Crecí entre lodazales, polvaredas y láminas oxidadas. Mi infancia fue un poema herido e increíblemente hermoso. Crecí en el corazón de una alcantarilla marginada que tenía un idilio con la aldea y el zacatal. Rodé entre barrancos y trepé árboles frutales, corrí entre surcos de milpa y hortalizas y también caminé en el largo bulevar […]
Crecí entre lodazales, polvaredas y láminas oxidadas. Mi infancia fue un poema herido e increíblemente hermoso. Crecí en el corazón de una alcantarilla marginada que tenía un idilio con la aldea y el zacatal. Rodé entre barrancos y trepé árboles frutales, corrí entre surcos de milpa y hortalizas y también caminé en el largo bulevar de mi gran amor, tantísimos amaneceres.
Mis tardes fueron pobladas por atardeceres color flor de fuego y cielos cenizos que dormían en los brazos de las montañas verde botella, de San Lucas Sacatepéquez. Crecí pastoreando cabras y coches. Me acompañaron en la frágil edad de la inocencia: grillos, ronrones, luciérnagas y chicharras. Gallinas habadas, patos y la parvada de loros verdes que alegraban las mañanas cuando surcaban los cielos, volando en libertad. Fue poesía el musgo blanco que guindaba de los cipreses y pinos en la aldea El Calvario, para la época del frío.
Crecí con el tiempo en contra, en las urgencias y las penas del trabajo, la casa, la crianza de los cumes y la escuela. Maduré de golpe en varios aspectos de mi vida, me hice adulta mientras cargaba mi hielera al hombro, largas horas bajo el sol y el torrencial; en otros como por rebeldía y sobrevivencia me quedé siendo niña, para resguardar la magia de la inocencia en la edad de la ensoñación.
Mis juegos infantiles no tuvieron que ver con muñecas, carros ni juegos electrónicos, lo mío fue el campo y el lodazal. Chamuscas de fútbol que me tocaba pagar con cuero vivo cuando mi mamá me chicoteaba por el atrevimiento, todos los días. Y se volvió la pasión de mi vida, por la intimidad y la complicidad.
Borracheras interminables en la edad de la adolescencia y una cantina que fue el refugio del cipotal del arrabal. Las calles abiertas que abrazaron nuestra frustración de parias, escape de las limpiezas sociales y defensa de la alegría. Cuando había comida era lujo sopear las tortillas con caldo de frijoles, cuando no, doblarlas con sal. Hacer malabares para que las 24 horas del día nos alcanzaran con todo lo que había qué hacer en la casa.
No recuerdo un solo minuto sentada haciendo las tareas escolares, las hacía caminando mientras ordeñaba las cabras, limpiaba el chiquero, el gallinero o barría el patio. En un pedazo de papel apuntaba lo que creía importante del resumen de la unidad y me lo llevaba para leerlo en el camino, mientras cargaba en el hombro la hielera hacia La Fresera, el mercado o la aldea. O cuando íbamos al Destacamento militar de El Calvario, atravesándonos la aldea entre los surcos de hortalizas y árboles frutales, para ir a vender helados, chocobananos, pupusas de chicharrón y atol.
En la carencia y los estragos de la miseria despertó mi imaginación y para la época navideña pedía un doble litro de agua gaseosa fiado en la abarrotería de la esquina de la cuadra, y hacía rifas en el mercado entre los vendedores, vendía el número a 25 centavos, con eso lograba pagar el doble litro y me quedaba para ir ajustando para comprar los útiles escolares en enero.
Para Navidad hacía adornos navideños con papel que me fiaban en la miscelánea del mercado y los vendía junto con los helados. Había hambre, carencia de calzado, ropa y útiles escolares. Dos cumes que empezaban a caminar y la angustia de que no les faltara nada, para que ellos no tuvieran que vivir la crudeza que nos tocó a sus hermanas mayores. Fuimos madres sin parir, sin desearlo, nos cayó de golpe en la infancia y la responsabilidad nos robó la niñez.
Cuando la venta no caminaba les ofrecía helados a los vendedores en el mercado, la mayoría había migrado de Sololá, Toconicapán, San Marcos y Huehuetenango, todos indígenas, vivían en el Asentamiento, habían invadido lotes. Cuando me compraban me repetían mirándome fijamente a los ojos: vos tenés que salir de aquí, tenés que ir a la escuela y a la universidad, tenés que hacerlo por vos y por nosotros. Nunca lo olvidé, y las mañanas largas en las que en la rutina estaba esconderme del cobrador porque me tiraba los helados a la basura, por no tener puesto fijo y pararme en el corredor; yo viaja en el tiempo a lugares remotos y las nubes eran mi transporte, me iba lejos, muy lejos.
El repartidor de periódicos fue quien me permitió leer, todos los domingos me dejaba fiada la Prensa Libre por mi fascinación a la Revista Domingo, me devoraba las hojas y soñaba con las historias que ahí leía. Algunas veces le pagaba y en otras le daba helados a cambio y él fiel, puntual, arisco y paria me dejaba el periódico y se le iluminaban los ojos cuando veía mi alegría al recibirlo.
Ningún letrado jamás puso un libro en mis manos, en cambio fue un voceador de periódicos, padre de cinco hijos que días trabajaba de ayudante de camioneta, de recogedor de basura, días vendía licuados de frutas, en otros de ayudante de herrero y todas las madrugadas de voceador de periódicos.
Crecí con las carencias de la miseria y la exclusión social. Vengo de una de las alcantarillas más profundas de los arrabales guatemaltecos, donde se respira migración forzada, abuso policial y limpiezas sociales. Donde la hambruna y el olor a muerte ronda en las noches y las madrugadas. Donde el agua potable es un anhelo. Donde la droga es una salida emergente. Donde abundan los niños huele pega, abandonados, golpeados y heridos, más en el corazón que en la carne.
Vengo de la carne viva de la exclusión social, he bebido la hiel de la miseria y en mi piel habitan putrefactos, innumerables duelos que nunca realicé; porque no había tiempo de llorar a los muertos cuando se peleaba por la vida en la marginación de la periferia. Siempre he sido intrusa, maloliente y puta sidosa para una sociedad clasista, racista e inhumana que trata de clicas criminales a la infancia y adolescencia de arrabal.
En los años de miseria y de interminables necesidades económicas, en mi edad de niña débil y asustada y en mi adolescencia difícil, lo único que recibí de los letrados fueron maltratos, insultos y señalamientos por mi origen de arrabal, por mi color de piel y por mi oficio de vendedora de helados.
En cambio quienes sabían mi nombre eran los niños huele pega, los mareros, las putas sidosas, los choferes de camioneta, los niños que recogían basura y los vendedores de mercado. Las niñas y mujeres que bajaban de la aldea a vender sus hortalizas. La María del Tomatal. El repartidor de periódicos y los borrachos de la cantina Las Galaxias; refugio de los enajenados.
Para los letrados capitalinos siempre fue la heladera, que estorbaba cuando se paraba en la salida de la universidad de San Carlos, cuando tenía 12 años, a vender sus helados. Con la ilusión y la promesa de que un día saldría egresada de esa misma universidad. Esa misma heladera que se paraba en la salida de la Municipalidad y que estorbaba a los trabajadores, cuando ofrecía con anhelo, fatigada y a la fuerza sonriente, sus helados.
La misma niña que se paraba en la entrada del Irtra de la avenida Petapa, a ofrecer sus helados mientras veía cómo otros niños se divertían adentro. Que corría atrás de los buses para que le permitieran subir en la avenida Bolívar y ofrecer sus helados. La niña inocente que caminaba con la espalda jorobada por el peso de la hielera, que se paraba a la salida de las empresas de trasportistas y que sacaban a empujones porque estorbaba.
De ahí vengo, del hambre, de la miseria, de la carencia, de la exclusión. De la depresión profunda que llama al suicidio, a la migración y la drogadicción.
No tuve oportunidad de leer libros y mucho menos hacerlo un hábito, leer es una pérdida de tiempo en un arrabal en el que la infancia trabaja para intentar subsistir. Los libros los conocí de grande, ya mulona cuando estudiaba magisterio de Educación Física. Tengo el hábito de la lectura pero leo muy poco, porque aún a pesar de los años me sigue costando mantener la atención en una sola cosa durante mucho tiempo. Lo único que logra mantener mi atención es escribir, y mi escritura es absolutamente catártica. Es un viaje a mis adentros y a la ansiedad de mis emociones.
Por ventura de la vida y del destino, -tal vez, quiero creer- terminé escribiendo. Y escribo poesía que es mi expresión más transparente. Y escribo relatos y artículos de opinión. Pero no soy periodista y mucho menos analista internacional, como muchas veces me tratan, escribo nomás. Escribo porque sino lo hago me ahogo en mis propios laberintos emocionales, porque por dentro soy un huracán.
No pertenezco a ningún club de poetas, periodistas o escritores. No me codeo tampoco con este tipo de personalidades. No me gusta, le huyo a ese mundo donde me siento incómoda y fuera de lugar. No asisto a recitales ni a exposiciones de ningún tipo. No acepto dar conferencias ni nada parecido. Escribo nomás y suelto mis letras al viento, desde la ventana de mi bitácora para que libres se alejen de mí y encuentren su propio destino.
No me gusta escribir con palabras rebuscadas, no me interesa aparentar lo que no soy, no me interesan los aplausos, las felicitaciones y mucho menos las lisonjas. No me interesan los contactos importantes. Lo importante para mí está en otro lugar muy lejos de la academia y sus males.
Mi expresión es natural del arrabal, del pueblo y de la aldea, es propia del mercado y así la mantendré hasta que el día de mi muerte. Es lo mío, es lo que me protegió en mi infancia, fue el abrigo en mi adolescencia y es mi identidad. No tengo por qué ocultar lo que soy. No tengo por qué escribir para trata de quedar bien con nadie. Muchos menos con la academia.
Cuando escribo, viene a mi mente La María del Tomatal, los vendedores del mercado diciéndome comprándome los helados, y repican con eco de nostalgia sus palabras. Mis amigos recogedores de basura, las niñas maquiladoras, los niños huele pega. Viene a mi mente el olor propio de mi arrabal, la añoranza de la arada y verde profundo de las montañas que embelesaron mi infancia. Y solo eso necesito para saber cuál es mi lugar en la vida y cuál es mi postura política cuando escribo y por quiénes voy a dar la cara y a poner el pecho hasta el día de mi muerte.
Y escribo así, natural, transparente para que un día si mis letras llegan a sus manos sepan que no los traicioné, que sus palabras se quedaron en mi corazón y para que entiendan en lenguaje propio lo que los letrados escriben con atavío de clase. Para que sepan que una de ellos está y está por ellos. Para que el voceador de periódicos sepa que su semilla floreció. Y que escribo nomás con la dignidad de ser una vendedora de mercado.
Para mi alma mater, el mercado de Ciudad Peronia y para mi gran amor.
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