Cualquiera que siga la biografía de Ludwig van Beethoven (1770-1827) podría decir que en 1798 este ha conseguido realizar el sueño de su vida. Establecido en Viena desde 1792, año posterior al de la muerte de Mozart, ha cimentado en la capital mundial de la música una sólida fama de pianista y compositor y ocupa […]
Cualquiera que siga la biografía de Ludwig van Beethoven (1770-1827) podría decir que en 1798 este ha conseguido realizar el sueño de su vida. Establecido en Viena desde 1792, año posterior al de la muerte de Mozart, ha cimentado en la capital mundial de la música una sólida fama de pianista y compositor y ocupa merecidamente el solio dejado vacante por el genio de Salzburgo. Esa era sin duda la mayor aspiración de Beethoven en los años difíciles vividos en su Bonn natal. Digamos aquí de pasada que los dos hombres llegaron a conocerse. En un breve viaje realizado a Viena cuando tenía quince años, Beethoven improvisó al piano delante de su ídolo, que después comentó a sus amigos: «No perdáis de vista a este chico. Creo que va a dar mucho que hablar».
Sin embargo, este año de 1798 va a resultar terrible para Beethoven. Cualquier persona tiene un aprecio especial por el sentido que le permite apreciar los sonidos, pero en un compositor e intérprete como él, el oído es el órgano más estimado y su sensibilidad constituye su mayor orgullo. Él le otorga la destreza de captar las más delicadas sutilezas tonales, de combinar los timbres en la orquestación… Ese año fatídico, Beethoven se da cuenta de que se está quedando sordo.
La sordera de Beethoven, convertida en un lugar común, apenas nos impresiona, porque la noticia de ella nos llega unida a la de su genio indiscutible. Pero es necesario pensar lo que significaba esa sordera para él en 1798, para un músico de 27 años que se está abriendo camino trabajosamente. Significaba simplemente el fin de todos sus sueños. Algo peor que la muerte, una penosa muerte en vida que le obligaba a renunciar a ser músico.
Beethoven se convierte entonces en un ser extraño que huye de la gente escondiendo su defecto. Prueba sin éxito diversos tratamientos, y por fin en 1802 se refugia en Heiligenstadt, una ciudad próxima a Viena cuya vida tranquila el médico que le trata pensaba que podría traer algún efecto beneficioso sobre su enfermedad. Transcurridos seis meses sin ninguna mejoría, Beethoven está desesperado y acaricia la idea del suicidio. Un documento escrito por él en esa época, el famoso «testamento de Heiligenstadt», conocido después de su muerte, describe su sombrío estado de ánimo en estos días.
Sin embargo, su decisión final es la de luchar con el destino adverso y tratar por todos los medios de hacer realidad la música que bulle en su interior. De regreso en Viena, en 1803 trabaja intensamente en una obra que significará un hito no sólo en su producción, sino en toda la historia de la música, su tercera sinfonía, conocida como Sinfonía Heroica.
Las composiciones de Beethoven hasta ese momento, en lo que se conoce como «primer período» de su obra, se ajustaban bien a los moldes formales que habían sido establecidos por Haydn y Mozart. Sus dos primeras sinfonías, por ejemplo, podrían casi pasar como trabajos de estos músicos. La tercera sinfonía, sin embargo, es algo completamente distinto. Un primer rasgo que marca esta diferencia es simplemente su duración, que es aproximadamente el doble de la de sus primeras sinfonías. Pero esta mayor duración es sólo un reflejo de una mayor riqueza y complejidad, y de una mayor libertad del artista que nos transmite sus emociones y sus ideas musicales con un sentimiento que a veces se ha considerado ya romántico. Esta obra marca un nuevo camino para el género sinfónico y sirve de inspiración para las obras posteriores de autores como Schumann, Brahms o Dvořák.
Cabe preguntarse quién es el héroe que inspira esta sinfonía heroica. Parece ser que la obra llevaba inicialmente una dedicatoria a Napoleón Bonaparte y que esta fue eliminada en 1804. Este hecho se ha interpretado, a partir del testimonio de Ferdinand Ries, discípulo de Beethoven, como una muestra del despecho que produjo a Beethoven la coronación de Napoleón como emperador en 1804. Sin embargo, otras investigaciones recientes indican que es probable que esta dedicatoria estuviese bastante motivada por las perspectivas de un viaje a Francia que Beethoven se proponía realizar, y que el cambio se debiera también a la cancelación de este viaje y a la creciente rivalidad entre Francia y Austria. No es baladí tampoco que el príncipe Lobkowitz (que al final fue el dedicatario de la sinfonía) ofreciera 400 Gulden por disponer de ella de forma exclusiva durante seis meses, y sin duda esperara algún detalle a cambio de tanta generosidad.
Sin embargo estos asuntos resultan anecdóticos ante el profundo mensaje artístico de la sinfonía y la indiscutible relación de esta con la vida de su autor. El héroe no es otro que el propio Beethoven, músico al fin a pesar de su estigma. La estructura de la obra, con un tumultuoso Allegro con brio inicial seguido de la conocida marcha fúnebre, un juguetón scherzo y otro agitado movimiento final, encaja perfectamente en este esquema, y supone un viaje iniciático a través de la lucha y el dolor de la muerte ritual a la alegría y esplendor del renacimiento. La creación de un nuevo lenguaje musical fue sólo el instrumento necesario para expresar este viaje interior.
Discutida en sus primeras interpretaciones, aclamada después y convertida en emblema de una nueva sensibilidad, esta sinfonía marca un hito indiscutible en la historia de la música e inaugura una época en que los moldes formales se enriquecen para permitir una fiel expresión de los sentimientos del artista. Pero para los que nos acercamos a escucharla hoy, cumplidos ya los doscientos años de su estreno, sus acordes poderosos siguen narrando sobre todo la encarnizada lucha de un hombre con su destino y mostrándonos un símbolo universal de la capacidad del ser humano para sobreponerse a la adversidad.
Ludwig van Beethoven. Comienzo del 1er movimiento, allegro con brio, de la sinfonía nº 3 mi bemol mayor, Op. 55. Orquesta Filarmónica de Nueva York con Bruno Walter a la batuta (grabación de 1941).