Hasta hace poco no he tenido un smartphone, lo he comprado sobre todo para comunicarme con una de mis hijas y también porque me he dicho que un profesor de comunicación no puede andar por ahí sin usar lo que utiliza casi toda la gente que le rodea (bueno, toda). Durante el primer trimestre de […]
Hasta hace poco no he tenido un smartphone, lo he comprado sobre todo para comunicarme con una de mis hijas y también porque me he dicho que un profesor de comunicación no puede andar por ahí sin usar lo que utiliza casi toda la gente que le rodea (bueno, toda).
Durante el primer trimestre de este año me matriculé en un curso especializado en comunicación integral organizado por una importante entidad financiera. Fue muy divertido porque pude comprobar de nuevo lo tarambana que se ha vuelto el mundo de los negocios, copiando a los Estados Unidos al milímetro y como considero que este país contiene en sí mismo una grave patología social, el resultado es que todo el planeta se ha vuelto patológico.
En ese curso de comunicación integral apareció un profesor poseído por lo que en el año 2000 llamé «El éxtasis cibernético» -título de uno de mis libros, un texto memorable, por otra parte- y, mientras explicaba algo, preguntó que cuántos de nosotros usábamos smarphones y, antes de que pudiéramos responder, uno de la primera fila le dijo convencido y en plan portavoz de la clase: «¡Todos!». Entonces yo me callé por vergüenza, lo confieso, aunque si me lo hubiera preguntado directamente le hubiera mostrado mi artilugio antediluviano que me daba el avío perfectamente.
Pero la anécdota me hizo pensar de nuevo y entre mi hija -motivo principal- y eso de ver qué hacía el personal con aquel adminículo, meses después me compré el cacharro. Y estoy encantado, es decir, el chisme me está poseyendo, me tiene como cuando los tres niños de Fátima vieron a la Virgen o como cuando un niño ve delante suya a Cristiano Ronaldo o un capillita a la Macarena que viene a ser lo mismo.
Con el smartphone he ganado una hija y he ganado en empirismo porque me doy cuenta -tanto en propia piel como en la ajena- de lo bueno y lo malo: lo bueno, la inmediatez, hacer aquello que siempre hemos soñado cuando veíamos a los magos con las varitas mágicas. Lo malo, un cuelgue considerable y la prueba evidente de por qué muchos de mis alumnos no tienen ni puta idea de cómo funciona el mundo ni de cómo se ha formado aunque tengan delante de sus ojos la posibilidad de saberlo con sólo apretar unas letritas y unos iconos.
Los jóvenes están casi totalmente «colgados» de esa pantallita, sea más grande o más pequeña. Y sus padres. Y los adultos divorciados y las adultas divorciadas y los casados que inhiben sus deseos de infidelidad a través del whatssapp y otras redes. Y la gente «politizada» que pretende cambiar el mundo con lo que el Poder le ha facilitado para cambiarlos a ellos y tenerlos a su merced. Casi nadie la utiliza para conocer sino para comunicarse o llevar a cabo ceremonias de apareamiento, «subir» fotitos, decir miles de millones de pamplinas o jugar a ser periodista enviando a los demás «crónicas» sobre lo que se está viviendo en un momento dado con lo cual no se vive realmente ese momento sino que se proyecta y se vive a través del otro. Son ejercicios de vanidad, es la sociedad del instantaneísmo y los 144 caracteres.
Lo dicho, estoy subyugado con el artefacto porque es eso, arte-facto, un acto de creación artística. Más contentos tienen que estar los servicios secretos de todo el mundo. Les hemos ahorrado muchas horas de trabajo. Ahora somos como las babosas que van dejando su rastro por donde reptan. Pero babosas con pedigrí. Y ya no puedo seguir escribiendo, lo siento, me ha llegado un guasa y debo responderlo porque, si no, qué van a pensar de mí, saben que estoy conectado, que lo he leído, lo saben todo. ¡Hasta otra!
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