Cuando Maradona fue fichado en el año 94 por el Sevilla, yo era un chaval –un pibe para los argentinos- de un barrio obrero de Alcorcón, ciudad dormitorio de la periferia de Madrid, que coleccionaba su último álbum de cromos futbolero.
¿Adivinan cuál era el cromo más cotizado? Cada vez que abríamos un sobre, deseábamos que apareciera la imagen de Maradona. Eran pocos los afortunados. Mientras algunos de mis colegas presumían del 10 argentino vestido de blanco, yo tenía casi completada la colección y la casilla de Maradona seguía vacía. Una tarde, al salir del colegio, compré dos sobres. Abrí el primero y allí estaba Maradona, mirando al horizonte de la cancha con la pelota a sus pies. Abrí el segundo, e increíblemente ahí estaba de nuevo el astro argentino que nos hacía soñar en la cancha y que yo gastara mis escasas pesetas en cromos de papel.
En el mercado clandestino del cromo del barrio, con esa pieza, conseguí completar mi álbum, cambiando la cotizada estampa por al menos 30. Está bien, no era lo correcto. Y menos para alguien que en un futuro se asumiría comunista. Nadie dijo que la vida en los barrios populares fuera justa, siendo precisamente expresión de la injusticia. ¿Qué culpa teníamos esos jóvenes si la industria del cromo, como la del fútbol, se lucraba cotizando la imagen del Dios argentino? La vida del Diego fue una expresión multiplicada y grotesca de todas esas injusticias y todas esas contradicciones.
Porque Diego no nació en un barrio obrero de la periferia del “primer mundo” sino en Villa Fiorito, un barrio humilde de Lanús, en la periferia bonaerense de un país dependiente, subdesarrollado, saqueado, empobrecido.
A Diego no le apareció el cromo de Maradona en un sobre de papel. Él fue Maradona. Y lo fue desde la inmadurez de su adolescencia. A la edad que algunos coleccionábamos cromos, él debutó en primera división. Logró lo que todos soñaban y él hacía como nadie: hacer magia con la pelota. Con algo tan simple y a la vez tan imposible se convirtió en el ídolo de oro, Dios entronizado, estatua viviente de un templo pagano, piedra preciosa de un juego devenido en negocio, espectáculo, publicidad y farándula.
Con el Diego se va una época. Ni siquiera el fútbol es ya lo que era. Maradona en la cancha representa todo aquello que el fútbol-mercancía difumina en su proceso de búsqueda de eficiencia y resultados. Eso que convierte a las actuales canchas profesionales en que lo que Eduardo Galeano denominó “la tecnocracia del fútbol”. El fútbol de Maradona era justo lo contrario, eso que hoy sigue viéndose en los barrios donde el Diego creció: el fútbol como placer y disfrute, el fútbol como belleza.
Maradona no solo jugaba al fútbol, hacía poesía con los pies. Con sus pies hacía que incluso a quienes no les gusta el fútbol lo amasen. Puso con la pelota nuevos matices a la palabra belleza. Pero el mercado hizo de la virtud debilidad condensando su decadencia en la figura del 10. Lo que el capital hizo con el fútbol es un reflejo perverso y caricaturizado de lo que hace con todo lo que toca. Y a Maradona le tocó hasta los huesos. Vaya si le tocó. El exfutbolista y entrenador argentino Ángel Cappa resume como nadie en una frase la tragedia del éxito de su amigo: “Diego fue tan grande que ni él lo pudo soportar”.
Maradona tuvo, muchos quieren recordarlo hoy así en las redes, conductas detestables, machistas, violentas, patriarcales. ¿Acaso las ignoramos quienes hoy le lloramos? ¿Acaso no sufrimos en vida a Maradona quienes le quisimos?
Diego es la representación contradictoria de la condición humana. En él se agolpan todos los excesos, muchas miserias y tantas verdades. Quedarse en el lodo del personaje quebrado sin entender su figura en toda su complejidad es obviar las circunstancias, algo así como tirar el agua sucia con el niño dentro. Mientras el mundo convirtió a Maradona en Dios, Diego nos decía con sus actos que de Dios no tenía nada. Mientras nos desafiaba a tratar de imitarle dentro de la cancha, pedía a gritos que no lo imitásemos fuera de ella; que lo de Dios le quedaba demasiado grande. ¿Cómo ignorar que Maradona es una pieza escacharrada de una maquinaria perversa. Juguete roto del fútbol de mercado? ¿Cómo ignorar que Maradona cometió el delito de ser un genio pobre del juego más universal, en un sistema mercantilista, violento y patriarcal? ¿Cómo obviar que Maradona cometió el pecado de ser el dios de un juego jugado mayoritariamente por hombres?
Claro que Maradona fue exceso, desparrame, violencia incluso. Pero aunque Maradona fue algo o mucho de todo eso, hay quienes no entienden que no es eso lo que representa Maradona para el sentir popular que hoy llora su partida. Quedarnos en el accidente sin comprender el mapa es no entender un carajo ni de cartografía ni de la vida. Porque Maradona es también empobrecimiento, explotación, mercantilización de la existencia. Y lo más importante, porque Maradona representa la dignidad de los condenados de la tierra.
Su compañero de cancha Jorge Valdano lo resume así en una carta: “Un hombre que, por su condición de genio, dejó de tener límites desde la adolescencia y que, por su origen, creció con orgullo de clase. Por esa razón, y también por su fuerza representativa, con Maradona los pobres le ganaron a los ricos, de manera que las adhesiones incondicionales que tenía allá abajo fueron proporcionales a la desconfianza que le tenían los de arriba. Los ricos odian perder”.
La rebelde cabellera de “El Pelusa” hizo que los pobres sintieran que podían vencer a los poderosos. Su segundo gol contra Inglaterra en el Mundial de México 86 fue algo más que uno de los goles más bellos de la historia. Era la lucha de los oprimidos contra el imperialismo. El ajuste de cuentas contra Inglaterra por la ocupación de las Malvinas. Ese “Gol del siglo” fue narrado por la garganta rota y pasional de Víctor Hugo Morales: “barrilete cósmico ¿de qué planeta viniste? para dejar en el camino a tanto inglés, para que el país sea un puño apretado, gritando por Argentina”.
Diego se convirtió en un mito. Pero no un mito cualquiera. Un mito tan de carne y hueso que no puede ser más verdadero. Genial y humano, dios y a la vez diablo, barro y cielo, río y dique, piedra y hoja; paradójico y literal, enajenado y cuerdo, colosal y frágil, prodigio y terrenal; errático, loco, confundido y a la vez lúcido, sensible, digno. Diego condensaba de forma desgarradora todas las contradicciones de lo humano. Un mito muy parecido al pueblo. Como dijo Eduardo Galeano, muy parecido a la gente.
Los sentimientos encontrados que se expresan con su partida física son una clara representación de todo eso. Diego logra que sintamos algo tan humano como la revelación misma de nuestras contradicciones. Sentimos, por ejemplo, que Diego logró durante un instante el horizonte principal de quienes nos asumimos comunistas: abolir las diferencias de clase, al menos en el terreno de lo simbólico. Con su dolor y su recuerdo, comulgamos en una suerte de hermandad universal que nos hace olvidar los desastres, las pandemias y las diferencias para llorar colectivamente, ricos y pobres, la partida de una especie de dios pagano. Sin embargo, también sentimos que no es del todo así. Sentimos que nadie comprende mejor al Diego que quienes crecimos golpeando la pelota en descampados olvidados, entre baches, tierra, jeringuillas y porterías hechas con piedras. Claro, nos falta la parte del estadio y de los focos apuntándonos a nosotros. Esa nos la perdimos. Afortunados nosotros. Pero quienes jugamos en el patio del recreo con una pelota hecha de papel y cinta aislante, amamos a ese Diego que hacía bailar una naranja con sus pies de la misma forma que bailaba en la cancha mientras sus rivales trataban de robarle una pelota que parecía solo quererlo a él. Quienes hemos tenido el privilegio de recorrer las villas miseria de la periferia de Buenos Aires, los asentamientos de Popayán, los barrios de Caracas, las escuelas de Brasil; quienes hemos jugado junto a los niños trabajadores en los barrios de Asunción, quienes hemos visto a los jóvenes sentir la libertad bajo sus pies en una cancha construida con manos colectivas en los cerros de Lima, quienes hemos disfrutado viendo jugar a equipos de mujeres en los campos del Cauca o en la periferia de Cochabamba, sentimos que nadie comprenderá mejor al Diego que esas pibas y esos pibes.
En la figura de Maradona y hoy en su partida se expresa también una disputa simbólica por los sentires. Unos lo desprecian por misógino, otros por sus posiciones políticas, otros recalcan la mitomanía. Muchos lo homenajean obviando precisamente su parte política. Otros lo reivindicamos justo por su coherencia en esto último.
Diego Armando Maradona perdió muchas veces el norte, pero nunca extravió su Sur. Jamás se olvidó de los humildes; jamás se olvidó de los olvidados. Quizás por eso, aunque Maradona, la celebridad, anduvo perdido por los caminos tenebrosos de la fama desmedida y el éxito, Diego, el Diego, se encontraba en su congruencia política. Lo destaca Ángel Cappa: “Diego nunca se desclasó, fue fiel a su clase y a su compromiso político con esa clase”. Cappa recuerda al chico del barrio, y justo a lo que nunca pudo adaptarse ese Diego es precisamente a esa ideología del joven talentoso de abajo que triunfa y alcanza el éxito. Es ahí donde está el fracaso de Maradona, en esa escalada al éxito. Pero el chico del barrio nunca fracasó. Por eso, ese Diego que fue curado en una clínica de Cuba cuando estaba en uno de sus momentos más delicados, salió de Cuba siendo más comunista que nunca. Ese Diego de izquierdas y antiimperialista nunca se olvidó de dónde venía. El director de cine Emir Kusturica, dijo de él “Si no hubiera sido futbolista, hubiera sido un revolucionario”. Aunque los medios masivos que hoy le rinden homenaje no lo muestren, el Diego llevaba tatuado al Che en un brazo y a Fidel en una pierna, en la pierna izquierda, esa con la que nos hizo soñar desde la cancha y que tantos tratamos de imitar, sin lograrlo, en el barro. Amigo de Fidel, de Evo y de Hugo, Diego, el Diego, abrazó a Chávez y a Nicolás Maduro en los momentos más difíciles, cuando el séquito de la izquierda progre internacional miraba a otro lado. «Lo que me dejó Hugo fue una gran amistad, una sabiduría política increíble. Chávez ha cambiado la forma de pensar del latinoamericano. Nosotros estábamos entregados a Estados Unidos y él nos metió en la cabeza que podíamos caminar solos», afirmó en uno de sus ataques de coherencia.
Entre los miles de comentarios en las redes sociales, leo este del compañero Shars Dávila a una foto de un jovencísimo Diego. Sus palabras respiran en la línea de lo que tratamos de expresar:
“Esta foto es de 1973, durante los juegos deportivos Evita. Un futbolista, cuyo equipo acaba de quedar eliminado del torneo, es consolado por un niño de Villa Fiorito, uno de los huecos en donde Buenos Aires esconde a sus pobres. El niño se llamaba Diego Maradona. Tenía 13 años y soñaba con sacar a su familia de la miseria jugando al fútbol y con ser campeón del mundo con Argentina. Todo lo consiguió. Fue amado y repudiado. Fue peón y rey. Fue el Dios más humano que pastó por esta tierra”. Hay quien no ve que en esa sensibilidad está precisamente la debilidad que martiriza un sistema que despedaza.
En estos momentos, el pueblo empobrecido de la Argentina –ningún otro lo quiere con tanta pasión- vive tres días de duelo oficial y vela en filas interminables el cuerpo del astro en la Casa Rosada de Buenos Aires, sede del Gobierno Nacional. Pero eso no lo decretó ningún presidente. Eso lo decretó el pueblo. Qué mejor ejemplo de la democracia popular.
Otra ciudad históricamente oprimida, Nápoles, llora al Diego con similar dolor que el pueblo argentino. Igual que muchas personas en el planeta que entendemos el fenómeno Maradona, más que como manifestación concreta, como proceso que sobrepasa su figura. Porque Maradona era mucho más que Maradona.
La manifestación más cotidiana del fallecimiento de una persona querida es que precisamente rompe la linealidad de lo cotidiano, nos pone a las personas cercanas a hacer otras cosas que tienen que ver con lo simbólico, con el duelo, con el dolor y la alegría del recuerdo. Diego nos puso hoy a millones de personas en el mundo a hacer otras cosas. Por un rato, nos olvidamos de la pandemia y de esta crisis que parafraseando al gran Pablo González Casanova, es mucho más profunda de lo que somos capaces de imaginar. Diego cambió la agenda de quienes le odian y de quienes a pesar de todo le queremos. Lo otro que pasa cuando se va alguien a quien queremos es que nos pone lágrimas en los ojos. Y bueno… eso también.
Raúl García es antropólogo, escritor y documentalista del espacio de comunicación popular Vocesenlucha