos requerían diminutas cantidades de sustancias radiactivas, a menudo se les llamaba “estudios con trazadores”:
1. En una escuela de Massachusets, añadieron isótopos radiactivos en los desayunos de 73 niños descapacitados.
2. En una clínica prenatal de Tennnessee, 829 mujeres embarazadas recibieron “cócteles de vitamina”. Helen Hutchison fue una de esas mujeres que fueron tratadas en la clínica prenatal entre septiembre de 1945 y mayo de 1947, una de las personas que bebieron esos extraños cócteles. Les dijeron que esas bebidas “contenían sustancias nutritivas que las beneficiarían a ellas y a sus bebés. Pero nada más lejos de la realidad. Las bebidas contenían distintas dosis de hierro radiactivo” (p. 309). En cuestión de apenas una hora, la sustancia cruzaba la placenta y empezaba a circular por la sangre de sus bebés en estado de gestación.
Los experimentos de radiación en soldados empezaron en 1951, cuando comenzaron las pruebas sobre el terreno en Nevada, y continuaron hasta 1962, año en el que se interrumpieron. Once años aproximadamente.
La perspectiva de clase-racista queda recogida en estas observación de la autora: “Mujeres, niños, fetos, minorías, personas con discapacidad intelectual, esquizofrénicos, prisioneros, alcohólicos y pobres de todas las edades y grupos étnicos se convirtieron en grupos de interés. Varios médicos contaron al Comité Asesor que a menudo se elegía a pacientes pobres porque se les podía intimar fácilmente, no hacían preguntas y pertenecían a una clase social distinta” (p. 301, la cursiva es mía). En palabras de uno de los médicos participantes: “También debo decir que estoy avergonzado por el hecho de que las personas de las clases sociales más humildes vieron sus derechos pisoteados con más frecuencia que los ricos… La mayor parte de estos experimentos clínicos se realizaban en niños cuyos padres no sabían formular las preguntas pertinentes. Pacientes de las salas de beneficencia, les llamábamos pacientes de sala” (p. 302).
De hecho, “muchos de los médicos del Proyecto Manhattan que colaboraron en la administración de las inyecciones de plutonio se hacían pasar por asesores o participantes en los estudios realizados durante la postguerra”. No sólo eso: “Aunque desempeñaron un papel fundamental en los experimentos solo tuvieron una participación secundaria en el proyecto de la bomba. Se codeaban con figuras legendarias como J. Robert Oppenheimer y Enrico Fermi. Aunque también ellos eran agentes que operaban a la sombra de la historia” (p. 24). Recordemos que la esposa de Oppenheimer, y su hermano Frank, se afiliaron al Partido Comunista de EEUU., y que las actividades políticas del gran físico y filósofo fueron vistas con profundo recelo por los agentes del servicio secreto del Proyecto Manhattan.
La autora lo cuenta así: “Parte de la investigación con radioisótopos llevada a cabo por científicos civiles contribuyó a una mayor comprensión del funcionamiento del cuerpo humano y al desarrollo de nuevas herramientas de diagnóstico para detectar el cáncer y otras enfermedades. Pero muchos estudios eran repetitivos, estaban mal planificados, y a menudo los sujetos no sabían lo que estaban tomando. Al igual que el experimento con plutonio, cuyo diseño era defectuoso e indujo a conclusiones erróneas, no solo era un tipo de ciencia inmoral, sino que también era de dudosa calidad.” (p. 26).
Un apunte sobre la autora: Eileen Welsome es Premio Pulitzer de periodismo. Para rastrear la historia que ha estado ocultada durante más de 50 años, estudió cientos de documentos desclasificados (recientemente en aquellos años) y realizó numerosas entrevistas de primera mano. En las páginas 747-768 pueden consultarse sus obras de referencia, las publicaciones e informes gubernamentales analizados, los artículos científicos, las declaraciones, los manuscritos y memorias no publicadas, las transcripciones de historia oral e incluso cintas de video.
La estructura del libro, prólogo (de obligada lectura) y cuatro partes: 1. La “sustancia. 2. Utopía atómica. 3. El campo de pruebas. 4. El Toque Buchenwald. 5. La cuenta. También epílogo, agradecimientos, notas, etc.
No les debería tirar para atrás el número de páginas. Se lee bien y hay ganancias políticas, históricas, morales, filosóficas, científica, en este descenso a los infiernos y a la impiedad política clasista y racista.
El director de la colección (Ocultura) de Luciérnaga donde ha sido editado, Javier Sierra, señala en la contraportada: “De todos los secretos de Estado que he tenido la ocasión de estudiar, ninguno me ha causado el estupor y la indignación que el que documenta aquí Eileen Welsome. Es un libro tremendo. Debe leerse”. No exagera y tiene razón. El capítulo 28, tercera parte del ensayo, “Ciudadanos voluntarios” pone los pelos de punta. Un ejemplo: “Querido presidente Eiseinhower: Espero que no crea que estoy loco. Pero me ofrezco como “conejillo de Indias” para una explosión de bomba atómica… P.D.: Tengo trece años de edad. Gary, Carlsvad, N. M., 8 de junio de 1953”(p. 376).
¿Posibles críticas? Tal vez un excesivo deslumbramiento en algunos momentos ante la administración Clinton (el original es de 1999) y algún comentario innecesario sobre Leo Szilard (para el general Groves, “uno de los peores delincuentes”).
En síntesis: una obra de referencia que conviene leer, discutir, difundir y releer. Apta para seminarios de historia de la ciencia y de filosofía política sobre la tecnociencia, la realmente existente.
Fuente: El Viejo Topo, marzo de 2020